El polvo de la carretera se metía en la garganta como si quisiera quedarse a vivir allí. Ámbar apretó el cuaderno contra su pecho. Aún temblaba. No por el frío. Por lo que había dejado atrás. Por lo que no sabía cómo nombrar.
La llanta del autobús estalló dos horas atrás. El chofer, harto y sucio, juró que alguien vendría. Pero en ese pueblo no había ni señal, ni fe, ni ganas.
Ella se alejó unos pasos, sentándose en una roca seca.
—¿Primera vez huyendo? —preguntó una voz ronca.
Giró. Un hombre de barba desordenada y ojos que habían visto demasiado estaba ahí, con una mochila vieja y una cuerda colgando del cinturón.
—¿Y tú qué sabes? —respondió ella, sin levantar la mirada.
—Que la gente no mira el horizonte si no quiere escapar de algo —dijo él—. Yo también miré así… hace muchos años.
Se quedaron en silencio. El viento les trajo un recuerdo distinto a cada uno.
Él sacó una pequeña cruz de madera y la sostuvo entre los dedos, sin decir nada.
—No creo en eso —dijo Ámbar con voz baja, casi rota.
—Yo tampoco… a veces —respondió él, mirando al cielo.
La llanta seguía sin arreglarse. El día caía lento. Y sin saber por qué, Ámbar sintió que el universo acababa de mover una ficha importante en su tablero.
Como si por primera vez en mucho tiempo, no estaba sola.
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