Año 3158, después de la aparición de las singularidades.
La naturaleza se desplegaba en todo su esplendor, rebosante de vida. Dondequiera que se posara la mirada, un profundo y vibrante verde oscuro parecía brillar bajo la luz del sol.
El lugar estaba rodeado por una cantidad infinita de árboles, formando un mar esmeralda que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un bosque interminable que parecía no tener fin incluso desde las alturas.
El cielo era simplemente majestuoso. No había nubes que enturbiaran su pureza ni el más mínimo rastro de contaminación que pudiera empañar su belleza.
El sol, en lo alto, derramaba su luz sobre el paisaje, intensificando los colores de los árboles. El verde se tornaba aún más vivo y resplandeciente, un espectáculo natural que no necesitaba artificios para dejar sin aliento.
En una de las altas ramas de uno de esos imponentes árboles, se encontraba un joven de apariencia peculiar. Sus ojos brillaban en un tono rosado inusual, y su cabello, de un blanco puro como la nieve, caía en suaves mechones sobre su rostro. Estaba sentado allí, balanceando las piernas con tranquilidad, mientras su mirada curiosa se perdía en el horizonte.
“¡Es increíble! No importa cuánto lo mire, este mundo sigue siendo una maravilla,” exclamó con una sonrisa que irradiaba asombro.
Movió la cabeza, apartándose algunos mechones de cabello que el viento había llevado a su rostro.
“Parece sacado directamente de un cuento de hadas,” añadió en un murmullo, su voz cargada de una mezcla de emoción y admiración.
De repente, una risa escapó de sus labios.
“¡Qué absurdo soy al decir eso! Esto es, sin duda, un mundo de fantasía.”
Sus ojos adquirieron un brillo pensativo, y su expresión se tornó ligeramente más seria.
“Pero… no solo lo que estoy viendo tiene esa vibra fantástica. Este lugar entero, todo lo que me rodea, parece estar esperándome para que haga algo extraordinario.” Una chispa de entusiasmo encendió su mirada, y una amplia sonrisa cruzó su rostro. “Supongo que es hora de divertirme un poco, ¿no?”
Con decisión, extendió el brazo hacia adelante, abriendo la mano con un gesto lleno de propósito. Estaba a punto de realizar algo… cuando una voz femenina resonó desde debajo del árbol, interrumpiéndolo bruscamente.
“¡Nika! ¡Baja ya de ahí! ¡Te estás tardando demasiado!”
La súbita llamada lo sacó de su concentración. Con un suspiro, dejó caer el brazo y se recostó contra el tronco del árbol, resignado.
“Ah, siempre interrumpen justo en el mejor momento,” murmuró en voz baja, con un matiz de irritación que se desvaneció al final en una risa contenida.
“¡Ya voy, Lucy!” respondió alzando la voz, aunque claramente no con mucho entusiasmo.
Con un último vistazo al horizonte, se preparó para descender.
***
8 de Junio del año 2030 D.C
La habitación parecía sumida en penumbras, aunque no estaba completamente a oscuras. Una tenue luz azulada parpadeaba en el ambiente, suficiente para romper la negrura. Sin embargo, esa luz no provenía de una lámpara, un foco o una ventana. Su origen era una pantalla rectangular, tal vez un monitor o un televisor, donde se reproducía algún tipo de videojuego. La vibrante imagen en movimiento era lo único que iluminaba aquel espacio sombrío.
El cuarto, además de oscuro, era un desastre absoluto. No importaba hacia dónde se mirara, la basura lo cubría todo como una plaga incontrolable. La escena era tan repugnante que cualquier persona que pusiera un pie en ese lugar sentiría un rechazo inmediato.
Era evidente que quien vivía allí había renunciado por completo al concepto de higiene. Sin embargo, en medio de todo ese desorden, había un elemento que permanecía, de manera inexplicable, relativamente limpio: la cama.
Sobre aquella cama, el único refugio del caos, yacía un individuo. Su aspecto desaliñado y su postura desganada eran tan deprimentes como el ambiente que lo rodeaba. Estaba recostado, mirando fijamente el techo. Sus ojos, apagados y carentes de vida, parecían incapaces de reflejar nada más que un vacío infinito.
Esos ojos tristes, decaídos, sin brillo y con un parpadeo lento decían mucho con tan poco. Eran los ojos de alguien que había perdido toda esperanza y cualquier deseo de vivir.
Con un leve movimiento, giró su cuerpo hacia un costado, dejando que su rostro se hundiera en la almohada. Sus ojos vagaron perezosamente por el cuarto, deteniéndose en cada rincón como si buscara algo que sabía que no estaba allí.
Dejó escapar un suspiro pesado, cargado de un cansancio que iba más allá de lo físico.
“Está hecho un desastre…” murmuró, con una voz apenas audible. “No recuerdo la última vez que limpié.”
“¿Debería limpiar?” preguntó, sin esperar respuesta alguna. Su tono era tan vacío como el cuarto.
Después de una pausa, negó con la cabeza y masculló para sí: “No tengo ganas… y, de todos modos, no importa.”
Las palabras resonaron en la penumbra, cargadas de resignación.
“Nadie va a venir aquí. Nadie dirá nada si no lo hago.”
Un silencio incómodo llenó el aire. Solo el zumbido del monitor y el sonido del videojuego rompían la quietud.
“Hablar es agotador…” murmuró finalmente, cerrando los ojos con pesadez.
“Ya no tengo ganas de hacer nada… mucho menos de moverme de la cama,” murmuró en un susurro apenas audible, rompiendo el pesado silencio que dominaba la habitación. Su cuerpo permanecía inmóvil sobre el colchón, como si cualquier esfuerzo fuera imposible.
La tristeza se reflejaba con crudeza en su rostro. Las profundas ojeras bajo sus ojos eran evidencia de noches sin descanso, o tal vez, de una mente incapaz de entregarse al sueño.
Su ropa estaba hecha un desastre: sucia, arrugada y cubierta de manchas de origen desconocido que parecían haber acumulado semanas de abandono. Su apariencia era tan descuidada que resultaba casi doloroso de ver. Cualquiera que lo encontrara en ese estado sentiría una mezcla de lástima y desesperación.
Su mirada se perdió una vez más en el techo, vacía, sin enfoque. Una débil y amarga sonrisa curvó sus labios.
¿En qué momento todo empezó a ir mal? Pensó, dejando escapar una carcajada seca, tan apagada que apenas sonó como un suspiro.
Sin embargo, no tardó en encontrar una respuesta a su propia pregunta.
No, nunca hubo un momento en que todo comenzara a ir mal. Porque, desde que nací, nunca me ha ido bien en nada.
El pensamiento se hundió en lo más profundo de su mente, como una verdad dolorosa que siempre había estado allí, pero que ahora pesaba más que nunca. Cerró los ojos, dejando que un par de lágrimas silenciosas rodaran por sus mejillas. Se cubrió los ojos con el brazo, tratando de ocultar lo inevitable: la tormenta de recuerdos que comenzaba a invadirlo.
Fragmentos de su pasado aparecieron de manera caótica, como piezas rotas de un rompecabezas que su mente se negaba a ensamblar.
Cuando era niño, alrededor de los ocho o nueve años, todo lo que deseaba era algo tan sencillo y natural para otros: la atención de sus padres. Solo quería que lo miraran, que lo abrazaran como lo hacen los padres con sus hijos, que le dedicaran palabras amables como: “Bien hecho, hijo” o “Estamos orgullosos de ti.”
Para otros niños, recibir cariño y elogios de sus padres era parte de su día a día. Pero para él…
Desde que tenía memoria, nunca recibió nada más que lo estrictamente necesario para sobrevivir. Nunca hubo palabras de afecto, nunca un gesto amable. Solo lo básico: comida, ropa y techo.
Su familia era grande, formada por siete hijos en total. Él era el cuarto, justo en medio, atrapado entre hermanos mayores y menores que, por alguna razón, siempre parecían ser el centro de atención de sus padres. Los mayores recibían elogios por sus logros. Los menores eran consentidos y mimados. Pero él… él siempre quedaba fuera de la ecuación.
¿Por qué ellos tenían todo y yo nada? Pensaba una y otra vez, incapaz de encontrar una respuesta.
A diferencia de sus hermanos, no tenía una criada asignada exclusivamente para él. Bueno, en realidad había una, pero no era exactamente suya. Era la encargada de la administración general de la familia, y aunque a veces parecía preocuparse un poco por él, su tiempo siempre estaba limitado. La veía solo de vez en cuando, y esos encuentros eran fugaces.
En cuanto a sus hermanos, la relación era… inexistente, o mejor dicho, hostil. Siempre lo intimidaban, siempre lo menospreciaban. Nunca había un momento de tregua entre ellos.
Y sus padres… eran casi como fantasmas. Apenas los veía, y cuando lo hacía, nunca era por mucho tiempo. Había días, incluso semanas, en las que no recibía ni un atisbo de su atención. Había noches en las que, olvidado por completo, se quedaba sin cenar, obligado a soportar el hambre en silencio.
Desde pequeño, había observado a sus hermanos con detenimiento, tratando de entender por qué no recibía el mismo trato que ellos. Dedicó semanas, meses, analizando cada detalle de sus vidas. Lo que descubrió le resultó tan claro como doloroso.
Todos en su familia eran especiales, pero él… no.
Sus hermanos poseían rasgos faciales únicos, casi perfectos, como si hubieran sido esculpidos por los dioses mismos. Tenían una presencia que irradiaba confianza, una luz que atraía la atención de todos, incluso la de sus padres. En cambio, él era todo lo opuesto. Su rostro era sencillo, su presencia, insignificante.
Si no nací especial, entonces tendré que crear algo que me haga destacar, pensó con la determinación ingenua de un niño desesperado por amor.
Lo único que anhelaba era ser visto. Que sus padres lo notaran, lo reconocieran como uno de los suyos, y que lo trataran con el mismo cariño y admiración que a sus hermanos. Sin embargo, cada vez que intentaba acercarse a su madre, ella lo apartaba con frialdad, como si su sola presencia fuera un recordatorio incómodo de algo que quería olvidar.
Consciente de que no podía competir con los dones naturales de sus hermanos, tomó una decisión: sería el mejor estudiante. Durante toda la primaria y la secundaria, dedicó cada segundo de su tiempo a los libros. Se esforzaba más que nadie, siempre con la esperanza de que sus logros académicos fueran suficientes para ganar la atención y el afecto de sus padres.
Pero los resultados nunca llegaron.
Sus padres permanecieron indiferentes, sin importar cuántas veces su nombre encabezara las listas de honor. Esa falta de reconocimiento, sumada al estrés que él mismo se imponía, lo llevó a desarrollar una ansiedad que no tardó en pasarle factura. Su única fuente de consuelo era la comida, y pronto, su cuerpo reflejó el peso de su frustración.
Años después, su mundo cambió de golpe.
Fue su hermana mayor, una de las pocas personas que lo trataba con amabilidad, quien le reveló la verdad que había estado oculta durante tanto tiempo: él no era hijo de la mujer que llamaba madre.
En realidad, era el resultado de una relación entre su padre y una adolescente de 17 años. Según le explicó su hermana, aquella joven había sido vendida por su familia a cambio de beneficios financieros o políticos. El matrimonio fue un arreglo carente de amor, una transacción más que una unión.
La verdad lo golpeó como una avalancha. Finalmente, todo tenía sentido.
Las preguntas que lo habían atormentado durante años encontraron respuesta. Su lugar en aquella familia nunca había sido seguro, porque su existencia misma era un recordatorio de un pasado incómodo.
Pero esa claridad no le trajo alivio, solo furia.
La rabia que sentía era como un incendio que no podía apagar. Se odiaba a sí mismo por haber dedicado tantos años a intentar ganarse el amor de personas que nunca lo consideraron realmente parte de su mundo. Y odiaba aún más a su padre, el origen de todo.
Su madre biológica, según le contó su hermana, había muerto al darlo a luz. Era una chica frágil, cuyo cuerpo no pudo soportar las complicaciones del parto. Saber que la única persona que quizás habría podido amarlo incondicionalmente había desaparecido al traerlo al mundo no hizo más que agrandar el vacío en su corazón.
A pesar de todo, su hermana mayor se mantuvo a su lado. Era la única conexión que tenía con la mujer que nunca llegó a conocer. También estaba la criada, la única figura maternal que había tenido, aunque su relación con ella era distante debido a las limitaciones de su tiempo.
Gracias a ellas, pudo encontrar algo de estabilidad. Con su apoyo, tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre: dejar atrás a su familia.
El tiempo pasó, y con esfuerzo, logró graduarse de la secundaria con honores. Su hermana, siempre dispuesta a ayudarlo, lo apoyó para que se mudara lejos, lo suficientemente lejos como para asegurarse de no volver a cruzarse con ellos jamás.
Finalmente, estaba solo. No tenía raíces que lo ataran, ni cadenas que lo mantuvieran atrapado en un pasado lleno de dolor.
Por primera vez en su vida, todo dependía únicamente de él.
Su nueva vida había comenzado con el pie derecho. Después de mudarse, encontró un trabajo estable y comenzó a estudiar la carrera que siempre había deseado: Ingeniería en Sistemas. Por primera vez, todo parecía estar en su lugar.
Vivía en su propia casa, tenía un empleo bien remunerado, y su desempeño académico era impecable. No necesitaba la aprobación de nadie. Ni de sus padres, ni de sus hermanos, ni de ninguna otra persona que hubiera formado parte de su doloroso pasado. Era libre, completamente independiente, y esa sensación era tan nueva como maravillosa.
Finalmente, estaba viviendo la vida que siempre había soñado.
Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, había un vacío que nada podía llenar. Una parte de él anhelaba algo que nunca podría tener: una familia. Más específicamente, deseaba conocer a su madre biológica. Poder hablar con ella, escuchar su voz, aunque fuera solo una vez.
Era un deseo imposible, pero no podía evitar soñarlo.
Todo marchaba bien hasta que, en el segundo año de su carrera, comenzaron a surgir las dudas. Al principio, eran pequeñas, apenas un murmullo en el fondo de su mente. Pero poco a poco, esas preguntas comenzaron a hacerse más fuertes, más insistentes.
Recuerdo que en ese momento me planteé dejar la carrera, pensó, mientras una amarga tristeza se apoderaba de su pecho. Lo recuerdo perfectamente, porque fue a partir de ese instante que todo comenzó a derrumbarse nuevamente.
Cerró los ojos, intentando contener las lágrimas que empezaban a brotar. Pero no podía detenerlas.
Su mente retrocedió a esos días, reviviendo cada detalle. Cada duda, cada momento de angustia.
Si tan solo…
La frustración lo consumía.
¡Si tan solo hubiera decidido dejar la carrera en ese preciso momento, no estaría ahora en este lugar sucio, en este estado patético! gritó en su mente, mientras las lágrimas caían sin control.
Sus manos temblaban mientras se cubría el rostro, intentando silenciar los sollozos que ahora llenaban la habitación.
¿Qué sería de mí ahora si hubiera dejado de cursar esa carrera y nunca la hubiera conocido?
-Continuara-
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