En aquella tarde nublada y oscura, en la que los buses dejaron de pasar a las ocho y los colectivos a las nueve, María hacía el camino a casa de la mano de su padre.
Ya caían sobre las calles las sabanas negras, encendían las luminarias de las veredas y las plazoletas, y junto a ellas los focos de los autos, en lo alto los resplandecientes letreros de aquel restaurant de la avenida enfrentando a los neones escarlata de la carnicería, los únicos a la altura de las luminarias, ya debajo de ellos solo yacían las luces de las casas y las de los vehículos que circulaban.
La niña portaba una parca de tono trigo, con cuatro bolsillos y un acolchado collar, unas botas que le llegaban hasta debajo de la rodilla, negras y lustradas, con el cierre hacia adentro y dos correas con hebilla por encima, llevaba la falda gris debajo, poco se notaban las cálidas medias grises, su boca, aun cubierta por una bufanda, de tono oliva y tejida meticulosamente a crochet, tarareaba en voz baja para no llamar la atención. Miraba con claridad al suelo por miedo a tropezar aunque Giorgio le había reprendido mencionándole males del cuello, seguía haciéndolo de todas formas, no porque quisiera llevar la contra, solo porque no se confiaba de las malas veredas mientras caminaba cansada.
Aquella mano siempre le sujetaba con firmeza, sin tanta fuerza como para apretarle, ni tanta soltura como para dejarla resbalar, siempre con un agarre delicado, aunque ambas manos se entrelazaran o le sujetara de la muñeca.
¿Qué sería de ese día en el que fue a adelantarse sin cuidado, si no fuera por ese agarre? Fue mejor no pensarlo mucho para el notario Antilef, quien solo se limitó a quedarse parado, y detener a su hija con el inmovible peso de su figura. María no se movió más, estaba anclada a la mano del sureño a medio metro de la pista, solo escuchó el grito alto de la bocina y levantó la cabeza de golpe, vio frente a si a un Toyota noventero acelerar a todo pedal, eventualmente sintió miedo, dando dos pasos hacia atrás y terminando rodeada de los brazos de aquel hombre, quien solo se limitó a besar su cabeza y preguntar con un tono sereno y apaciguado:
–¿María, acaso miraste la calle? –El hombre de abrigo negro y corbata rayada no tardó en poner su mano sobre la pequeña frente, solo para comprobar si le había subido una fiebre, lo que no era el caso. La niña solo se limitó a contestarle con una voz tristona:
–Perdón, papá...
Antilef le sonrió, y ya sintiéndose seguro de que su tesoro estuviera a salvo, volvió a tomar su mano y esperaron tranquilos al cambio de luces.
–Estas muy cansada, ¿desde cuándo la básica es tan pesada? –La luz dio verde, y ambos continuaron sin decirse nada.
La casa de dos pisos se ubicaba metida entre un par de calles estrechas, poblaciones de mucha historia en el pasado, ahora atravesadas por veredas maltrechas de las cuales unas cuantas muy levantadas y fuera de lugar con las demás llevaban la atención hacia pequeños parches de tierra cercados por adoquines manchados de pintura blanca, que en sus rectángulos delineados mantenían pequeños nidos de plantas, algunas flores comunes y arbustos pequeños, estos pequeños jardines permanecían separados por arboles grandes, con sus ramas moldeadas a través de los años para no tocar los cables de los postes.
Ya siendo las ocho de la noche, la lluvia resonaba sin parar como un montón de piedras arremetiendo el tejado, un temporal maldito, nada nuevo en Chillán. Ya en la casa, la rutina de los Antilef era tan precisa como para dejarles un buen tiempo de descanso sin dejar de lado el orden del hogar. Casi siempre manteniéndose ordenados en los tiempos, padre e hija mantenían una capacidad enorme para complementarse el uno al otro. Generalmente solían llegar a su hogar sin más prisa que la necesaria cuando la lluvia arreciaba, en lo que se pasaban las llaves para abrir un portón cada uno, encargándose Giorgio de abrir y cerrar el del jardín, y María de abrir el portón del patio interior, además de la puerta de la cocina. Cuando habían dejado los paraguas extendidos bajo techo, se quitaban las chaquetas húmedas en la cocina y les dejaban secar cerca del fuego, colgadas en los respaldos de las sillas, esto se repetía con las bufandas que ambos llevaban, que eran colgadas sobre ganchos finos que se extendían en abanico alrededor del tubo de aluminio de la estufa.
La bufanda de Giorgio, tejida por el mismo le cubría unas marcas rojizas que tenía tatuadas alrededor del cuello, similares a las heridas que dejan las garras de los pájaros.
Los interiores de un cómodo taller interior estaban ordenados con modestia, los estantes y repisas con libros se encontraban en línea, los textos estaban ordenados por su altura, dando un efecto de escalera, una parte importante de estos eran cuadernos, muchos con escritos a mano y dibujos poco estéticos pero llenos de anotaciones y flechas señalándoles en distintos puntos. En algunos estantes con repisa honda reposaban algunas cajas semi transparentes, algunos recipientes de vidrio con tapas herméticas, y un par de pequeñas urnas de greda.
María había cumplido once años hace tres meses atrás, veintidós de abril; tal como su padre, la joven estudiante era poseedora de una piel ligeramente morena y de una hermosa cabellera negra, de la que cada largo cabello poseía la resistencia de un alambre de cobre, pero la suavidad y delicadeza del plumaje de la más bella de las lechuzas.
–Buenas tardes, querida niña. –Al sentarse Maria a la mesa de la cocina, una mano de dedos delgados y blanquecinos se posó sobre su cabeza, acariciando su cabellera unos segundos antes de volver a levantarse; un hombre joven con el rostro perfectamente afeitado y unos ojos verdosos y brillantes como el magnífico pelaje del Camahueto.
Contrastaba enormemente con los ojos oscuros del Magi, quien además poseía un frondoso bigote negro de puntas afiladas como punzones.
–Buenas tardes, Quimey, ¿Qué preparaste? –Giorgio se sintió curioso al oír a la niña, pues claramente el cuarto estaba imbuido en el aroma de comida marina.
–¿Hiciste pescado?, ohhh, te pasaste hueon, no comía uno hace mucho, ¿es sierra?
–Oh, Calcu, tienes una buena nariz, preparé Cancato, está listo para salir del horno, y tranquilo, no le he puesto la sal. –Antilef rio sin abrir los labios y comenzó poner la mesa.
–Ahh, hoy será una noche movida, gracias por la once, Wekufe.
–Siempre feliz de ayudar, aunque luego tenemos que hablar.
El Magi atendió el horno, dejando que el calor del aparato le rodeara el rostro, el olor de la carne dorada parecía darle la paz.
–¿Has puesto tus ojos sobre otro débil de espíritu?
–Y tú lo cobrarás para mí, Brujo.
El notario se levantó haciendo crujir su espalda, su elevada figura se alzó como la luna que florece tras la huida del sol, y sus manos marcadas sirvieron cada uno de los tres platos con el pescado asado, cubierto de queso y tomate.
Tras esto, sus dedos rozaron las marcas que portaba al cuello.
–Un mes entero sin haber tomado un alma... veamos si es que este hombre tiene una pizca de bondad que le salve.
Como era de esperarse, en el preludio de una tormenta no hubo más que atentos oídos y extensas voces, astros inalterados en los cielos y la danza de la hierba al ser atravesada por los vientos viajeros, siendo estos caminantes de sendas tanto terrenales como espirituales, más allá del entendimiento de las estrellas, las que solo les observan serpentear en su libre trayecto, sin obstáculo que les detuviera ni oscuridad que les cegase.
Ya debían ser las doce y media de la noche, y entre las extensas calles del puerto ya solo mandaban las luces destellantes y purpurinas de los bares, verdaderas odas a los tragos peruanos y a las discos clausuradas que abrían al día siguiente. A lo que daban las veredas y sin mucha prisa, un par cualquiera se daba un paseo nocturno bajo las luminarias del anfiteatro del Pacifico; en este trayecto sin destino ambos habían mantenido una prolongada charla que les llevó desde los cerros hasta el área comercial, posiblemente sin que estos mismos notaran el calibre del viaje. Más aun así, la mujer continuó comentando:
–No pensé que este momento pudiera irse al carajo tan repentinamente, milord...
–Tenga mis más profundas disculpas, miladi, pero en mi posición actual, es mi deber informarle de todo lo que nos sea crucial para mantener su supervivencia...
Aquel hombre alto como una vigilante estatua se vio interrumpido por un suave codazo por parte de su acompañante.
–¡Oh, milord! No debe disculparse, es el hecho lo que me desanima, ni en lo más mínimo sus palabras. –Aquella dama de gruesos cabellos negros y un único cristal en el marco pareció cambiar de aire, pareciendo menos emocionada que antes, posiblemente rechazando su alegría con lo que por toda su vida había considerado la realidad.
–Milord, comprendo claramente lo que es la situación que tenemos delante, uno de mis maestros me lo explicó una vez, aunque... bueno, no sé si podría llamarle maestro, pero fue un hombre que me dio conocimientos sobre la magia, y me contó una vez sobre esta materia en particular...
–¿Un Magi? –Preguntó con una curiosidad pura.
–Digamos que es complicado, pero si vamos al grano: Sé que existe una reliquia que está en la cima de todas, entre la totalidad de los artefactos que han sido tocados por la magia, se le conoce como la copa de la que bebió el hijo de Dios en su último banquete, el Santo Grial; este no existe en nuestro plano, sino que habita dentro de su propia realidad y se manifiesta cada cierto tiempo en este mundo, la copa es omnipotente y posee el poder para cambiar la realidad a su voluntad, mas no desata su poder por cuenta propia, sino que lo entrega a las manos de un elegido, tomando la forma de un deseo que cumple a voluntad los anhelos del de este elegido, así, el Grial suele ser invocado cada muchos años pasan por Magi que desean obtener su poder... –Dada la luz roja del semáforo, el brazo de lord Alexander detuvo gentilmente la marcha de la dama, quien volviendo a enfocarse en su caminar le sonrió con silenciosa aprobación.
–Ahora es cuando nosotros entramos en escena, miladi.
–Para limitar los daños de una guerra y las repercusiones que puede causar el uso de la magia en ella, así como para discernir entre los realmente capaces de usar el Grial, este mismo elige a los Magi dignos de su poder y les permite invocar Sirvientes, estos son familiares de enorme poder, la materialización de los espíritus heroicos reconocidos por la historia universal, figuras históricas, personificaciones de leyendas y héroes sin rostro que habitan en el subconsciente de la humanidad como fieles heraldos de la memoria del mundo. Estos son las armas más poderosas de la magia, y quienes acuden a la invocación de un Magi para luchar junto a este y obtener juntos sus deseos del Grial.
–En una Guerra Grial, Maestros y Sirvientes irán juntos a la batalla, y juntos lucharan entre sí para darse muerte hasta que solo un equipo quede en pie, solo esta pareja podrá presenciar al Santo Grial ante sus ojos y reclamar la realización de sus deseos.
Laila tomó un respiro profundo, quizás tan profundo como el sueño en el que creyó estar sumida dos horas atrás, profanando el salón de los recuerdos de un puerto histórico, acechado tantas veces por batallas y erigido firme hace casi quinientos años. Una apasionada erudita de aquellos que dominaron los mares y campos de batalla con una exquisitez de movimientos, maestros de la táctica y bravos héroes capaces de haber apostado todo ante las armadas de los cielos y haber salido victoriosos como perfectos paladines. En aquel momento no buscaba lograr un milagro, por el contrario, se repudió a si misma por instantes al haber desvalijado de su memoria histórica a un triste edificio en la cima de una colina sin flores ni visitas, pero ahora veía ante sus ojos a aquel hombre, podía oír sus pasos y sentirle a su lado, quizás uno de los héroes que más había admirado en su vida, ahora estaba junto a ella.
–¿Le preocupa la batalla, miladi?
Comments (0)
See all