Una mirada cómplice fue lo que dio comienzo a todo. Sus ojos se cruzaron por primera vez en su lugar de trabajo. Durante las primeras semanas después de ser contratada apenas se dijeron alguna palabra más allá de los tímidos saludos pero sus miradas se cruzaban constantemente. Primero ella se dio cuenta de que él la miraba por momentos, con discreción y elegancia. En lugar de rechazarle, decidió seguirle el juego. Poco a poco se convirtió en una costumbre. Cuando uno de los dos llegaba, se saludaban con una profunda mirada que contenía mucho más significado que mil palabras. Y el acto silente continuaba a lo largo de la jornada incontables veces. Hasta el punto de que cualquiera de los dos se sentía culpable cuando se daba cuenta de que el otro le estaba mirando y no le había correspondido a tiempo. Por lo general tenían horarios diferentes y casi nunca coincidían a salir juntos del trabajo pero un día se quedaron a cerrar el local. Las palabras seguían sin lograr salir pero ya no hacían falta pues con los ojos se lo decían todo. Se miraron mientras recogían, y limpiaban, se miraron cuando cerraron las puertas, se miraban mientras salían pero ya no tuvieron que mirarse cuando, una vez en la calle, se besaron y se fueron juntos a casa.
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