En la rama de un árbol se posó la solemne figura de alas negras y pico oscuro como el carbón.
Observaba la mansión desde lo lejos, con la mirada fija en la ventana, preparado para la señal de que empezaba la función.
Repasó los movimientos del hombre, tal y como siempre los había expresado, vigilando cada gesto, cada caminar, cada tropezón.
Leía su mente con sus poderes de pájaro, sabía qué iba a hacer, cómo y cuándo en todo momento, sin dilación.
Era consciente de su sufrimiento, de su dolor, de sus sentimientos enterrados y su mortificación.
Pero no era su cometido sentirse identificado, ni derramar lágrimas, ni mostrarle compasión.
Tan solo debía vigilar cuándo se abriría la ventana, la que sería su señal de entrada y así unirse a la representación.
En ese momento abriría las alas, volaría y descendería hasta colarse en el interior de la mansión.
En lo alto de un busto se posaría y miraría hacia su víctima sin compasión.
Asustaría al hombre, quien consternado, preguntaría a qué se debía tal intrusión.
Pero el pájaro, el cuervo negro, con un “nunca más” zanjaría la cuestión.
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