Mis ojos se abrieron, escrutando rápidamente la oscuridad, mientras mis pulmones se expandían repetidamente, inundándose de oxígeno, provocando que la cabeza me diera vueltas, producto de la hiperventilación. Mis brazos se extendieron hacia arriba, buscando liberarme de la prisión en la que me hallaba cautiva, sin embargo, al chocar con fuerza contra una superficie de metal, que al hacer colisión contra mis nudillos resonó, volví a mi posición original, quedándome quieta, expectante, tratando de procesar qué demonios hacía yo ahí y por qué no recordaba absolutamente nada.
Mis pupilas se movieron, examinando mi alrededor. Podía observar que aquello estaba completamente cerrado, sin embargo, de alguna manera podía ver. No es que pudiera realmente observar aquello que me rodeaba, o siquiera a mí misma, pero de alguna manera, entre toda aquella negrura, podía adivinar mi figura, desnuda, yaciendo sobre aquel cubo metálico y frío. Pero, como siempre había dicho, un problema a la vez. ¿Qué es lo que estaba haciendo yo ahí? Conforme comenzaba a concentrarme, los recuerdos empezaron a venir a mi mente, claros y pulcros.
Recordaba haber viajado con una de mis amigas, Caroline; sí, esa chica algo más bajita que yo, de cabello corto y rubio como el sol; hasta el otro lado del mundo (después de todo, Polonia no está precisamente cerca de América). ¿Para qué habíamos tomado nuestras maletas, llenado de lo primero que habíamos encontrado entre nuestros armarios y abandonado nuestras casas? ¡Sí! Entre una de sus tantas locuras, Caroline se había ganado un boleto doble para el dichoso festival “hippie”, como ella le decía. En realidad, tal festival estaba dedicado al rock y era uno de los más famosos del mundo, aunque, para ser sincera, jamás alcancé la meta de aprender su nombre, quizá porque asistí solamente una vez. Muy temprano por la mañana abordamos nuestro avión y yo, aunque usualmente indiferente, estaba emocionada, porque cuando una carece de dinero, hasta ir a la fiesta del año organizada por el instituto, te parece lo más grandioso del mundo, ya ni que decir de viajar hasta Europa para un festival. Nuestro hotel, el primero, resultó todo lo que un hotel lujoso puede ser, con amplios pasillos, gimnasio, piscina, servicio a la habitación, etc. Sin embargo, este era el único hospedaje que el premio incluía y estaba bastante lejos de la localidad donde el evento se llevaría a cabo. Por esta razón nos vimos obligadas a subirnos a un taxi, al día siguiente, que nos llevó al pueblo más cercano, donde cálidamente nos recibió una viejecita, que, al fin acostumbrada a los turistas, hablaba un inglés excelente, lo que para nosotras era más que suficiente, aún sin ser el inglés nuestro primer idioma (ventajas de haber crecido del otro lado). El hostal también cumplía las expectativas, pero he de decir que, a mi gusto, prefería esto al hotel de antes, con una amabilidad empalagosa y un trato pomposo. Esto era más bien sencillo, pulcro en la manera en la que lo natural puede ser. Era más yo. Como sea, el dónde dormir no fue un problema.
Cuando amaneció, ambas, y con un jet-lag para morirnos, nos levantamos en más bien un estado zombi, que, así como se presentó se fue, gracias al glorioso café negro, al cual los americanos estamos totalmente viciados. Con las mochilas llenas de agua, comida, alcohol y algunos utensilios de higiene personal, además de un pequeño botiquín de primeros auxilios y, en mi caso, mi eternamente fiel navaja en mi bolsillo, nos encaminamos hacia el lugar y, juro por Dionisio, que aquello fue la cosa más enervante que yo había experimentado. Claro, no logramos acercarnos al escenario ni por asomo, pero no fue necesario, porque la música lograba aturdirnos los oídos perfectamente a la distancia a la que encontramos un pequeño lugar para descansar, dejar las cosas y simplemente movernos al ritmo, sacudiendo la cabeza y cantando las letras. Fue maravilloso.
Pero las cosas buenas no duran para siempre, es algo que la vida me ha enseñado, y aquello no fue la excepción. Cuando el día acabó y el complejo comenzó a vaciarse, insistí a que nos quedáramos otro rato, sólo para curiosear por las tiendas y el lugar en general. Lo hicimos y cuando salimos era ya bien entrada la noche y debíamos llegar pronto al hostal si queríamos volver para el siguiente día a la misma noche. Tal fue nuestra suerte que, en lugar de caminar hacia la carretera, donde pediríamos un taxi, o, en su defecto, subiríamos a uno de los buses especiales del evento, que hacían camino hasta el pueblo, seguimos una serie de farolillos demasiado distanciados uno de los otros como para ser el camino, aunque al momento no nos percatamos de ello, producto del ligero estado de ebriedad que llevábamos encima. Al final de éstos, llegamos a un claro reducido, donde, si alzábamos la barbilla, podíamos observar las estrellas titilando en el mar de negrura. Delante de nosotros se abría paso un río que a esa hora parecía el cauce mismo de la oscuridad, porque, de haber estado un poco más ebrias, jamás nos habríamos percatado de su sonido o de la forma en la que reflejaba los luceros del cielo. Pero la hermosura del lugar y los sentimientos que provocó en nosotras no permanecieron mucho tiempo. Cuando nos dimos vuelta para desandar el camino, lo vimos.
Era un hombre, pero aquello era una presunción muy jugosa. Aquello había sido un hombre, o, si lo era, debía haber estado perdido desde hacía años. La cosa nos miró con una sonrisa, que más que serlo, lucía como una mueca desquiciada, pero por un demonio, ¡todo él representaba la locura encarnada! Era delgado, extremadamente delgado, podíamos reconocer sus costillas bajo la piel, pálida y un tanto amarillenta, de aspecto reseco y malsano. No estaba vestido más que por un remanso de tela en la zona pélvica. Cruzaba las manos sobre el pecho, con las manos torcidas por debajo hacia los codos, dando la efímera apariencia de Nosferatu, con sus dedos largos y cadavéricos. Sus piernas también se encontraban a la altura de las rodillas, ocasionando que su postura se encorvara ligeramente y sus pies se separaran de forma poco natural. Pero eso no era lo extraño, no. Su rostro, por dios, su rostro. Tenía una sonrisa de Joker que hubiera asustado hasta al más valiente. Sus ojos estaban salidos gracias a la falta de carne en sus cuencas y estaban inyectados en rojo, con una mirada totalmente perdida en nosotras. Podíamos incluso ver sus fosas nasales aspirando el aire, olfateándonos.
– ¿Se encuentra bien, señor? ¿Necesita ayuda? – Se aventuró Caroline y yo, con un impresionante sentido de supervivencia, la así por el hombro, tratando de gritarle que corriera.
Pero ay, ella siempre fue muy caritativa, cosa que siempre odié, y se sacudió mi mano, murmurando un – Puede necesitar ayuda – para encaminarse hacia él, con paso lento, pero seguro, tragándose el miedo… Ni siquiera llegó hasta él, porque en cuanto estuvo al alcance de su mano, aquella cosa la tomó por el cuello y lo último que pudo hacer ella, fue soltar un pequeño jadeo de sorpresa, antes de que el ser le estampara la calavera contra el árbol más cercano, haciendo papilla su cerebro y dejando una horrible y enorme salpicadura carmín en la corteza. Así, en medio segundo, mi amiga ya no estaba. Caroline estaba muerta y sus lindos mechones rubios, ahora estaban pringados con su sangre, espesa y caliente, que poco a poco se coagulaba y se apelmazaba entre sus cabellos.
Con ojos llorosos y ya jadeando del puro terror, retrocedí un par de pasos, sin dejar de mirar a aquel monstruo, que, debajo de su mueca, parecía estar riendo de veras. Por un momento pensé que podría correr, después de todo debía haber esperado a que Caroline se acercara para poder matarla y seguramente no podría perseguirme, el estado de sus piernas totalmente torcidas lo evidenciaba. Pero entonces, justo antes de girarme y correr, la cosa hizo algo que no esperaba. Con una rapidez impresionante, comenzó a caminar hacia mí, pero caminar no es lo que hacía, y tampoco puedo afirmar que corría, porque no lo hacía, no. Aquel individuo caminaba muy rápido y seguramente lo hacía lento debido a sus piernas atrofiadas. Para todo el que lo viera, eso debería haber activado una referencia en sus cabezas: el hombre pálido caminaba como Charles Chaplin, sí, si éste hubiese tenido un accidente en el que sus rodillas se hallasen de pronto encontradas. Explicar lo que su manera de caminar me provocó es inútil, pero basta decir que haberme encontrado cara a cara con un león hambriento habría sido menos aterrorizante. Como Caroline, sólo pude proferir un jadeo primario de sorpresa y terror, antes de tratar de alejarme de él, cosa que me envió al suelo, del que traté de levantarme de inmediato, pero para cuando planté la mano en la tierra húmeda, él ya estaba sobre mí y yo estaba gritando por ayuda.
El monstruo me miró, abriendo más los ojos si era posible y acto seguido se inclinó hacia mi cuello, y entonces… dolor. Un dolor desgarrador y punzante que me desarmó del poco coraje que tenía y me convirtió en el cervatillo que ha caído en las fauces del depredador y chilla, llamando a su madre en vano. Gritando a pleno pulmón, alcé los brazos para intentar alejarlo, mientras mis lágrimas se me escurrían por las mejillas. Podía sentir toda su dentadura enterrarse en mi piel, en un mordisco brutal y sanguinario, que tuvo a mi líquido vital esparciéndose por la tierra y el pasto bajo nosotros. A comparación, la mordida que uno le da a una hamburguesa cuando tiene hambre, era nada. Escuché a mis músculos desgarrarse, y al hueso de mi clavícula crujir. También podía oír los sonidos guturales que provenían de su garganta, al hundir por completo los dientes, y percibí el inequívoco sonido característico de tragar líquido. El muy maldito se estaba bebiendo mi sangre y no, yo no podía morir así, de esa forma tan estúpida y que nadie creería. El bastardo se había metido con la persona equivocada. Con dedos temblorosos alcancé mi bolsillo y saqué la hoja que muchas veces me había salvado de un apuro. Él, sintiendo mi movimiento, se sentó, revelando una barbilla cubierta de sangre que le escurría hasta el pecho. Ya no tenía esa sonrisa socarrona y lunática, y sus ojos parecían más enfocados en lo que sucedía. En general, ya no parecía tanto una calavera psicópata.
– T-trágate esto, imbécil – logré articular, entre el burbujeo que mi propio líquido vital me producía mientras lo regurgitaba, cual gárgara al lavarme los dientes, y, luchando contra la inconsciencia que ya amenazaba con tomarme entre sus brazos, sostuve la daga con toda la fuerza de la que era capaz, y de un tajo le rebané la garganta.
El ser, impresionado, emitió un agudo chillido, como el de una rata, y trató de cubrirse la herida abierta, que rezumaba sangre, misma que, al tener todavía la boca abierta, ya más bien de la incapacidad de moverme, cayó dentro de esta y, como una débil lucha por vivir, me obligué a tragar a cántaros, mientras el resto se esparcía por el pecho de él y me salpicaba ligeramente el rostro. Y, entre la visión borrosa que comenzaba a hacerse presente, divisé a la cosa erguirse por completo, cubriéndose el cuello y chillando repetidamente, mientras se tambaleaba de un lado a otro, pasando de mi campo de vista pronto, evidenciando su desaparición cuando, bajo unos botones anti sonido invisibles, escuché el chapoteo violento del agua. Aquella cosa que había matado a Caroline y también a mí, por mucho que aún imaginaba que sobreviviría, se había caído al maldito río. Si moría estaría feliz, al menos me había llevado al hijo de puta conmigo.
Mientras mi visión comenzaba a volverse más y más un pequeño círculo al centro de toda la oscuridad, reflexioné el por qué me había dado tanto miedo aquella cosa, aún antes de verlo bien, por qué había instalado en mí un terror primario, más primario que estar cara a cara con un depredador, a pesar de que el ser humano generalmente no tiene depredadores. No había sido su cuerpo maltrecho, no había sido su rostro enloquecido. Cuando finalmente mis orbes no alcanzaban a ver nada que no fuera negrura, me di cuenta de que había sido por una sola cosa: lo desconocido. ¿La razón? Aquel hombre no respiraba.
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