Suspiré, así que esos eran los hechos que habían derivado en aquel momento. Ahora estaba encerrada en aquella caja, que ahora era obvio que era un cajón de morgue. Pensé en mi familia. No sabía cuánto tiempo había pasado desde el ataque, pero podía atreverme a adivinar que no superaba las 12 horas, y, por ende, mi familia aún pensaba que me estaba divirtiendo en el segundo día del festival y en su lugar, estaba tirada, muerta, en un hospital de Polonia. Genial. ¿Qué le diría a mi familia? “¡Oye, cometí un error, fui atacada por The Rake y ahora estoy muerta, ¡sorpresa!”.
Entre toda esa oscuridad, solté una risilla, el mero pensamiento era estúpido. No puedes decirle a tu familia que has muerto cuando, bueno, estás muerto… Y, sin embargo, ¿qué hacía despierta entonces? Volví a analizar mi alrededor. Ahora podía ver claramente las esquinas de la caja y mi propio cuerpo, expuesto al frío. Estiré mis manos, esta vez hacía mis piernas, observando mis dedos y cómo parecían estar claramente en contraste contra lo oscuro de dentro, aunque no había luz alguna. Inhalé profundo. Mi pecho subió, y conforme me veía a mí misma respirar, lo que debía ser lo más banal del mundo, igual que pestañear o el latir del corazón, comencé a sentirse ansiosa. Había algo que no estaba bien conmigo, es decir, a parte del hecho de que estaba consciente cuando realmente no debería estarlo. ¿Eso pasaba? En algún lugar de mi mente, recordaba haber leído que el cerebro era lo último en morir y la teoría de que los muertos aún conservaban algo de su memoria era cada vez más aceptada. Supuse que eso es lo que me sucedía. Estaba muerta, mi cerebro no y conforme transcurriera el tiempo me iría simplemente apagando, y entonces habría desaparecido para siempre. ¿Y qué se suponía que debía hacer mientras? ¿Contar ovejas? Suponía que debía esperar a que la muerte llegada, y tras lo que pareció una hora, me rendí.
Suspiré de nuevo, convencida de que el movimiento de mi pecho era parte de mi imaginación, razón por la que sentía que algo no estaba bien y me encontré a mí misma arrugando la nariz. Olía a podredumbre, pero no como la rata muerta que encuentras en la alcantarilla, que apesta y te obliga a cubrirte la nariz, no. Era un aroma sutil, más como a lo que la misma Muerte debía oler. Era una esencia que debía helarle la sangre a los vivos, por su propia marca discreta, igual que un mensaje subliminal. Para mí, era sólo el propio olor de mi cuerpo, que aún no comenzaba a descomponerse, pero lleno de inactividad de todas maneras. Sin embargo, me parecía reconocer que la fetidez provenía de las mismas paredes, de a través de ellas, no de mi propio ser. Olfateé más fuerte, comprobando que, de hecho, mi suposición era correcta. Las paredes hedían a muerte, pero no por sí mismas, ya que olían simplemente a metal frío. La hediondez provenía de fuera, de mis compañeros cadáveres de estantería, todos en diferente estado de “ligera putrefacción”, como decidí decirle, como me permitía adivinar mi ahora agudo sentido del olfato.
Arrugué el ceño, no era lo único que podía sentir, de hecho, todos mis sentidos parecían estar no solo en perfectas condiciones, sino más allá de las capacidades humanas. Podía reconocer los olores de la estantería en la que yacía, negativos y hediondos. Podía decir ahora que había entrado una persona viva, hacía un rato y, por dios, podía saber lo que había comido no mucho antes (una banderilla con papas y una gaseosa). En cuanto al gusto, aún podía saborear la sangre del bastardo, mezclada con la mía propia, en una fiesta de sabores que involucraban el gusto del hierro, algo dulzón y el alcohol que había bebido antes de morir. Debía ser un gusto que me provocara náuseas, pero lo encontraba bastante atractivo, por alguna razón. Mi piel, por otra parte, sentía las cosas de una manera que podía considerar distinta. Sentía frío, demonios, la gaveta estaba helada, pero, analizándolo, realmente no tenía frío. Era como, en palabras simples, abrir el congelador de la nevera y meter la mano por un segundo. La temperatura no me afectaba. Mi piel se mantenía normal y mis pezones no estaban erizados. Para finalizar, mi sentido de la vista, que era lo primero que había podido notar que había cambiado. No había luz dentro y sin embargo podía verme con claridad a mí misma, al aluminio que me rodeaba y… si me concentraba justo al frente, podía ver mis ojos…
Comenzando a hiperventilar de nuevo, me di cuenta, lenta y dolorosamente, como aquel sueño vívido en el que ganas la lotería, y al despertar, te deprimes. No. Yo no estaba muerta… y sí. Aquella sensación de rareza, provenía de que mi pecho se movía al ritmo que yo quería y no por sí mismo. ¡Había comenzado a respirar solamente cuando me había percatado de que no lo hacía! Mi jadeo al despertar había sido puramente instintivo, y al ensimismarme en mis recuerdos, había dejado de respirar. Como aquel hombre pálido, cuyo pecho no se había movido sino para olernos, ya no tenía la necesidad de respirar. Nada me motivaba a ello. No sentía el impulso primario de respirar. Nada. Inhalé todo lo que pude y dejé de respirar, esperando sentir la típica sensación de desespero, pero nada. Diez segundos, treinta, un minuto, dos, diez. Nada. Volví a inhalar solo por el hecho de sentir hacerlo.
Mi olfato, mi gusto, mi tacto, mi vista. ¡¿Por qué demonios no me había dado cuenta antes?! Me consideraba una persona culta y de gustos raros. Sino por cultura, por hobbie me había enfrascado en todo tipo de relatos que involucraban a las criaturas de la noche, seres hermosos de ojos brillantes, de naturaleza seductiva y letales. Podía mencionar a más de diez autores que habían escrito sobre el asunto. ¿Por qué no me había dado cuenta antes, a pesar de ser totalmente obvio? Podía culpar a mi naturaleza crítica. Como ser razonable, me gustaba fantasear con dichas creaturas, pero jamás se me había cruzado por la cabeza la mínima idea de que pudiesen ser reales. Nunca… Pero ¡¿qué de hermosa o seductora tenía yo?! Era bonita, o al menos creía serlo, con mi estatura un poco más alta del promedio femenino, curvas aceptables, cabello ondulado a media cintura y oscuro como la noche. Pero de haberme dicho que me convertiría en lo que ahora era, habría hecho dieta y ejercicio para bajar los casi ocho kilos de sobrepeso que tenía. En su lugar, ahora tendría que cargar con la panza que sobresalía de mi pelvis, con la celulitis de mis muslos y mi ligera desviación en la columna, por mencionar algunos defectos.
Ya me había cansado de suspirar tanto, por lo que me retracte de hacerlo una vez más, y en su lugar mire mis ojos reflejados en la superficie, que una vez habían sido azules y ahora brillaban en un tono violeta.
– Genial Lucille, de todas las cosas geniales que podrían haberte sucedido en este viaje, tenías que convertirte en un jodido vampiro.
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