¿Ahora qué se suponía que debía hacer? ¿Debía salir del cajón, saludar a la mujer de dentro, que ahora se encontraba leyendo una revista, por lo que podía escuchar? Eso seguramente mataría a la mujer de un susto, y mientras no necesitara comer, no encontraba necesario hacerlo, y tampoco estaba por la labor de reflexionar el problema moral que debía ser matar a alguien.
Tamborileando con los dedos sobre mi vientre, comencé a esperar a que la mujer se fuera, para poder salir y, qué sabía yo, cubrirme con lo primero que viera. El qué haría después lo resolvería estando ya afuera. Sin embargo, antes de poder siquiera comenzar a pensar en qué haría al salir, escuché el celular de la mujer vibrar, y acto seguido, ella se levantó y vino hasta a mí. Apenas recordé cerrar los ojos, antes de escuchar un crujido metálico y el chirrido de la plancha al extenderse. Sentí su mirada examinarme, incomodándome hasta el punto de casi abrir los ojos, y decirle que por favor dejara de mirarme. No tuve que hacerlo, porque comenzó a teclear sobre la pantalla de su teléfono, y al fin la oportunidad que había estado esperando por fin se presentó. La mujer bostezó y se encaminó hacia la puerta, saliendo ruidosamente.
En cuanto me aseguré que no volvería a entrar a los pocos segundos, me senté sobre la plancha, tan rápido que debía haberme mareado de haber estado viva. Miré a mi alrededor. Mi poco conocimiento sobre los hospitales, me decía que detrás de la puerta al fondo de la habitación, debía estar un estante con toda la ropa de los cadáveres que se examinaban. Con suerte el estante no tendría llave, ya que usualmente no estaba solo mi ropa, sino también todo lo que llevaba encima, mi celular, las llaves de la habitación del hostal (la señora iba a enfadarse), mi preciosa navaja (si no es que la policía se la había llevado como prueba) y… A mi mente llegó un pensamiento. Si yo estaba ahí, eso significaba que Caroline también estaba ahí, pudriéndose lentamente. Olfateé el aire, buscando su perfume de fresa, tan dulzón que siempre me había asqueado, pero no, en toda esa habitación, e incluso por el pasillo y alrededores, no había rastro del perfume de Caroline. Eso despertó una alarma en mi cabeza. Ambas habíamos muerto en el mismo lugar, ¿por qué no estaba ahí conmigo?
Un ruido en el elevador del pasillo me hizo volver a la realidad, dándome cuenta que estaba de pie, en medio de la sala, desnuda. Puse un pie delante del otro, y en dos segundos ya estaba frente a la puerta del almacén, mirando mi expresión sorprendida, que se reflejaba en el cristal. Era bueno saber qué tan rápida podía ser, si me lo proponía. Tomé la manija y me dispuse a abrir la puerta, sin embargo, mi reflejo me hizo detenerme a observarme con atención, admirando mi nuevo yo, que no había sido capaz de analizar cuando estaba dentro del gabinete. Ahora era pálida, bastante más que mi antigua yo, pero no era algo anti natural, como aquel quien me había convertido por accidente. Mi cabello era de un negro total, contrastando con mi piel de una manera que solo podía calificar como armónica. En cuanto a mis ojos, era bueno saber que no brillaban a todas horas, sino sólo en la oscuridad total. Ahora solamente eran dos geodas violetas. Mis rasgos eran un poco más marcados, mis labios estaban más rojos y, a pesar de que mis ojeras, producto de mis continuas noches de insomnio, seguían ahí, me hacían ver atractiva. Pues sí que era hermosa, sí. Al menos no sería una desgracia para la especie… ¿Habría más? Negué. Claro que había más, o debería. El tipo pálido y yo, no podíamos ser los únicos.
Dejando mis pensamientos para otro momento, abrí la puerta y busqué mi olor, encontrándolo en el tercer cajón de un mueble de madera, donde también pude reconocer otro olor que me hizo fruncir el ceño. Olía a tierra y a polvo, también a algo viejo, como la fragancia que te llega al entrar a un lugar que no ha sido abierto desde hace mucho tiempo. También, en el asa del cajón donde debía estar mi ropa, podía ver huellas negruzcas, manchadas con tierra. Los vivos no podrían haberlas visto sino con la ayuda de una lámpara de luz ultravioleta, pero a mis ojos, la marca estaba clara, como si fuese pintura. Alguien, que había estado previamente en ese bosque conmigo, había entrado al hospital, a la morgue, y había rebuscado entre mis cosas. Rápidamente tomé el asa y tiré de ella, tratando de controlarme y hacerlo muy despacio para no arrancar por completo el cajón. El seguro estaba maltrecho por dentro, lo que me confirmaba que alguien ajeno al hospital había tocado mis pertenencias. De dentro saqué una bolsa en la que no podía reconocer más allá de mi navaja y mi celular, los que estaban a su vez metidos en otras bolsas pequeñas, que parecían haberse sacado del conjunto de pruebas que se habían recolectado en la escena del crimen. Quien quiera que hubiera estado en ese bosque conmigo, había ido a la comisaría primero para recoger mi teléfono y mi navaja, trayéndolos aquí después, pero, ¿para qué? ¿Con qué propósito? Suponía que debía ser el hombre pálido, que no deseaba dejar pistas, aunque no tenía mucho sentido. Si los humanos no sabíamos de la existencia de los vampiros, tampoco debían tener depredadores o cazadores. Al menos era lo que sabía.
Negué, no tenía tiempo de analizar quién había traído mis cosas, y, al parecer, se había llevado también mi ropa, dejándome sin nada qué ponerme. Comencé a abrir las demás gavetas sin mucho cuidado y con suma facilidad, como si no estuvieran cerradas con llave como se encontraban. Arruiné casi todos los seguros, pero ¿ya qué importaba? No es como si los muertos fueran a reclamarme. Al fin, al llegar al último, encontré algo que seguramente podría quedarme: un vestido de corte sencillo y sin mangas, de un color lila muy claro, con pequeñas flores minimalistas, de un morado más fuerte. No era algo que yo usaría usualmente, ni siquiera para la playa, era demasiado femenino, pero serviría, no tenía permitido ponerme caprichosa con la ropa. Al pasármelo por el cuello, pude oler fármaco en él, era algo que ya conocía, por supuesto, pero que jamás había probado, polvo de ángel le decían los más elegantes. Esa chica había muerto por sobredosis, me preguntaba si esa substancia afectaría el sabor de su sangre, o provocaría un efecto similar en nosotros…
Al pensar en ello, fui consciente de mi propia hambre, o sed, para ser precisa. La sensación era similar a la sed humana, pero de alguna manera era diferente. Podía sentir como, al fijar mi pensamiento en la sangre, mis labios comenzaban a secarse, y mi garganta empezaba a exigirme líquido, aunque no precisamente agua. Regresé a la puerta, y un reflejo rojo me regresó la mirada a través del cristal. Con una expresión estupefacta, observé que mis ojos de nuevo habían cambiado de color y ahora estaban poniéndose rojos. Violeta brillante en la oscuridad, violeta opaco estando normal, y rojos para cuando tenía hambre, ¿qué seguía? ¿negros por completo al haber comido? Bufé, seguramente esto último también fuese real, pero tendría que averiguarlo, y pronto. Por mucho que hubiera querido retrasar el momento, la hora de comer había llegado.
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