Caminé hasta la puerta doble, concentrándome en mi audición, verificando que no hubiera nadie cerca. Éste me decía que había gente en la sala contigua, tres personas, entre ellas la chica que había estado conmigo hacía un rato. Sin hacer ruido, abrí las puertas y pise descalza el pasillo. Del lado izquierdo podía ver una puerta más, y por el derecho sólo se abría paso el elevador. No podía dejar que me vieran, si no les parecía rara mi apariencia y el hecho de que no llevaba zapatos, sí el hecho de que llevara una bolsa de plástico con una navaja y poco más, y, sobre todo, que mis ojos brillaran como dos rubíes. Necesitaba comer, para poder largarme del hospital.
Comencé a dirigirme con paso seguro hacia el elevador, pinché el botón de subida y miré la pantalla cambiar de números lentamente, mientras la máquina hacía su camino hacia abajo. Tenía que encontrar el depósito de sangre del hospital, porque definitivamente no mataría a nadie, es más, ¡ni siquiera sabía cómo hacerlo! Tenía la teoría, por supuesto, debía abrirle alguna vena a alguien, y en las historias, aquello parecía lo más fácil del mundo: Un mordisquito y ya se habían desmayado. Estaba segura de que aquello debía ser algo complicado. Uno no podía colgarse del cuello de las personas nada más porque sí, y esperar que éstas no pelearan por su vida, añadiendo que, al someterlas, debíamos procurar no matarlas, porque los vampiros no deben de muertos, o al menos eso es lo que todos decían. Un tintineo me devolvió en sí, y las puertas del elevador se abrieron frente a mí, permitiendo mi entrada. Me volví hacia las puertas, esperando ver por última vez el pasillo solitario, que conducía a mi último lugar de reposo, pero en su lugar, vi por primera vez a aquella mujer que debía examinar mi cuerpo, de pie ahí, pálida como la cera, amarillenta incluso, con una expresión de lívido terror, asiéndose a la pluma en su puño como si de ello dependiera su vida. Mis ojos se abrieron por la sorpresa de haberme hallado pillada, y antes de que las puertas se cerraran, reflexioné que no debía ensimismarme tanto en mis pensamientos, si aún no podía escuchar y pensar al mismo tiempo. Cuando el aparato finalmente decidió quitarme de la vista de esa pobre mujer, escuché su grito desgarrador, pudiendo reconocer aquel miedo primario que yo había sentido con el que me había convertido. Ella no dejó de gritar, y aún a dos pisos de distancia, pude seguir escuchando sus gritos, y los de sus compañeros, que le preguntaban qué había visto, sorprendentemente en inglés, lo que me llevaba a pensar que era un hospital especial, cerca de la zona turística del festival, lo que me convenía, pero no tenía tiempo de pensar en ello. ¿Así me habría visto yo? No tuve tiempo de pensar más en ello, porque entonces las puertas se abrieron a otro pasillo, donde podía escuchar muchas más personas a mi alrededor, no muy lejos. Mi lógica me decía que aquel elevador sería sólo para personal autorizado y probablemente también todo el pasillo, por aquello de evitar personas curiosas.
Con paso rápido, salí de él y olfateé el aire, buscando el aroma metálico que tanto ansiaba. Arrugué la nariz, el ambiente hedía a enfermedad por todos lados, a alcohol y a fármacos, además de las propias esencias de toda la gente que trabajaba ahí, empeorada con los desodorantes y perfumes, mezclados a partes iguales con sudor oloroso, y algo más… algo que los humanos no podían oler, pero sí podían sentir: emociones. Así como había podido escuchar el miedo horrido en el grito de la mujer, también podía oler el cansancio de los doctores y enfermeros, así como la lejana tristeza de algunos pacientes. Era abrumador, casi al punto de hacerme desear no querer respirar, pero si deseaba comer, tenía que encontrar la habitación correcta primero, y eso suponía sortear personas y no dejar que me vieran. Así que exhalé y cerré los ojos, volviendo a inhalar, concentrándome en buscar la fragancia de la sangre, dejando que mi nuevo olfato hiciera el trabajo…
Súbitamente abrí los ojos, que ahora estaba segura de que brillaban. Había encontrado un trazo de esa fragancia, que parecía lo bastante puro como para ser sangre derramada de alguna operación, y, para mi suerte, la habitación no estaba tan lejos como había creído que se encontraría en un principio. Y ahora, ¿cómo hacer que los demás me ignoraran? No sería trabajo fácil. Detrás de mí, escuché el elevador moviéndose hacia abajo. No podía quedarme ahí y no tenía tiempo de facilitar las cosas, solamente iría al grano. Con el paso más lento del que fui capaz, comencé a dirigirme al lugar. Derecha, izquierda, derecho, derecha, derecha, izquierda, derecha, izquierda, mi olfato iba guiándome, haciendo que cada vez más se inundaran mis fosas nasales con el aroma del hierro. Una vuelta a la derecha más y habría llegado, y, hasta ese momento, sólo me había cruzado con cuatro personas, un doctor que iba tan distraído en los papeles que llevaba en las manos como para fijarse en mí, y tres enfermeras, que tenían mejores cosas que hacer, pero que estuve segura que habían volteado a verme, sin prestarme más atención, ya que llevaba la mirada clavada al suelo, después de todo, podía escuchar perfectamente por dónde se movían ellas, quitándome de encima la necesidad de verlas.
Cuando llegué a la puerta, solté un suspiro de satisfacción, porque no el pasillo estaba desierto, y porque finalmente podría comer, aunque me fastidiara el hecho de que aparentemente tendría alimentarme de inmediato, en cuanto la sed viniera, porque la sensación de sequedad en la garganta se había vuelto realmente molesta en el transcurso de diez minutos. También estaba irritada porque me estaba cansando, algo en mí me pedí dormir dentro de poco, y sólo podía suponer que el amanecer estaba cerca. ¿Me mataría el sol? No quería averiguarlo. Para mi suerte, la puerta estaba abierta, y una vez dentro, un escalofrío de placer me recorrió la espina dorsal, había llegado al establecimiento de tacos más próximo. Fije la mirada en las estanterías, que contenían bolsas llenas de líquido rojo, catalogadas por los diferentes tipos de sangre, y sorprendentemente cada tipo olía distinto. Genial, podría escoger la que mejor oliera. Paseé la vista por la habitación, luego, siendo un poco masoquista, esperando hasta el último momento. Había un lavabo a un lado, y bajo este un anaquel con productos de limpieza y bolsas de plástico. Genial al doble, podría llevarme sangre ahí, aunque no estaba segura de cómo la conservaría, sin la temperatura ideal a la que estaban guardada, la sangre se coagularía y se estropearía. Estaba pensando a futuro, primero debía asegurarme de que aquella sangre no me perjudicaba de ninguna manera.
Me acerqué despacio a las congeladoras, oliendo cada cristal, decantándome finalmente por la A-. Procuré no tocar las máquinas, no quería dejar mis huellas, al menos no en aquel lugar, porque seguramente ya había dejado más en otros lugares. Miré el mecanismo que tenían, que era completo y parecía precisar de una tarjeta. Suspiré, no tenía tiempo para buscar a alguien que tuviera dicho poder, así que cerré el puño, y con un solo movimiento, atravesé el vidrio, cerrando los ojos, esperando que, o bien alguna alarma se disparara, o quizá que sintiera dolor, pero al no oír ni sentí nada, los abrí de nuevo, examinando el gran boquete que había hecho, y a mi brazo, que apenas se había he¬rido con uno que otro rasguño superficial, los que ni siquiera llegaban a traspasar la epidermis. La puerta apenas si tenía cristal ahora, dejando expuestas todas aquellas bolsas, que me invitaban a romperlas y a beber de ellas.
Titubeando un poco, finalmente extendí la mano y tomé una de aquellas bolsas, acunándola contra mi pecho al acercarla, como si fuera lo más precioso, lo cual era de cierta manera en ese mismo momento. Miré la bolsa, contemplando si debía solamente morderla, mis colmillos no parecían haber cambiado y no los notaba más afilados, pero podría intentarlo, o simplemente podía tirar del pequeño del pequeño seguro transparente que llevaba en medio, sí. Sujeté la pequeña pieza entre el pulgar y el índice, y tiré con un poco de fuerza. La presión que ejercía contra la propia bolsa hizo que algo del líquido saltase del tubo y me manchara las manos, comenzando a gotear en el suelo.
– ¡Mierda, carajo! – Exclamé más por acto reflejo, que porque me importara en realidad.
Olfateé la entrada, y mis manos manchadas. Parecía oler bien, y yo siempre había sido una partidaria de que si algo se siente bien es correcto hacerlo, así que pegué los labios al tubito y chupé.
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