Rápidamente, observé mi entorno, buscando cámaras de seguridad, o algún guardia en el puesto de vigilancia que descansaba detrás de dichas puertas. Ninguno. Nada. Claro, no era nada curioso, y tampoco estaba fuera de lugar, tenía que sentido que no hubiera nadie vigilando la zona restringida a las 4 de la madrugada, si nadie ajeno al hospital se encontraba dentro. Con una excepción, obviamente.
Me adelanté para empujar la puerta con los nudillos, procurando dejar tan pocas huellas dactilares como fuera posible, sin embargo, antes de alcanzarlas me arrepentí, girando sobre mi misma, buscando con la mirada algún utensilio que me ayudara a cubrir mi identidad. Una cosa era pasearme por el hospital, sin hacer nada, obteniendo miradas incómodas de los doctores y enfermeras con los que me había topado, a medida que avanzaba, pero otra cosa muy diferente era entrar al archivo, que seguramente sí debía estar completamente vigilado, y robar mi expediente. ¿Qué es lo que le diría a la recepcionista? “Oye, sí, quiero retirar mi expediente, si es que lo tienen ya, porque estoy muerta, pero no, y temo que alguien se entere”. No parecía algo factible para decir. Entonces debía encontrar algo que me permitiera hacer y deshacer a mi antojo.
Con pasos rápidos me dirigí a la habitación más cercana, donde el aroma a enfermedad y a medicamentos me constipó la nariz, si es que eso era posible. De nuevo con el método del vestido, giré la perilla y ante mí apareció una sala espaciosa, con una sola camilla, que tenía a una figura enjuta, de piel blanquecina, parecida a la mía, excepto que la de ella era translúcida, dejando adivinar las venas que yacían debajo de la dermis. Era una mujer que parecía ser algo más joven que yo. Estaba conectada a una serie de aparatos a un lado de su camilla, que imaginaba la mantenían con vida. No tenía cabello alguno y su rostro reflejaba la decadencia. Arrugué la frente. Aquella pobre mujer debía tener cáncer de algún tipo, y ahora estaba postrada en ese lugar, hasta que la muerte le llegara. ¿Qué debía haber hecho para merecer aquello?, me pregunté mientras me paraba en medio de la habitación, olvidando para qué había entrado en primer lugar. Observé mejor su figura, pequeña y atrofiada, con extremidades delgadísimas, y el vapor que se formaba en su máscara de oxígeno. Encontré entonces el hecho de que un vampiro podía enfrascarse fácilmente en un pensamiento, en una figura, en cualquier cosa, analizándola a profundidad. Realmente podría haberme quedado mirando a esa mujer mucho tiempo, encontrando cada vez más detalles que ningún humano podría haber adivinado.
Negué, debía apresurarme. Me hinqué a su lado, hurgando en el pequeño buró metálico y azul que tenía, donde reposaba un jarrón con flores. ¿Eso estaba permitido? Me lo cuestioné mientras tiraba de un paquete de cubre bocas y sacaba uno con cuidado. Me erguí y le dirigí una última mirada a la chica, sobresaltándome al instante. Tenía los ojos abiertos, y me miraban fijamente, negros como la noche, pero ligeramente nublados, como si no me vieran realmente.
– ¿Eres la muerte? – Preguntó débilmente, y estaba segura que, de haber sido mortal, ni siquiera la habría escuchado. No supe responderle, me tenía totalmente descolocada. – Lo eres, has venido por mí al fin – suspiró, cerrando los ojos por un momento. – Por favor, hazlo ahora… Estoy lista.
La miré entonces con nostalgia. Lo que ella decía era cierto, en un modo, ahora era la muerte caminante, con el poder de arrancar la vida de un tajo a cualquier ser viviente, procurándome una vida más larga para mí misma. Eso me daba esperanzas. Jamás había sido una persona violenta, no fuera del rango al menos, y en general, siempre había buscado ayudar a las personas. Podría entonces elegir alimentarme de aquellos desafortunados que ya no estaban de acuerdo en seguir respirando. Aunque…
Asentí una sola vez, aun perdiéndome en sus ojos de ónix. La chica sonrió, suspiró y cerró los ojos, acomodándose bien en su camilla. Me arrodillé junto a cada aparato, desconectándolo de la fuente de electricidad. Tomé su mano con delicadeza, quitándole el monitor de signos vitales que portaba en su dedo. También zafé como pude, cada cable de los mismos aparatos, que estaban conectados a ella, haciendo más difícil que pudieran volverla a traer a la vida. Finalmente moví su mascarilla de oxígeno y, inclinándome hacia su oído, le susurré un “Descansa”.
Cuando abrí la puerta para irme, escuché apenas un “Gracias”, pronto ahogado por el clic de la puerta al cerrarse. No me giré, ni siquiera cuando mi oído capto los signos de su muerte, como la camilla sacudiéndose ligeramente, producto de su lucha por respirar seguramente. Enfoqué mi mente en lo que debía hacer y me coloqué finalmente el cubre bocas, empujando las puertas con los nudillos, como tenía pensado. Caminé hacia las escaleras, volviendo a analizar las ventanas lejanas, que evidenciaban cada vez más la luz del amanecer, imperceptibles aún para todos aquellos que no fueran como yo.
Detrás de mí, escuché a un médico hablar sobre la chica con cáncer. Aún estaba un pasillo lejano. ¿Qué haría al ver a su paciente fría, muerta? No quise imaginármelo, ni pensar mucho en ello, porque, aunque tenía el poder de dar descanso a los que lo quisieran, también tendría que soportar perder a toda mi familia y a mis amigos, conforme el tiempo pasara, seguro, si es que decidía volver y vivir entre ellos, y cada vez más pensaba que sería imposible. Mi familia no sabría nunca qué había pasado conmigo. Era doloroso, pero era la realidad.
Cuando bajé por las escaleras lo más rápido que pude, ya tenía lágrimas, que no sabía que podía soltar, escurriendo por mis mejillas.
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