¿Qué debía hacer? Detrás de mí, el gordo del archivo, que jadeaba trabajosamente (trata de consumir menos donas, amigo, tu sangre no huele muy bien) ya había alcanzado al gorila de seguridad, que me miraba, totalmente fastidiado. Delante, la mujer temblaba, aferrándose con la diestra a la muñeca de la otra chica, que se mantenía con una expresión fría, calculadora, seria, mirándome fijamente. Agradecí estar cubierta, porque sólo la chica de los kebabs había visto mi rostro ya convertida, y me había reconocido en aquel momento sólo por el vestido que portaba, y que ella ya había visto. Yo tenía mi expediente, así que nadie podría saber quién era yo. Sin embargo, algo en la otra mujer me ponía sobre alerta, como si mi instinto me dijera que ella era peligrosa. Además, en ella no podía oler ninguna emoción, ni miedo, ni excitación, nada. Era un lienzo en blanco¬ y eso me decía, según mis sentidos vampíricos, que, o era una humana muy acostumbrada a ver cosas raras, o realmente sabía lo que yo era. Sin embargo, no era momento para reflexionar sobre si aquella mujer pertenecía a la familia de cazadores que había asesinado a Drácula. Sabía que ni todos juntos podrían hacerme frente realmente. Quizá me costara un poco más de trabajo quitármelos de encima, si es que llegaban a tocarme siquiera, porque si yo podía romper como papel una cerradura de metal, seguramente podría hundirles las costillas hacia dentro de un solo golpe. Empero, podía ver el resplandor rojizo de una cámara de seguridad, siguiendo mis pasos, en una esquina, y estaba segura de que, para ese momento, ya deberían venir refuerzos en camino, y a pesar de ser muy fuerte, aún no tenía conocimiento de batalla y no sabía qué efecto tenían los narcóticos en mí, demonios, ni siquiera sabía aún si el anticoagulante de la sangre que había bebido antes no me afectaría. Incluso, si llegaban a tocarme, podrían arrebatarme la bolsa, esparciendo las pocas provisiones que había conseguido por todo el suelo, y entonces sí que estaría metida en un problema enorme. ¿Qué hacer entonces?
Por mi cabeza pasaron diferentes ideas en un segundo. Sopese la idea de gruñirles, gritarles, como el hombre pálido me había gritado a mí, cosa que casi hizo que me orinara en los pantalones, y que seguramente les haría lo mismo a ellos, pero si esa médica tenía la sospecha de mi identidad verdadera, con eso no haría más que confirmarlo, no solo a ella, sino al mundo. Ya podía verme en las noticias locales: “Un cadáver viviente atracó el banco de sangre del hospital –El turista feliz–, robó un expediente, atacó a un agente de seguridad y a personal médico, gritando de manera sobrenatural. ¿Qué será esta criatura que amenaza a nuestra comunidad? Hasta aquí el reporte, volvemos contigo, Vladimir, con los deportes.” No, si podía evitarlo, prefería dar el más bajo perfil posible, para que tal noticia se convirtiera simplemente en “Mujer sospechosa roba expediente y huye de la escena. No se sabe si está involucrada en el robo que sufrió el banco de sangre.” Así que, justo cuando los dos hombres y aquella mujer se abalanzaron para contenerme, sujeté mejor la bolsa de comida y de un salto llegué a la puerta más cercana, a la izquierda, que parecía ser un consultorio cualquiera.
Empujé la puerta detrás de mí con demasiada fuerza, ocasionando que ésta se saliera de su marco y se incrustara en el umbral, quebrando por completo la manija, haciendo imposible el abrirla. Eso me daría tiempo, pero no los detendría para siempre, el tipo de seguridad podría abrirla si se abalanzaba unas cuantas veces contra ella. Maldije, mirando el lugar, buscando algo que me sirviera. ¿Ducto de ventilación? Nada. ¿Había cámaras? Tampoco. Agradecí con un suspiro, al menos en eso tenía suerte. Había un par de ventanas frente a mí, grandes, podría pasar por ahí, pero estaba tan distraída que no podía distinguir si el olor a hierba que provenía del otro lado me llevaba fuera, y seguramente al mismo bosque cercano al evento, o si me dirigía al área de descanso. Hice un mapeo rápido en mi mente. La escalera de la morgue estaba en la zona posterior, junto a la sala de emergencias, por lo que el área de descanso estaba ahora a mi derecha. Por tanto, esa ventana era mi única salida.
Un golpe fuerte y una vibración a mi espalda me dejó saber que el cebú de seguridad ya había comenzado a arremeter contra la puerta, y por la manera en la que ésta crujió, no aguantaría más que otra. ¡¿De qué hacían las puertas de los hospitales?! No eran firmes para nada. Apoyé entonces la bolsa contra la superficie de un archivero cercano, donde rápidamente comenzó a gotear, producto de la condensación del hielo. Doblé en cuatro mi expediente, de todas formas, ya no serviría mucho, y no planeaba quedármelo como recuerdo tampoco. Desanudé la bolsa superior, y metí apresuradamente los papeles, que comenzaron a doblarse por los bordes, producto de la humedad. Y entonces caí en la cuenta de que mi vestido se haría jirones al atravesar la ventana. Con la rapidez de la que era capaz, fui hasta la esquina, donde descansaba un perchero, con varias batas blancas en él. Me enfundé la primera que tomé, y que era algo más grande que yo, y volví a mi querida bolsa, que amarré de nuevo y acuné contra mi pecho. Fuera, escuché a todos pedirle al hombre que lo hiciera de nuevo, que no tenía dónde escapar, porque las ventanas no podían abrirse. También ya podía oír más pasos acelerados acercándose. Ahora o nunca.
Retrocedí un paso, tomando impulso… y entonces la puerta se abrió de par en par, resonando cuando se estrelló contra el muro.
– ¡Alto ahí, no des un paso más! – escuché la voz grave del sujeto, y el sonido metálico de un arma desenfundada, pero no estaba nada deseosa de averiguar si un tiro podría lastimarme, matarme, o siquiera de saber si aquello dolía.
Con una sonrisa de excitación, corrí hacia la ventana, brincando en el momento justo y tirándome de cabeza, encogiendo mis piernas para darle algo más de protección a la bolsa, y a mi cena. Escuché gritos de sorpresa y genuina preocupación (trabajaban para proteger a la gente), mientras yo atravesaba el cristal, que se hizo añicos ante mi presencia. Sentí entonces aquellos rasguños insignificantes por todo el cuerpo, y los sentí en la cabeza, donde varios fragmentos se quedaron atascados en mi cabello enmarañado. Mi vestido, hasta ahora bien cuidado, incluso con la protección extra de la bata, se rompió en varios lugares. Ya no solo sentiría arena en el cuero cabelludo lo que restaba de la noche, sino que tendría que conseguirme más ropa.
El estruendo me aturdió por un instante, pero aterricé de pie contra el césped de fuera, donde los pedazos de vidrio se me enterraron como piezas de lego, fastidiándome. Sin embargo, para mi alivio, ahí, frente a mí, y luego de una valla metálica de tres metros, aderezada con alambre de púas en el tope, cual cereza en el pastel, estaba el bosque, el tranquilo, solitario, y confiable bosque.
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