Sin escuchar más lo que decían, sólo identificando sus expresiones de asombro, eché a correr hacia la valla, que elegí trepar, en lugar de brincar, aunque sabía muy bien que era capaz de hacerlo. Podría perfectamente hundir los pies en la tierra, echar los brazos violentamente hacia abajo y brincar, alcanzando el tope de la verja con extrema facilidad, pero una vez más, deseaba mantener un perfil bajo, así que me llevé la bolsa a los labios y mordí el nudo que la mantenía cerrada lo más suave que pude, para no cortar el plástico. Me estrellé sonoramente contra el metal, sujetándome a veinte dedos, enredándolos por entre los agujeros y comencé a escalar rápidamente, pero apenas más veloz que un humano cualquiera. Abajo y detrás, al parecer algunos miembros de seguridad ya habían llegado, y oí que me llamaban, advirtiendo que dispararían, diciendo también que no querían hacerlo. Podía oler su miedo ante una criatura como yo, porque aún podían observar mi piel, totalmente intacta, cuando debería estar sangrando por todos lados. Tenían un aroma amargo, pero no desagradable, de hecho, podría compararlo con la buena cerveza que te bebes un viernes por la noche, con tus amigos, en el bar más cercano a la escuela o al trabajo. Las emociones debían darle un toque distinto a la sangre, y para mí, que en primera instancia ya no podría comer absolutamente más nada, eso era una bendición.
Cuando alcancé el tope de la valla, me sujeté con fuerza al alambre de púas, pues la estructura se tambaleaba bajo mi peso. Las púas se enterraron en mi piel, hiriéndome apenas como agujas hipodérmicas, y no me impidieron dar una patada contra el frío metal, impulsándome hacia arriba, dando una vuelta en el aire, aun asiéndome al alambre, mostrando parte de mis piernas cuando el vestido cayó por ellas, producto de la gravedad. Sin embargo, la bolsa también cayó y se atoró con uno de los picos, rajándose ligeramente en su superficie, pero lo suficiente como para que la sangre comenzaba a gotear de ella. Maldita sea, la había cagado.
Aterricé de nuevo sobre la tierra fría, perfectamente en las plantas de los pies, pero agachada, dando la espalda a todos ellos, y sujeté de nuevo la bolsa con las manos, tratando de cubrir la pequeña rasgadura de la bolsa, sin conseguirlo. Rápidamente me quité la bata que me cubría y envolví mi comida con esmero, dejando como resultado un capullo perfecto que podía cargar fácilmente. Al ponerme de pie, un zumbido me aturdió el oído derecho, sorprendiéndome realmente por primera vez en toda la velada, alertándome, poniéndome la piel de gallina. Me volví a mirarlos, hallando al primer hombre de seguridad que me había perseguido, con su arma desenfundada y el cañón humeando. El muy maldito me había disparado, y había fallado a causa sólo del miedo que podía oler ahora también en su sudor. Yo bufé, no pudiendo retener el deseo de quejarme, más que nada porque el imbécil había apuntado a mi cabeza, y aunque no estaba segura de que me hubiera matado, sí me habría hecho perder el conocimiento al menos, y en ese poco tiempo de regeneración, me habrían dado alcance, quitado mi comida, y revisado quién era yo.
Le dirigí a él solamente, una expresión fiera, frunciendo el ceño y, aunque él no podía verlo, mostrando los dientes. Entonces el hombre, un tipo de mediana edad, completamente saludable, fornido, de expresión normalmente huraña, e intimidante por donde se le viera, ahora me miraba con miedo, un miedo tan puro que me provocaba náuseas y desconcierto. Esa era la misma mirada que había tenido yo al ver cómo mi creador transformaba los sesos de Caroline en malteada para vampiro. Después de todo el esfuerzo, mi idea de mantener el perfil bajo no había dado resultado. Aún no estaba del todo claro que yo fuera sobrenatural, pero apostaba a que ellos, todos, ya lo sabían de un modo u otro. Yo era un hombre pálido, semi-desnudo, cadavérico, con expresión enloquecida, en medio del bosque. Quizá, al final del día, todos éramos lo mismo, sin importar nuestras intenciones. Negando, con sufrimiento al darme cuenta de lo que esto significaba, cerré los ojos y me di la vuelta, sujetando bien mi Silcoon bajo el brazo. Entonces eché a correr lo más despacio que pude, al principio, escuchando más estallidos detrás de mí, e impactos en la corteza de los árboles, por delante, sin que ninguno de ellos me diera.
Pronto, dejé de escuchar tan próximos los disparos, que cada vez se volvieron más un eco en el fondo de mi mente, ni siquiera captando ya mi atención, pues ahora estaba sujeta a la idea del hombre asustado y la mujer que había ayudado a morir. Mientras más lo reflexionaba, más llegaba a la conclusión de que, sin importar lo que hiciera, no todos me verían de una manera buena y amable. Siempre sería juzgada y cazada por los humanos, y la razón principal de ello no era que tuviera que beber sangre para no morir, si es que morir era una opción, sino que, para ellos, convivir con nosotros sería como tener un tigre de mascota. Vivir entre los humanos era imposible, por completo, y eso me lastimaba, porque siempre había disfrutado la soledad, siempre me había sentido en paz con ella, pero también sabía desenvolverme bien en entornos sociales y no rehuía el verme rodeada de personas. Una cosa era elegir estar sola, a ratos, y otra muy diferente, estar obligada a la oscuridad y a la soledad.
Sin darme cuenta, desaceleré cada vez más, hasta detenerme en un punto, donde me coloqué en cuclillas y me abracé las piernas, dejando que mis lágrimas volvieran a derramarse por mi rostro. No sólo no podría volver a ver a mi familia, mis mascotas, mis amigos. Simplemente no podría volver a nadie, nadie humano, y a saber si había alguien como yo cerca. De no ser así, mi única compañía sería la luna, y mis ocasionales víctimas. Ser un vampiro no era lo más satisfactorio del mundo, aún para alguien que ya buscaba la soledad, porque como dije, una cosa era buscar la soledad si no se está solo, pero otra cosa muy distinta era estarlo, por siempre.
Suspiré, tratando de tranquilizarme, enfocándome en cómo se sentían ahora las cosas. Miré mi alrededor. Aún con la negrura de la noche y la oscuridad casi absoluta dentro del bosque, podía apreciar el verdor oscuro de las plantas. Miré los ojos resplandecientes de los insectos que se mantenían cautos ante mi presencia, sabiéndome una depredadora. Alcé entonces la vista hacia la luna y mi boca colgó abierta. Aquello era hermoso, perfecto. Considerando a Dios como un todo, como el universo mismo, era un arquitecto perfecto. Las estrellas brillaban, claras, como millones de puntos en el cielo azul. Ellas mismas tenían sus propios colores resplandecientes. Algunas eran azules, otras amarillas, otras rojas, algunas más moradas. Cada una era única, brillando con un resplandor diferente. Y la luna… ella era suficiente como para que una lágrima más me manchara la piel. Era un enorme diamante, que reflejaba todos los colores del arcoíris, debido a la luz que el sol le regalaba. Era un espejo con textura, era la guardiana de la tierra. Era hermosa. Cerré los ojos, inhalando profundamente, haciendo una lista de todos los aromas que podía oler en aquel momento, desde la corteza circundante, pasando por las pieles de los distintos animales, hasta la diminuta cagarruta del bicho más cercano. Reí, sorprendiéndome incluso por el sonido de mi propia risa, que me recordaba a los cascabeles navideños. La soledad no parecía tan mala, si podías pasar una hora mirando el ala de una mariposa, y maravillarte a cada segundo por algo distinto en aquella superficie.
Sí, pensé, podría ser una buena criatura de la noche, aún sin compañía humana, porque todo a mi alrededor me acompañaría. Después de todo, era una neófita que debía aprender a dejar su lado humano y sensible detrás, y estaba dispuesta a hacerlo, aceptando mi destino.
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