Salió de la cocina con el vaso de agua que había ido a buscar en la mano. Siempre que tenía pesadillas necesitaba beber agua para tranquilizarse. Al volver a la habitación notó algo; una presencia. Soltó el vaso en la mesita de noche y miró en círculo por la habitación, valiéndose de la tenue y débil luz que entraba por las rendijas de la persiana. No veía nada, pensó que sería cosa del sueño. Se volvió a acostar, intentando no pensar en la pesadilla ni en la sensación de presencia. A los pocos segundos el sueño pudo con ella y cayó en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente se despertó con la sensación de estar en una cama ajena, en una habitación que no era la suya. Las paredes blancas y vacías le resultaron extrañas. Soñolienta, levantó la persiana y abrió la ventana, entrecerrando los ojos al entrar en contacto con la luz del sol. Estiró los brazos para desperezarse y le crujieron las vértebras. Abajo, en la calle, un niño que paseaba a su perro la miraba fijamente, embobado. Eva lo miró, el niño no se cortaba un pelo con su mirada impertinente, sin pestañear y con la boca abierta. Entonces se dio cuenta de que sólo llevaba puestas unas bragas y una camiseta corta sin mangas que dejaba ver el ombligo. Corrió un poco las cortinas y volvió a tirarse en la cama, boca abajo. Pensaba en la pesadilla de la noche anterior. Se sentó en el borde de la cama, se frotó los ojos y abrió el primer cajón de la mesita de noche para coger un cigarrillo.
Se dirigía a la cocina cuando detuvo en seco en mitad del pasillo. Volvió corriendo a la habitación y abrió de nuevo el primer cajón de la mesita. La libreta había desaparecido.
Su primer pensamiento al comprobar que alguien había entrado a robar, fue llamar a la policía. Un segundo después se rio de sí misma por esa idea. Cogió el teléfono y marcó con rapidez.
—No está. ¡Alguien se la ha llevado!
Al otro lado de la línea oyó la voz ronca de Demian.
—¿De qué me hablas?
—La libreta. La libreta negra. Los nombres. Alguien se la ha llevado. No está. Me he levantado esta mañana y no estaba...
Demian la interrumpió a media frase.
—Tranquilízate, ¿quieres? Explícame qué ha pasado.
Eva apagó en el cenicero el cigarrillo y encendió otro.
—Ya te lo he dicho, me he levantado y la libreta no estaba.
—¿Dónde la tenías guardada?
—En un cajón de la mesita de noche.
—Hmm... ¿Quién más sabía que la guardabas ahí?
—Nadie, creo que sólo yo...
Entornó los ojos y miró por la ventana. «Hija de puta...», pensó.
—Luego te llamo.
Colgó a Demian y marcó otro número. No daba señal.
Sonó el timbre en casa de Victoria: seis timbrazos consecutivos y ansiosos seguidos de tres golpes en la puerta con el puño. Victoria salió del cuarto de baño con la toalla envolviéndole el cuerpo; se asomó a la mirilla y vio a Eva, parada delante de su puerta con los brazos en jarra.
Más golpes en la puerta.
—¡Abre, zorra, sé que estás ahí!
Más golpes en la puerta.
—¡Victoria!
Victoria se separó de la puerta andando despacio, nerviosa y asustada. Corrió a su habitación y cogió el teléfono para llamar a Demian. Le temblaban las manos cuando marcaba los números.
—Demian, está aquí —hablaba en susurros, sentada en el suelo.
—¿Quién está ahí? ¿Qué es ese ruido? —Los golpes de Eva en la puerta no cesaban y cada vez eran más impacientes.
—Es Eva. Está aporreando la puerta y gritándome. ¡Lo sabe!
—Hm. Lo suponía. Me ha llamado antes.
Más golpes. Ahora patadas.
—¡Me va a tirar la puerta abajo! —gritó en un susurro, llorando.
—Tranquilízate, ábrele la puerta. Y no le cuentes nada.
—No pienso abrirle la puerta. Me va a matar.
—Ábrele, Victoria. Intenta aparentar que no sabes de qué te habla. No es la primera vez que tienes que aparentar serenidad.
—Pero es la primera vez que me tengo que enfrentar a Eva.
Después de un silencio de varios segundos, ambos colgaron. Victoria se dirigió a la puerta, se ajustó la toalla, respiró hondo y abrió con lo que intentaba que fuera una sonrisa de sorpresa.
—Eva... ¿Ocurre algo? Estaba en la ducha y no te he oído llam...
La mano de Eva se estampó contra la cara de Victoria antes de que pudiera terminar la frase, haciéndola caer al suelo. Eva se le lanzó encima y le golpeó la cara con furia mientras Victoria gritaba.
—¿Dónde está la libreta? ¡Dime dónde la guardas!
La sostenía del pelo con una mano y con la otra le sujetaba la cara alrededor de la boca.
—Yo no la tengo, ¡te lo juro! —acertó a decir.
Eva se apartó de encima del cuerpo de Victoria y fue a su habitación. Sacó todos los cajones de la cómoda, tirando la ropa al suelo. Victoria corrió tras ella.
—¡Deja de tirar mi ropa! ¡Te digo que yo no la tengo! ¡No sé nada de la puta libreta, zorra loca!
Otra vez la mano de Eva se estampó contra la cara de Victoria, que en esta ocasión cayó en su cama. Otra vez Eva se lanzó encima de Victoria y le golpeó la cara con rabia. Y otra vez le gritó agarrándola del pelo. Pero esta vez Victoria se consiguió zafar de Eva propinándole un codazo en la cara, haciendo que cayera al suelo. Corrió al salón sujetándose la toalla y se refugió en la terraza, bloqueando la puerta corredera con una silla. Segundos después apareció Eva, andando lentamente, por la puerta del salón. Se paró delante de la puerta de la terraza y le habló a través del cristal.
—Dime dónde está —le dijo, con calma.
—Te he dicho que no lo sé. ¿Para qué te la iba a robar? Quedamos en que la guardarías tú. Aquí no está, así que lárgate de mi casa —ahora hablaba con más serenidad, sabiéndose a salvo.
—Te lo estoy pidiendo por las buenas, Victoria. Tú eres la única que sabía que la guardé en la mesita de noche. Dime dónde está la libreta —pronunció la última frase separando con pausa las palabras.
—¿O qué? ¿Me vas a matar? —dijo con una media sonrisa.
Eva levantó una ceja. Se dirigió a la puerta de entrada y cogió el pesado perchero de madera maciza. La sonrisa irónica de Victoria se borró de un plumazo cuando Eva agarró el perchero en posición horizontal, debajo de su brazo derecho como un guerrero templario armado con lanza, y corrió hacia la terraza, directa a la puerta de cristal. Justo antes de que el perchero llegara a la altura de la puerta, Victoria gritó:
—¡No! ¡Demian! ¡La tiene Demian, la tiene Demian!
Eva paró en seco, a apenas quince centímetros del cristal.
—Sí, sí, anoche te la robé, pero se la llevé a Demian. Tienes que creerme. Te lo prometo.
Después de un silencio, Eva añadió:
—¿Por qué iba a querer Demian robarme la libreta? Si la quisiera me la habría pedido.
—No lo sé. Creo que los nombres que hay en ella también le perjudican. Yo sólo me limité a hacer lo que él me pidió, me dijo que la libreta no estaba en buenas manos contigo.
Eva respiraba con ansiedad, casi hiperventilando, la mirada fija en los ojos de Victoria, sintiendo su miedo. Estaba casi segura de que no le mentía, y eso la confundía aún más.
Soltó el perchero, que cayó pesadamente al suelo. Echó el cerrojo de la puerta de cristal desde dentro, dejando a Victoria encerrada en la terraza, semidesnuda con la toalla que apenas le tapaba medio cuerpo, y salió de la casa ignorando sus gritos.
Una vez en su piso, sentada en la cama, Eva llamó a Demian. Tal y como esperaba, éste no contestó. Volvió a llamar. Sin suerte. Ante esta situación se le ocurrió ir a su casa para que le explicara qué estaba pasando. En ese momento ni siquiera sabía por qué Demian tenía la libreta. «Los nombres que hay en ella también le perjudican», había dicho Victoria. Pero eso no era posible. ¿O sí…? En realidad, ni siquiera estaba segura de qué nombres figuraban; todo fue idea de Demian, dar un gran golpe para volver a la acción, robar esa misteriosa libreta y chantajear a los que aparecían en ella. Pero no sabía qué poder tenía ese montón de papeles.
Entonces Eva se levantó de un salto y corrió hasta la casa de Demian. Diez minutos después había recorrido los tres kilómetros que separaban sus domicilios y, asfixiada, la boca seca y con una profunda presión en el pecho, entró en el portal. Subió los escalones despacio, recuperando el aliento para no hiperventilar cuando se encarara con Demian. Llegó hasta la tercera planta y, ya más relajada, respirando hondo, llamó con los nudillos a la puerta. Al no recibir respuesta volvió a llamar, esta vez con más fuerza, y la puerta, que estaba entrecerrada, cedió. Tras unos segundos inmóvil, la empujó levemente y la abrió del todo. La casa estaba en penumbra. Apenas veía nada con la ayuda de la luz tenue que entraba por las aberturas de las cortinas corridas.
—¿Demian? —llamó. Avanzó unos pasos más—. La puerta estaba abierta.
Se dirigió hacia la ventana y descorrió una cortina para que entrara más luz.
—¿Demian? —llamó de nuevo, más alto.
Cuando se dirigía con recelo al pasillo, que permanecía en la más absoluta oscuridad, vio detrás de la mesa, junto al sofá, el cuerpo inmóvil de Demian, con la cabeza sobre un charco de su propia sangre. No fue capaz ni de soltar un grito ahogado. Tampoco le dio tiempo a girarse al oír un ruido en el pasillo, cuando de la oscuridad salió una figura que la golpeó en la cabeza y la hizo caer inconsciente.
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