Toc, toc.
—Pasa, pasa.
Viernes, 14 de septiembre. Después de clase.
Desde el miércoles, día en que nos activó la tutora, llevo soñando cosas raras. O, más que raras, que esa palabra suele sonar negativa, estaría mejor dicho inusuales. Sí, mejor así. Porque malo, malo, no es que sea.
Así que qué mejor que ir a preguntárselo a la tutora. Y aquí estoy, en la sala de profesores.
No hay nadie más en la sala: la tutora Alpenaz está sola. Hay varios escritorios, cada uno con un ordenador y muchos folios en la mesa. Algunos escritorios están más ordenados que otros. No debe ser una zona muy de paso, con lo que supongo que cada profe lo dispondrá de la manera que le parezca mejor. Por fortuna, mi tutora parece ser bastante decente en el tema del orden. Las persianas están subidas arriba a tope: entra una buena cantidad de luz pero sin que molesten los rayos del sol. Es extraño, por eso: a pesar del aspecto del siglo XVIII que tiene el edificio esta sala parece completamente reformada. Como que no pega mucho.
Me acerco hacia el escritorio de Artemisa Alpenaz, mi amable tutora. Cojo una silla de oficina de esas con ruedas del escritorio de al lado y me siento cerca de ella.
—Dime, ¿qué te sucede?
Pues a ver por dónde empiezo.
—Verás... Este martes nos activaste a todos mágicamente, ¿no?
—Exacto.
—Pues desde esa misma noche empecé a soñar cosas raras. Bueno, "raras" suena mal, así que digamos que inusuales. Cada día igual, retomándolo desde el momento en que despierto. Como si recuperase una partida guardada en un videojuego.
—¿Puedes describírmelos más a fondo, Wilkins? —me pregunta la profe, atenta a lo que digo y con ganas de saber más. Lo noto en su mirada.
—Claro. Es un sueño lúcido, uno de esos en los que eres completamente consciente que estás soñando. Estaba en un prado con la hierba de color rosa chicle y cielo azul pastel. Una llanura que se extendía hasta el infinito. Sin embargo, una niebla cubría todo más allá de unos veinte o treinta metros a mi alrededor.
Mi tutora asiente, interesada.
—Me pregunté que por qué no podía ser de otro color la hierba y, para mi sorpresa, cambió al color que estaba pensando. Pronto descubrí que podía moldear el mundo a mi gusto. Pero claro, ese día no indagué mucho en ello porque total, si iba a ser algo que pasara solo una vez...
—Normal, te dedicaste a disfrutarlo.
—Exacto —continúo—. Entonces probé a usar magia, ya que no detectaba el "recipiente con agua" (el maná) que nos dijiste que buscásemos antes de lanzar magia. Por suerte, parecía que el maná era infinito porque podía lanzar lo que quisiese sin cansarme.
—Eso es normal —hace un inciso la profesora—. El maná es el combustible para mover tus pensamientos al mundo real. Si todo pasa en tu mente, el maná no es necesario.
—Eso no lo sabía...
—¡Es que sale en la siguiente clase! —se ríe. Eso ayuda a relajarme un poco.
—Entonces —sigo— sonó el despertador, como suele pasar en los mejores sueños, y me desperté. Aquella misma noche volví a soñar el prado ese y se había conservado lo de la hierba negra y tal, que, por cierto, da un poco de miedo. Entendí que no solo podía hacer y deshacer lo que quisiera en el sueño sino que además se guardaba el estado para la próxima sesión... pero entonces no sabía si había sido fruto de la casualidad y si volvería a haber próxima sesión o no.
—No es muy normal soñar dos días seguidos lo mismo.
—Ya, pero podía pasar, supongo. Decidí arreglar un poco el mundo de mis sueños. Poner la hierba verde otra vez, eliminar la niebla (si bien tampoco se veía nada en el horizonte), añadir una casita de madera con un fuego a tierra humeante, decorar la casa... mantener mi sombrero de bruja que me puse la primera noche.
Seguro que alguien dirá que me parezco a Diana del anime Little Witch Academia. No es a propósito. Así, rubia, con el pelo ondulado y con un gorro puntiagudo típico de bruja de ficción. Que, por cierto, debería volver a ponerme a ver anime otra vez. Seguro que en estos dos años me he perdido un montón de cosas chulas.
—Esta noche —y ya termino—, esta vez sí, he vuelto a soñar con lo mismo, y sí, estaba todo tal y como lo dejé. Ya no era una coincidencia. Como pasó desde que me activaron, he decidido preguntarle a alguien, y qué mejor que mi tutora.
—Bien hecho —me responde, atenta y esbozando una pequeña sonrisa—. ¿Y qué hiciste anoche?
—¡Buena pregunta! —exclamo, levantando el dedo. Creo que no sirvo para hacerme la interesante— Pues bien, primero de todo me puse un reloj en la muñeca que me dijese qué hora es en todo momento, por si acaso me duermo o para controlar el tiempo. Entonces creé un acantilado enorme al lado de la casa de madera. Debajo del acantilado, el mar. Se podía oír el murmullo del agua y el olor a salado desde tan alto. El resto del tiempo practiqué algunas técnicas nuevas de magia que he desarrollado y mis movimientos con el bastón.
—¿Y ya está? —alza una ceja mi tutora.
—Sí —me encojo de hombros—. Si no hay nadie, mi energía y magia es infinita y además no puedo dormirme porque ya lo estoy, ¿qué voy a hacer yo sola? Pues usar el tiempo para algo provechoso. Y bien, ¿qué me pasa?
—Eres una exploradora onírica —vuelve a sonreír—. Algunas personas, así como un diez por ciento del total, desarrollan habilidades especiales cuando son activadas. Entre ellas, la más común es la de la exploración onírica.
—¿Y en qué consiste?
—Un explorador onírico accede a su propio mundo cuando se queda dormido. En ese mundo él puede hacer y deshacer lo que sea con solo pensarlo. La gente que duerma a su alrededor, dentro de un radio de cuatro o cinco metros más o menos, podrá entrar en ese mundo. Vuestro profesor de combate, Hans Salomon, es explorador onírico. ¿No entrenáis en su mundo?
¡Es verdad! El miércoles fuimos a una sala con camas y después de tumbarnos en una de ellas aparecimos en su habitación rara. ¡Por eso el aula se llamaba "de exploración onírica"!
—¿Y para qué sirve este poder?
Mi tutora se queda pensativa unos segundos.
—Si estás despierta, para nada, pero si te echas a dormir... pues... —mira para otro lado rascándose el cuello por detrás levemente— Supongo que podrías crear tu propio mundo e invitar a tus amigos, no sé. Irte de aventuras con ellos sin salir de vuestras camas.
Pues no es algo muy útil.
—He quedado con ellos este fin de semana, igual podría invitarlos a mi mundo cuando se queden a dormir... —pienso en voz alta.
—¡Es una buena idea! —su móvil le vibra en el escritorio y lo coge— ¡Ostras! ¡Las dos menos cuarto! —lo vuelve a dejar en la mesa— Wilkins, cielo, me encantaría seguir hablando contigo, pero tengo clase con los de tercero en media hora y no he comido aún.
Me levanto de mi asiento de sopetón y vuelvo a dejar la silla donde estaba.
—¡L-lo siento, señorita Alpenaz!
—No, no te preocupes —me sonríe. Si es que es un amor—. Y llámame Artemisa, por favor.
Asiento, me despido y vuelvo por donde he venido.
Conque exploradora onírica, ¿eh? ¿Y puedo invitar a mis amigos a mi sueño? ¿Y puedo crear lo que quiera en mi sueño? Útil, lo que se dice útil, no es que sea, no, pero puede ser curioso cuando vienen visitas a casa. A ver si se me ocurre algo para pasado mañana...
Decido pasar por el lavabo antes de volver a casa: hacía rato que me estaba aguantando. Al terminar de hacer lo mío, me doy cuenta que no estoy sola. Estos baños son un poco raros: la estancia tiene cinco cubiletes de esos con puerta donde vas a... bueno, no sé por qué debería explicar qué se hace en un váter. El caso es que al otro lado de las puertas están los espejos y los lavamanos, como en todo baño. Al final, una ventana con cristales translúcidos. Pero entre la ventana y el último cubilete hay un espacio, como si hubiesen querido poner un sexto WC pero a la hora de la verdad se hubiera echado atrás.
Es en ese espacio donde se encuentra la delegada Nereida, sentada en el suelo, con las manos aguantando las piernas, su cara reclinada contra sus rodillas, tapándola con su frondoso pelo negro.
Me siento a su lado y espero a que diga algo. No está llorando, o no lo parece, pero tampoco me rechaza.
Tras unos segundos, le acaricio el pelo suavemente. A pesar del aspecto que tiene, su cabellera es más bien tirando a áspera. Aún así, con tal cantidad es un encanto acariciarla porque es hasta esponjoso. La cuarta vez que le paso la mano por el pelo, ella se inclina hacia mí.
—Me da igual quién seas —susurra, casi inaudible—. Pero déjame estar así un rato.
Cuando estás así no quieres que nadie te diga nada o te pregunte. Pasan unos minutos y la delegada deja de apoyarse en mi hombro y me mira, con los ojos ligeramente rojos.
—¿Alicia?
Le ofrezco la más cálida de mis sonrisas.
—Así me llamaron mis padres, sí.
Creo que he conseguido el efecto que quería: relajar el ambiente.
—¿Necesitas hablar? —le ofrezco, sin presionarla.
—No, no. Es solo que... —Hace una pausa y mira a la ventana; después, vuelve a agachar la cabeza— M-mantener la serenidad delante de tanta gente me cuesta...
Creo que sé qué le pasa. Hace un rato, justo antes de terminar la clase, el profe Arcadi mandó repartir unos folletos a cada uno y Nereida se ofreció, supongo que porque es la delegada. En aquel momento mantenía una ligera sonrisa cuando los repartía, así que no sospeché nada. Ni yo ni nadie, vaya.
—¿Y entonces por qué te ofreciste a ser delegada?
—Para superar mi ansiedad con la gente... Pero cada vez que tengo que hacer tareas públicas, me viene este miedo que no sé ni de dónde sale. Intento ser fuerte, pero... a veces no lo aguanto más.
Qué fortitud que tiene la muchacha.
—¡Oye! —exclamo con un volumen un poco más alto, sin querer, que hace que Nereida se estremezca por un segundo— Huy, perdón. ¿Quieres venirte este fin de semana? ¡Vamos a explorar el monte que hay detrás de la academia!
Me mira, sorprendida y con un ligero fulgor en los ojos. A-ah, no me mires así, que me voy a poner colorada, que tus ojos son preciosos... Pero después baja la mirada.
—No puedo... —Suspira.— Tengo que volver a Sevilla a ver a mi familia. Me esperan allí el fin de semana...
Se masca la decepción en el ambiente.
—A todo esto... ¿qué hora es?
—Las dos o así —respondo sin darle mucha importancia.
—¡Leches! Tengo que irme a la estación...
Me levanto y le ofrezco mi mano para que se ponga de pie, lo cual hace. Estando las dos en pie, dudo un segundo y la abrazo con las dos manos. Ella repite lo mismo. La vuelvo a acariciar un poco, nada, solo un par de veces. El gesto dura menos de un minuto.
—Gracias... de verdad —sonríe ligeramente—. Nos vemos el lunes.
—¡Buen viaje! Cuídate mucho, ¿vale?
Asiente y se va por donde ha venido.
Un minuto de abrazo. Un minuto de tenerla en mis brazos, de sentir su calidez, de oler su pelo. Y de reconfortarla. Un minuto en el que me he sentido yo mucho mejor que ella. Un minuto de gloria, nunca mejor dicho.
Creo que me gusta Nereida.
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