Esa mañana corría libremente por la campiña aprovechando el recreo. El cielo eterno se extendía sobre él. Llevaba el cabello revuelto y algo sucio de tanto rodar por el suelo, de tanto jugar, de poner en práctica con sus compañeros las técnicas de combates recién aprendidas. A veces simplemente se quedaba tendido en la hierba y veía las formas de las nubes, mientras sentía como el galopar de su corazón se relajaba, ¿que sería eso que golpeaba dentro de él?
Era libre, por momentos lo era, hasta que llegaba la hora de volver al criadero, donde cientos, no, miles de niños como él, esperaban un señor al cual servir. Mientras, eran entrenados para ser salvajes guerreros en batalla, no había otro destino para ellos. Quizás quien más suerte tuviera, podría terminar sirviendo a alguna de las lunas que quedaban en el continente, como todos contaban de su padre, el gran Delsha, guerrero y semental sin igual que se ganó el puesto de guardián principal de la Sagrada Luna azul.
Estaban casi desnudos, viviendo como los perros que eran “Los majestuosos lobos devenidos en esto” Masculló un cuidador adulto, sintiendo pena por la progenie de su raza.
Las madres se encontraban en un sector apartado, una vez que las crías podían valerse por sí mismas eran separadas para que no formaran un carácter débil y dependiente. Pero a veces coincidían en el descanso, aunque sea para verse de lejos.
Ese día su madre se acercó. Era alta, robusta, con el cabello como la noche y sus ojos tan claros como los suyos. Burka se puso en pie y se dejó abrazar impregnándose con el aroma de su cuerpo y como si fuera una cría desvalida mamó la leche que el pecho de la mujer le ofrecía. Así se despedían, él sin saber, ella no pudiendo pedir algo mejor.
Cuando volvían al criadero, antes de entrar a los compartimentos, uno de los cuidadores lo detuvo y apartó del resto, tomó al pequeño de la mano y lo guió por un largo pasillo oscuro hasta llegar a una habitación con tinas que ya tenían el agua lista. Lo recibieron dos mujeres.
Le quitaron los harapos y lo sumergieron en la bañera, fregando el pequeño pero fuerte cuerpecito para quitarle lo rastros de suciedad. Era tan agradable aquella atención, aunque por momentos, la intensidad del fregado dolía, sobre todo en las orejas. Una vez aseado, lo sentaron en un banquillo y le recortaron el cabello negro y largo que le caía sobre el rostro, sus ojos, que apenas asomaban, se descubrieron como dos grandes esferas curiosas. Para terminar le pusieron un pantalón holgado y una túnica, junto a unas botas de piel. Las sirvientas quedaron conformes, debajo del lobito descubrieron un precioso niño. Porque sí, es que los lobos, los hombres lobos, se veían casi como un humano común. Generalmente eran más robustos, determinados rasgos variaban dependiendo de la raza al cual el lobo en cuestión pertenecía y sí se diferenciaban por poseer fuerza superior, por transformarse con la influencia de la luna y porque al alcanzar la edad adulta el tiempo parecía detenerse para ellos. Pero en realidad, simplemente los afectaba más lento. Y qué decir de sus ojos, ojos de bestias en cuerpos humanos, ojos honestos de criaturas de la naturaleza.
¿Cómo semejante especie terminó domesticada? Nadie lo sabe con certeza.
El primer hombre que lo acompañó, lo llevó ahora al exterior dónde esperaba un carruaje negro, del cual se bajó un anciano calvo y algo panzón. El niño observaba todo silenciosamente. Había sido el día más raro de su vida, pero él sabía que debía obedecer a sus superiores, aunque sintiera un nudo en sus tripas que le causaba inseguridad con todo lo que estaba pasando. Sintió un empujoncito en la espalda. El hombre le habló en su lengua.
—Ve pequeño, ve sin miedo, has sido llamado por la Luna azul.
El niño se giró clavando los ojos en los del guardián del refugio. Detrás del hombre, la gigante construcción de piedra que había sido su hogar. Era pequeño, pero en ese momento entendió porque le había sido permitido estar cerca de su madre. Sus ojos brillaron en sombras.
—¡No, Burka! Debes ser un lobo fuerte, debes ser como tu padre. ¡Llena de orgullo el corazón de tus ancestros!
Burka apretó los puños y con la cabeza gacha avanzó hacia el carruaje. El viejo lo ayudó a subir.
Viajaron por seis días deteniéndose sólo para alimentarse o por cosas de la naturaleza. Los cocheros eran dos y se turnaban, el carruaje temblaba constantemente atravesando los inestables senderos y el pequeño sólo podía apreciar parte del paisaje a través de las pequeñas ventanas. Quizás el anciano temía que huyera y por eso lo vigilaba desde cerca hasta cuando debía hacer sus necesidades. Quería ya llegar a destino, si ese lugar existía.
Cuando entraron al reino se pegó a la ventana anonadado con el bullicio y las personas moviéndose libres. El carruaje atravesaba entre vendedores, bailarinas, familias. En el momento en que sentía que el fin del viaje podía esperar, el vehículo parecía haber acelerado…
—¿Burka? Hey¡¿BURKA?!
Los gritos de Aysen lo trajeron de vuelta. Se observó a si mismo sentado sobre una enorme cama, rodeado de muñecas y animales de tela. Muchos de esos animales eran lobos. Tomó uno y comenzó a observarlo frunciendo el ceño. De fondo, la voz de la pequeña hiperactiva lo llenaba todo.
—Estas son mis tropas
Dijo con seriedad.
—Y ahora tú vas a ser parte de ellas
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