Pasados ya unos 20-30 minutos se me ocurrió una idea, me levanté, me fui hacia la mesa, y saqué mi teléfono de los tejanos. Abrí Spotify, y puse una canción que me pareció adecuada para esa situación. Me fui hacia ti, y me puse frente a ti. Me incliné haciendo una reverencia, ofreciéndote mi mano. << ¿Quieres acompañarme en este baile, Aristóteles Valdez?>>, te pregunté. Me cogiste la mano y me arrastraste al centro de la Rosaleda. Me cogiste de la mano y me acercaste a ti. Empezamos a bailar al ritmo de la música. Tú tenías las manos en mi cintura, yo en tus hombros y la cabeza en el hueco de tus hombros. Un, dos, tres; hacían nuestros pies al son de la música. Nos movíamos de un lado a otro divertidos. Nos cogimos de las manos y empezamos a girar. En lo único en lo que era capaz de concentrarme en ese preciso instante fue en tus manos agarradas a las mías y en los dos dando vueltas. Empezamos a reír, me soltaste de una mano, subiste la otra que aún seguía sujeta a la tuya por encima de mi cabeza y empezaste a hacerme girar sobre mí misma. Perdí el equilibrio, y me tropecé con mis propios pies, pero tú llegaste a tiempo para recogerme:
“- Puf, bailo tan mal que parece que tengo dos pies izquierdos – te dije con una sonrisa torcida. - ¿No crees Ari?
- Creo que bailas como un pato mareado, mi querida Nassie
- Como un pato mareado, sí señor. Espera… ¿desde cuándo mi apodo es “Nassie? – dije riendo y mirándote a los ojos con una fingida expresión de molestia. - Desde ahora mismo, Nassie.”
Nos empezamos a reír los dos al unísono y seguimos bailando, aunque ya no sonara la música. Te emocionaste tanto que me elevaste y me cogiste. Me reí. Acabé con los pies entrelazados a tu cintura, tus manos en la mía, y mis dedos en tu pelo. Me miraste y frunciste el ceño, estabas pensando en algo, pero no sabía qué. Separaste un momento tus manos de mi cintura, cogiste mi goma de pelo, y me deshiciste la coleta. Una sonrisa soñadora ocupó toda tu cara, empezaste a peinarme el pelo con los dedos cariñosamente.
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