Al adentrarse en la sala, Arthur se topó con la joven Kindness, que sin previo aviso se apareció por detrás de una estantería.
-¡Desirée! Vas a darme un infarto…
-¡Lo siento, Arthur! No fue mi intención. ¡Athos, Adalgisa! ¿Cómo están? Hace varios días que no los veo.
-Hola, Desirée, siento que no nos hayamos visto, pero es que estuvimos tan atareados en estos últimos días… -dijo Adalgisa muy cordial acercándose a Desirée y tomándole las manos. Se servía de la confianza que podía tener con otra mujer por ser semejantes. Verlas juntas era un verdadero espectáculo. Desirée, con sus doce años, tenía toda la pureza en su ser; un rostro de sonrisa angelical, mejillas sonrosadas, y una larga cabellera rubia que le caía por los hombros y la espalda. Sus ojos eran de un claro verde oliva. Por otro lado, Adalgisa era igualmente bella pero del modo opuesto. Mientras que Desirée resultaba atractiva por su parecido con un ángel, Adalgisa atraía del mismo modo que el pecado. Y aun así, no tenía ningún interés en los hombres.
-¡Bertran! –gritó Arthur con las manos ahuecadas a los lados de su boca para llamar a su amigo.
-¡Estoy detrás de los libros de Teología! –se escuchó una voz como respuesta.
Arthur dio la vuelta a una estantería atravesada en un rincón de la sala y vio a Bertran, sentado en un escritorio. Escribía mientras ojeaba un libro viejísimo de unas pocas páginas. Al verlo, dejó la pluma en el tintero y lo miró.
-Supongo que Athos y Adalgisa te comentaron sobre eso de ir de caza.
-Sí…
-La verdad es que me da lo mismo ir, si ni siquiera podemos cazar una ardilla... Es otro asunto el que me interesa. -Bertran se detuvo y bajó la voz- La casa en la que nos hospedaremos pertenece a una familia… fuera de lo común.
-¿Qué dices? –preguntó Arthur acercándose más hacia Bertran.
-Verás, los dueños del lugar son unos tal Newness. Comercian telas, traídas de Oriente. Resulta ser que uno de ellos es también un reconocido médico, y según me contó mi padre, fue instruido por un egipcio. Mi padre no da crédito de nada, pero… -hizo señas a Arthur para que se acercara más - dicen que este hombre ha curado a un leproso.
Arthur alzó las cejas.
-Como no han querido decirme mucho más, propongo que lo averigüemos por nuestros propios medios y le preguntemos al mismo Newness. –Bertran esbozó una amplia sonrisa.
-No sé si debamos. Oye, ¿y qué estabas haciendo…?
-¿Ahora? Transcribía unos romances. -Bertran se levantó y fue hacia Arthur- Con permiso…
-Oh, claro -Arthur se hizo a un lado y Bertran pasó a dejar el libro que estaba trancribiendo en su pila correspondiente. Ambos fueron entonces hacia la entrada de la biblioteca, en donde habían quedado los demás.
Arthur permaneció helado por un momento; allí estaba Lucy, la dama de compañía de Desirée.
-¡Lucy!
Sin prestarle demasiada atención, Lucy lo miró con una fugaz sonrisa y tomando a Desirée de la mano dijo a todos:
-Lo siento, me llevo a esta niña. La Señora Kindness ha comenzado a impacientarse por la ausencia de su hija. ¡Los veremos luego!
-¡Hasta luego! –alcanzó a saludar Desirée, siendo arrastrada por Lucy. Bertran las despidió con la mano mientras se alejaban por el pasillo. Miró el rostro de Arthur, estaba pálido.
-¿Sucede algo?
-N…no, no me pasa nada. -dijo volviendo en sí. Athos y Adalgisa lo miraban conteniendo las risas- Ustedes ni se atrevan a decir “ah”. Vamos, Bertran, vamos a robar algo de comida de la cocina, me muero de hambre… -tomó a Bertran del brazo y se lo llevó, no sin antes decir a los hermanos:
-Vayan y aprovechen a hacer lo que quieran, que nos volveremos a ver más tarde. -lo miraron despectivamente y luego se encaminaron hacia la salida del recinto.
En un amplio salón, la Señora Kindness, madre de Desirée, se encontraba sentada en un banquito mientras detrás de ella Lucy pasaba el cepillo por su larga cabellera. Junto al ventanal que daba al exterior del recinto, estaba sentada Desirée. Fingía leer un pequeño libro mientras observaba a Lucy. Le llevaba dos años pero parecía llevarle diez, era toda una mujer. En ella cada gesto tenía una carga implícita de sensualidad, y el cabello rojizo realzaba sus bellas facciones. “Claro, ¿y cómo Arthur no estaría atraído por ella?”, pensó Desirée. Ya hacía algún tiempo había notado cómo la miraba. Era como si lo estuvieran cacheteando. Varias veces se había puesto la mano en el estómago al verla pasar. Otras, cuando parecía estar callado, Desirée lo había escuchado suspirar y mover los labios diciendo en silencio su nombre. Desirée sospechaba que Lucy conocía perfectamente los sentimientos de Arthur, pero aun así, lo ignoraba o pretendía hacerlo. “Pobre, él no lo merece”, pensó. Tenía gran afecto por Arthur y no le agradaba verlo sufrir así.
-¿Qué lees, Desirée? -le preguntó su madre, la joven se sobresaltó.
-¡Ah! Eh… Es un libro que habla sobre la mitología de los antiguos griegos.
-¿Para qué lees cosas que sabes que son mentiras? -se mofó Lucy mientras trenzaba el pelo de la señora Kindness.
-¿Que por qué lo leo…? -no encontró una respuesta, pero le molestaba que Lucy criticara lo que leía, sólo porque no entendía nada de literatura por no saber siquiera leer.
-Déjala, hace bien en querer instruirse. De haber podido, hubiera pedido que me enseñaran a leer cuando niña. Pero no tuve la suerte de tener amigos dispuestos a dedicar tanto tiempo en mí. -se refería a Arthur y a Bertran, que hacía unos años atrás habían perdido horas y horas cada día para lograr que Desirée leyera tan bien como ellos.
Sin prestarles atención, se sumergió en la lectura. “¿Todo esto es mentira?”, se preguntó mientras pensaba en todas aquellas historias acerca de dioses, hechiceros, hombres con poderes sobrenaturales… La historia que más le fascinaba era la de Hades, el señor del Inframundo. La había leído tantas veces, que imaginaba a la perfección cómo sería su reino. El camino directo para llegar allí era un río que aparecía al instante de la muerte. Ella podía figurarse aquello: imaginaba su alma estando de pie en medio de la noche. Tendría miedo, quizá, pero tras una breve espera llegaría una barca, dirigida por Caronte, una figura sombría en apariencia, pero amable.
-Ha llegado tu hora y debes venir conmigo, yo te llevaré al Hades, no temas.
-No tengo miedo. Es muestra de sabiduría aceptar la propia muerte con naturalidad. -diría ella.
Entonces subiría invitada por Caronte. Habría otras almas viajando con ella, un tanto confundidas… El viaje no duraría demasiado, y pronto entrarían sin más en el Inframundo. Lo que la atemorizaba era aquella bestia de tres cabezas, el Cerbero… Éste era un horrendo perro que chorreaba una espesa baba por sus fauces, con enormes colmillos y los ojos inyectados en sangre. Una vez pasado aquello, estando ante los tres jueces Minos, Radamantis y Éaco, el lugar que le correspondía a ella sería decidido.
-A un lado está el Tártaro, donde las almas sufren tormentos inimaginables. –diría Minos.
-Al otro están los Campos Elíseos, donde las almas buenas reciben su recompensa por haber llevado una recta vida. –diría Radamantis.
-Y allí es adonde irás tú. –diría Éaco.
Desirée estaba segura de que iría allí, y para seguir estándolo se ocupaba de ser siempre buena.
Pero claro, todo aquello era mentira.
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