Hace ya algunos años vivió en una hermosa ciudad costera un joven huérfano, esmirriado y desgarbado llamado Oswaldo a quien todos conocían simplemente por el mote de "Waldo". Waldo era muy pobre y los paupérrimos ingresos que obtenía en el puerto descargando cajas de mercancía que procedían de diversas partes del mundo apenas le alcanzaban lo suficiente para pagar el alquiler de una pequeña y mohosa buhardilla, la cual era extremadamente calurosa en el verano y condenadamente fría durante el invierno, ubicada en uno de los antiguos edificios del centro a donde únicamente llegaba a dormir hasta bien entrada la noche cuando terminaba con su pesada y agotadora jornada de trabajo.
Cada domingo, que era su único día de descanso, se sentaba en una de las bancas de la plaza principal a tocar su violín, el único objeto valioso que poseía y que había heredado de su difunto abuelo quien en vida había sido un afamado concertista, para así ganar un poco más de dinero. Sin embargo, Waldo no había heredado ni una pizca del talento de su abuelo, sino todo lo contrario, era un completo desastre como músico. El ingenuo muchacho pensaba que su torpeza para interpretar el violín se debía a su falta de práctica y no a su evidente ausencia de habilidad musical.
A pesar de su pésima forma de tocar, nunca faltaban las personas que se compadecían de su miseria y le depositaban unas insignificantes monedas dentro de su sombrero viejo y remendado, lo cual él siempre agradecía enormemente.
Tal parecía que la suerte de Waldo no iba a cambiar nunca, y si lo hacía, seguramente sería para empeorar.
Como cada otoño, las aguas llegaron y no paró de llover en toda la ciudad durante varias semanas. Muy poca gente se paseaba por la plaza y el escaso dinero que el joven llegaba a recibir se redujo a casi nada.
Uno de esos días que resultó ser aún más lluvioso, frío y triste que los demás, no logró recolectar ni una miserable moneda; a nadie le apetecía salir a pasear con el mal tiempo. En cuanto oscureció, Waldo emprendió el camino de regreso a su edificio cruzando las calles adoquinadas enfundado en su desgastado impermeable de un horrendo tono amarillo chillón saltando los numerosos charcos con sus botas negras de plástico para evitar que la lluvia lo empapara hasta los huesos y pescara un resfriado.
Waldo iba maldiciendo su suerte para sus adentros, cuando una suave melodía de violín, interrumpió bruscamente sus pensamientos. Alguien tocaba con maestría y profundo sentimiento una pieza melancólica y exquisita que el chico nunca antes había escuchado y decidió averiguar su procedencia.
Corrió por las calles, doblando a diestra y siniestra, guiándose por el sonido de la música que cada vez se escuchaba más claro y fuerte, lo cual le indicaba que estaba muy cerca de encontrar al prodigioso intérprete. Siguió andando hasta que la melodía lo condujo hacia un estrecho y oscuro callejón sin salida.
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