Menuda sorpresa se llevó Waldo al descubrir que aquel virtuoso violinista que había estado buscando desesperadamente no era nada más que un gato flacucho de color negro con el hocico y las patas blancas que vestía un viejo esmoquin de cola de pato y llevaba un sombrero de copa roto de la parte de arriba como una vieja lata de conservas. El felino se encontraba sentado sobre un desvencijado y apolillado barril con los ojos entrecerrados sosteniendo entre sus patas delanteras un pequeño violín al que conseguía arrancar las notas más sublimes y armoniosas.
El muchacho se aproximó lentamente para observar de cerca al gato, pero como el callejón estaba tan oscuro, no reparó en que se encaminaba directo a un bote que estaba a rebosar de basura maloliente y chocó contra él provocando un gran estruendo que asustó al singular músico el cual dejó de tocar y bajó de su barril dando un gran salto presto para huir lo más rápido que le dieran sus ágiles patas.
— ¡Espera! ¡No te vayas! — le suplicó Waldo tratando de levantarse del suelo y sacudiéndose de encima una cáscara de plátano y un esqueleto de pescado que ya apestaba a podredumbre. — Nunca antes había escuchado a un gato tocar el violín como lo haces tú. Bueno, la verdad es que nunca antes había conocido a un gato violinista.
El gato detuvo su carrera y dio media vuelta para mirar a su interlocutor de frente, y para sorpresa de éste, se acercó y le respondió. — Tienes razón muchacho, un felino que tiene la extraña afición de tocar el violín no es algo que se encuentre todos los días.
— No, claro que no ¿y sabes? — le dijo Waldo. — Yo también soy violinista, toco todos los domingos en la plaza principal, aunque no soy tan bueno como lo era mi abuelo.
— No te aflijas por eso, jovencito — replicó el gato tratando de animarlo. — Todo es cuestión de tener habilidad y ponerla en práctica.
— Ya lo sé, pero es que trabajo todo el día en el puerto para ganar un raquítico salario que apenas me da para malvivir y rara vez dispongo de tiempo libre para perfeccionar mi talento.
— Me apena mucho oír eso — se lamentó el minino. — Si yo pudiera echarte una mano, o más bien una pata, para mejorar tu situación, con gusto lo haría.
A Waldo se le iluminaron los ojos de emoción al escuchar eso y una idea comenzó a brotar en su cabeza. — ¿Sabes? Creo que existe una forma en que puedes ayudarme.
— Muy bien muchacho, dime ¿de qué se trata?
— Estaba pensando, esto... se me había ocurrido que quizá... — titubeó el chico al tratar de explicarse — ...que quizá tú podrías enseñarme a tocar.
El gato meditó aquella propuesta durante unos segundos que a Waldo le parecieron eternos. — Si quieres que sea tu maestro particular de música tendría que exigirte un salario, y tú no tienes suficiente dinero para pagármelo. Pero no te preocupes por eso, te daré unas buenas lecciones de violín a cambio de dos condiciones que no tendrás problema en cumplir.
— ¡Soy todo oídos! — replicó Waldo frotándose las manos con gran regocijo. — Te prometo que cumpliré al pie de la letra cada una de las condiciones que me pidas.
— La primera de ellas es que quiero que me des alojamiento en tu vivienda, este barril en el que vivo es viejísimo y cuando llueve se cuela toda el agua y no me vendría mal tener un mejor techo donde dormir; y la segunda condición es que compartas conmigo una cuarta parte de tus alimentos ¿Estás de acuerdo?
— Bueno, mi buhardilla no es la gran cosa ni mi comida tampoco, sin embargo creo que las condiciones que me pides son justas. Vendrás a vivir conmigo pues, y cuando vuelva a casa por las noches me ayudarás a practicar con el violín.
— Entonces ¿trato hecho? — preguntó el gato extendiendo su pata derecha para que el joven la estrechara entre su mano.
— ¡Trato hecho! — respondió Waldo tomándole la pata.
— Por cierto, todavía no nos hemos presentado formalmente. Mi nombre es Wenceslao ¿y tú cómo te llamas?
— Oswaldo, pero todos me dicen Waldo.
— Muy bien Waldo, ahora ¡Llévame a mi nuevo hogar, por favor!
El felino y el muchacho emprendieron el camino a casa, y éste último se regodeaba para sus adentros pensando en que al fin, después de haber pasado por tantas penurias, la suerte le sonreía.
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