En el recinto oeste del castillo, las familias Greed y Annoy se encontraban reunidas prontas a almorzar. A medida que llegaban, cada uno se lavaba las manos en los cuencos de agua que les tendían sus criados. Luego de secárselas esperaban de pie a la mesa que llegara el resto. Los criados entraban y salían por un discreto pasillo trayendo los últimos platos a la mesa.
Arthur y Bertran aún no llegaban y los comensales ya empezaban a impacientarse. Se oyó a alguien preguntar por los señoritos y esto provocó un silencio incómodo. El Señor Annoy carraspeó un par de veces, aumentando la tensión.
-Hace lo que quiere. Necesita límites. –aseveró la Señora Greed rompiendo el silencio, y clavó su mirada en la madre de Bertran.
Ésta, dando por hecho que no se refería a Arthur, la miró fijo a los ojos en afán de decirle “No te importará cómo crío a mi propio hijo, ¿no?”
Al instante, ambos jóvenes aparecieron por la puerta. Arthur aún masticaba lo que había birlado de la cocina y Bertran tenía migajas alrededor de la boca. Un criado calvo que sostenía una bandeja con un pollo al cual se le notaban las patas recién arrancadas los miró con mala cara.
El Señor Greed, que en aquella ocasión estaba a la cabecera de la mesa, hizo la señal de la cruz y todos lo imitaron.
-Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar.
-Amén. -respondieron todos al unísono, exceptuando a Arthur y Bertran, que con la boca medio llena apenas si pudieron balbucear. El joven Greed recibió al instante un discreto correctivo por parte de su madre que lo obligó a agachar la cabeza para esquivar la palma. La Señora Annoy, resignada, se limitó a mirar con reproche a su hijo, que se sonreía como si nada mientras se sentaban todos. Los dos jóvenes se sentaron apresuradamente uno al lado del otro y, compartiendo el plato, empezaron a comer mientras cuchicheaban.
-Luego volveremos a la biblioteca, quiero mostrarte unos ejemplares interesantes que he encontrado. -dijo Bertran.
-¿Acerca de….?
-Puedes hacerte una idea. Sólo que están en un idioma…
Bertran Annoy seguía hablando con Arthur a la vez que escuchaba la conversación entre su padre y el Señor Greed -se le daba muy bien el hacer varias cosas al mismo tiempo.
-Me gustaría ir, pero debo cuidar algunos asuntos aquí… -dijo el Señor Greed.
-Entiendo, entiendo… No creas que hago este viaje por puro placer… Este tal Eliezer Newness, está en el circuito de importación de telas desde oriente, ¡si vieras la calidad! Le vendrá bien asegurarse las ventas, así que lo invitaré a que venga a Fynnon Tir. Si él necesita poner sus telas en el mercado, yo seré quien lo ayude. Y por supuesto, esto también me traerá beneficios. Y a Fynnon Tir. -el Señor Annoy sonrió orgulloso y tomando una uva se echó sobre su respaldo, satisfecho.
-Mi estimado Ireneo, el mejor negocio fue, es, y será siempre, un buen matrimonio.
-Ya verás, espera a ver los resultados…
-Nada de lo que hagas con esas telas será más auspicioso que el futuro matrimonio entre el sobrino de los Kindness y tu hija.
-No voy a contradecirte, pero en ese tema debo ser paciente. Ninguno de los dos está en edad de casarse y sus padres no han dado aún una afirmación definitiva. Y hablando de eso… ¿Aún no has encontrado alguna candidata para Arthur?
Arthur se atragantó con un bocado de pollo y Bertran rió.
-No, no aún… Quiero una alianza que valga la pena. Es el único heredero…
En efecto, las dos familias se encontraban en situaciones desiguales en cuanto a descendencia. Los Annoy habían ya criado a cuatro hijos de buena salud. Empezando por el mayor, Carl Annoy, quien había contraído matrimonio con una noble escocesa. Su otra hija Liza tenía una boda programada con el primo de Desirée, cuyo padre era cercano al rey. Por lo demás, John, el hermano menor de Bertran, era muy hábil en el arte de la esgrima, y sus padres deseaban que en el futuro pudiera llegar a ser un hábil soldado. En cuanto a Bertran, sus padres estaban convencidos de que llegaría a ser un gran erudito con todo lo que leía. “Seguro será un buen diplomático, en tanto no se le dé por refugiarse en su cuarto a catalogar extrañas hierbas y animales”, pensaba su madre.
En cuanto a los Greed, todos los hermanos de Arthur habían muerto a edad prematura; tres mayores y tres menores. El primero no pasó el mes de vida. El segundo nació prematuro; no pasó la hora. El tercero llegó a cumplir dos años y murió de gripe el mismo año en que nació Arthur. El quinto hijo nació con dificultad para respirar y no superó los cinco meses, el sexto nació muerto, y el séptimo ni siquiera llegó a nacer; la Señora Greed perdió el embarazo a los tres meses.
Arthur creía que tenía años regalados de vida que podían saldarse en cualquier momento, y sus padres se lo hacían sentir a menudo, mimándolo y sobreprotegiéndolo.
La madre de Bertran temía que el afán de conocimiento que éste compartía con Arthur terminara por llevar a su hijo por mal camino. Antes, cuando era aún un niño, Bertran solía hacer buena letra con todo el que fuera a visitar a sus padres, pero cuando empezó a juntarse más con con Arthur Greed, desaparecía instantáneamente sin molestarse en dar la bienvenida a cualquier visita importante. Lo que realmente deseaba Bertran era saber si existía algo más allá de lo mundano y vulgar; si existía la magia. En sus arduas horas de lectura junto a Arthur, los dos jóvenes habían aprendido sobre la Historia y la Filosofía de Grecia, de Roma, así como habían devorado las tragedias, hagiografías y antiguos poemas de origen gaélico. Era en el folclore y en las historias de milagros donde profesaban mayor fascinación. Desde que Bertran había leído acerca de los druidas que habían habitado allí siglos atrás, estaba empeñado en saber sobre sus prácticas, y aunque era algo que guardaba de hablar en alto, confiaba en que estos antiguos sacerdotes paganos conocían la verdadera magia.
Por su parte, Arthur se mostraba escéptico, aunque sentía interés por todo aquello. Mientras que Bertran solía dar vuelta la biblioteca para encontrar herbarios con medicina druídica perdida, Arthur se había sentido intrigado con la idea que tenían los gaélicos sobre la reencarnación. De niño, su madre lo había regañado en más de una ocasión por compartir ideas como éstas, contrarias a la fe; pronto Arthur había entendido que tenía que guardarse para sí sus dudas. Si bien aún no tenía una respuesta que lo confortara del miedo a lo que habría más allá de la muerte, sería un consuelo si al menos pudiera vivir algo grandioso.
John interrumpió de un codeo a su hermano, distrayéndolo de su charla con Arthur.
-Bertran, ¿quieres aprovechar a entrenar esta tarde? Al atardecer suele estar vacío y podemos usar los hombres de paja para las estocadas…
-No, John, esta tarde estoy ocupado… -le respondió con un dejo de fastidio en la voz. Si bien no se llevaban mal, Bertran sabía que su hermano menor podía acapararlo cuando se trataba de practicar la esgrima. John lo miró decepcionado y enseguida desvió los ojos a Arthur, que se sonrojó avergonzado de ser el culpable de “llevarse a Bertran”. John era buen chico pero manejaba un nivel de entusiasmo por el ejercicio que no combinaba bien con el espíritu curioso y reflexivo de Bertran y Arthur.
Bertran se volvió hacia Arthur- Vamos, te mostraré esos manuscritos. -ya todos habían terminado de comer y se levantaban de sus asientos. Sin perder más tiempo, los dos jóvenes volvieron a la biblioteca.
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