Después de haber quedado totalmente exhibido en aquel Festival de Primavera, Waldo volvió a ser el chico sin suerte y sin talento que malvivía en su ruinosa buhardilla descargando cajas en el puerto. Nunca más se atrevió a poner un pie en la plaza donde ahora Wenceslao se dedicaba a deleitar a los transeúntes con sus hermosas interpretaciones, y gracias al buen dinero que recibía por su gran talento, ya no era un gato flacucho y harapiento sino que había ganado peso y vestía con los mejores fracs y sombreros de copa.
A pesar de que su extraordinario talento le había hecho ganar mucha popularidad, Wenceslao se mantuvo en sus cabales y siguió siendo tan humilde como siempre. Aunque incluso llegaron a ofrecerle jugosos contratos para tocar con los mejores directores en orquestas sinfónicas internacionales de renombre, él prefirió continuar tocando en las calles para la gente sencilla; porque gracias a su experiencia, comprendió que la ambición desmedida por la fama y el dinero podía llegar a corromper hasta a la más pura y noble de las almas.
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