Enseguida todos se sentaron a la mesa y se dispusieron a probar las delicias que les habían preparado: frescos panes integrales, yogurt con frutos del bosque y el tan aclamado dulce de higos. El Señor Annoy, olvidando bendecir la comida, engullió todo en un santiamén. Una vez que estuvieron todos repletos, empezó con una de sus típicas pláticas de negocios, que derivaban luego en anécdotas de sus viajes y luego de la vida en Fynnon Tir.
Luego de aquel aperitivo, trajeron un pavo asado que era algo chico para el gusto del Señor Annoy, pero se tuvo que conformar. Mientras, Arthur, Bertran y Athos entablaron su primera conversación con Eliezer hijo.
-Mi padre me ha comentado que manejan un gran comercio de telas, ¿no es así?
-Así es, es una tradición de la familia. –contestó sonriente Eliezer, aunque sin demostrar demasiado interés en el asunto.
-¿Hace cuánto? –dijo al fin Athos, mientras sostenía un trozo de pan.
-Uf… Hace más o menos un siglo… -respondió en un tono desinteresado y mecánico. Luego, Ireneo Annoy siguió contando sobre sus viajes y lo que había cazado en ellos. Por momentos era claro que exageraba, y sus historias obtenían tintes hasta fantásticos. Las interpretaba dramáticamente abriendo mucho los ojos y sarandeando a veces la pata de pavo en la mano.
Una vez que por fin hubo terminado con su inacabable monólogo, y antes de que Eliezer padre cabeceara por décima vez, los criados se dispusieron a acomodar las habitaciones y conducir a los visitantes a sus respectivas camas.
-Es la habitación de los Señores. Newness ha decidido mudarse a la habitación contigua por lo que dure su estadía. –les avisó una hermosa criada antes de retirarse para dejarlos dormir.
Arthur no tardó en echarse en su cama -una mullida colchoneta, como las demás- con los brazos detrás de su cabeza.
-¿Y, qué tal? La comida estuvo mejor que el banquete de Buckingham.
-Mi padre no piensa lo mismo.
-¡Dios me guarde! Mañana cazaré un ciervo, y será mi cena durante todo el mes. No lo compartiré con nadie. – el Señor Annoy revisaba que todo su equipaje permaneciera donde lo habían guardado al llegar; el dinero en el cofre, la ropa en los cajones y el arsenal en el armario. Athos aguardaba que todos se ubicaran para tomar la última cama, no quería parecer impertinente ante el padre de Bertran.
-¿Ya saldremos mañana?
-Claro, Bertran, y estoy seguro que podremos hacer una caza mayor.
-Imaginé que no venía solamente a cazar liebres y perdices, padre. - rio por lo bajo Bertran.
-¿Creen que vayamos a cazar venados o quizá haya algún oso? –preguntó Arthur.
-Ja, ja, desde que mi bisabuelo cazó ese oso y colocó su cabeza en el comedor de la familia, mi padre no descansará hasta superarlo.
-Espera primero a cazar algo antes de presumir, Bertran. –bromeó Arthur. Bertran soltó un bufido molesto, pero no por la burla, sino por el recuerdo.
-He estado en esas salidas a los alrededores de la muralla a atrapar alguna liebre. La verdad, es bastante aburrido, no te pierdes nada.
-Porque nunca atrapaste ninguna. –dijo Arthur.
-Alguna vez, casi… -admitió mirando al suelo– ¡Pero bueno! Podemos simplemente mirar…
-Y mientras tu padre llega con un siervo coronado a los hombros, aparecemos nosotros con unos gorriones cazados con honda. Temible.
-Demonios. Dormir en la misma habitación que esta gente. –vociferó por lo bajo Athos en confusa lengua germánica.
-Vayan a dormir, muchachos. Mañana temprano llegan los perros, y no podemos perder el tiempo. –Arthur y Bertran protestaron un poco antes de acomodarse para dormir. Athos se había cambiado y ya estaba en la cama.
Arthur hubiera querido quedarse despierto y así aprovechar para hacer sus anotaciones, pero el haber permanecido despierto todo el viaje le obligó a él y a Bertran a desplomarse en profundo sueño. La habitación era cálida; los leños del hogar crepitaban guareciendo del frío de la noche a los huéspedes.
Aún era de noche, cuando el Señor Annoy, efusivo, se acercó a Arthur y Bertran y les gritó:.
-¡Vamos, vagos! No valen los jabalíes que hayan cazado en sus sueños.
-¡Pero si todavía no amaneció siquiera! -refunfuñó Bertran agarrándose a las mantas.
-Ay, hijo hijo… tenemos que estar en el bosque antes de que las bestias despierten.
Apenas si podían abrir los ojos. Estaban como inanimados, tapados hasta la nariz. Luego de varios gritos más y de que el Señor Annoy amenazara con echarles una jarra de agua helada, se levantaron de sus colchonetas. Cuando miraron hacia el colchón de Athos, notaron que las sábanas estaban acomodadas. Luego se percataron de que en el escritorio junto a la ventana, éste se encontraba absorto en la escritura a la luz de una vela. Los dos jóvenes se le acercaron con exagerado disimulo. Arthur estiró el cuello por sobre el hombro de Athos para ver qué escribía.
-Sé que están ahí. –dijo fastidiado.
-¿Le escribes a Adalgisa? –preguntó Arthur. Athos apartó la carta de su vista.
-¿A qué hora te levantaste, hombre? –preguntó Bertran entre bostezos. Athos se incorporó negando con la cabeza. Enrolló el pergamino y le puso el sello de su anillo.
-Vamos a desayunar. –dijo tajante. Los otros dos se encogieron de hombros y lo siguieron por las escaleras hacia el comedor, donde ya todo estaba servido.
Sin más rodeos, Arthur y Bertran se sentaron y empezaron a devorar todo lo que se les cruzaba por la vista. El Señor Newness los miró y se rio.
-Parece que hay hambre.
-Debe ser el aire de aquí. –dijo el Señor Annoy, y empezó a contar una historia de su juventud en la que recordaba haber salido de caza con su padre y su tío, y cómo había comido casi él solo el venado que habían cazado. Athos miraba con una mirada amarga como su té.
No pasó mucho tiempo, cuando Ireneo Annoy debió interrumpir su monólogo al escucharse las decenas de ladridos provenientes del exterior de la cabaña. Arhur y Bertran se asomaron por la ventana que daba al patio interno y vieron una media docena de canes que acababan de llegar. Todos olfateaban el aire, el suelo, a los criados -quienes les habían preparado unos trozos de carne y agua fresca-, preparados para salir de caza. El Señor Annoy se levantó y el banco casi cayó al suelo, aún con los comensales sentados, y salió con paso ligero hacia el patio. Bertran se dejó deslizar fuera del asiento, desganado, mientras que Arthur trataba de ocultar lo molesto que le resultaban los ladridos.
Una vez fuera y preparados, el Señor Annoy les dio un arco y un carcaj con flechas a cada uno. Tanto Bertran como Arthur trataron de estirar la cuerda, pero no lo lograron por lo tenso que estaba el arco.
-Deberían darles unos de principiantes, ¿no creen? –ambos se voltearon hacia Athos, que había podido estirar a la perfección su arco y les apuntaba, con un ojo guiñado. Ambos retrocedieron por impulso.
-¡Baja eso! -gritó Arthur.
-¿Sabes usar el arco? -se sorprendió Bertran.
Athos rio dándose aires de superioridad. Relajó ambos brazos y bajó el arco.
Arthur se acercó a Bertran y le habló por lo bajo:
-Yo me andaría con cuidado, no le confío que no vaya a hacer alguna locura.
-¿Tú crees? Bueno, me cuidaré, porque respeto tus consejos.
-Tampoco alardees, Bertran. -le dio un golpe amistoso en el hombro e indicó que Athos los escudriñaba.
Antes de que aumentara la tensión, llegó junto a ellos el joven Eliezer, con el carcaj y el arco ya en la espalda y una lanza en la mano.
-Creí que tú y tu padre no eran de cazar. -preguntó Arthur extrañado.
-No mucho, de cualquier manera no voy a cazar hoy. -Eliezer rio- Simplemente los acompañaré porque conozco la zona. Lo demás es para defenderme, en el caso que sea necesario, además de que encuentro entretenida la práctica con el arco. Seguiremos al grupo del Señor Annoy, luego acamparemos en algún claro que encontremos viable para establecernos, de manera de estar antes del amanecer, así vuestro padre podrá tener más suerte en la caza.
Tras decir esto, los cuatro jóvenes se pusieron en marcha.
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