Nosotros, habitantes del Universo, conocemos diversas maneras de medir el tiempo: por ciclos lunares, por el girar de la Tierra alrededor del Sol… Ciclos regidos por el movimiento de los astros, ¿pero qué ocurriría si tal movimiento no existiese? Esa fue la realidad que encontró el Infierno desde sus lejanos orígenes. Una tierra eterna, infinita y plana, iluminada por fuego, sin sol alguno.
Los demonios que habitaban allí no hacían más que comer cuando tenían hambre y dormir cuando tenían sueño, o se entregaban al juego y al placer siempre que tuvieran ganas. Las camas más cómodas que podían encontrarse eran de mullida tierra y al intemperie; con suerte, algunos podían hacerse con cuevas que les servían de refugio para no ser molestados.
La Regente del Infierno, Serpens, se dio cuenta entonces de que dormir en el suelo no era tan cómodo, y que las paredes rústicas e irregulares de una caverna no eran propias para alguien de su rango. Cansada, llena de dolor por dormir una eternidad sobre la roca, se dirigió al demonio Af, que se encontraba durmiendo bajo un espino, y lo despertó para mal suyo.
-¿Eh? ¿Por qué interrumpen mi sueño? -se quejó la inferior criatura.
-Insignificante Af, tu soberana te ordena levantar un castillo. Ve a conseguir las rocas más duras y alza los fuertes muros.
-Lo haré, Su Excelencia.
-¿Cuánto te llevará terminar tu labor?
-Un rato, Su Excelencia.
Y siguió Serpens su caminata, y se encontró con Azazel, y así se dirigió:
-Dulce Azazel, consigue las plumas más suaves, la seda más fina, y haz para tu Suprema un colchón y una almohada donde poder reposar.
-Lo haré, Su Excelencia.
-¿Cuándo empezarás tu labor?
-Cuando termine de jugar, Su Excelencia.
Entonces Serpens fue a recorrer la infinidad del Infierno, soñando con su inmenso castillo y su cómoda litera hasta que sus pies sintieron el cansancio y tuvo que regresar. Y volvió a encontrar a Af, descansando bajo el espino.
-Af, ¿has construido para mí un castillo?
-Todavía no, Su Excelencia.
-¿Cuánto tendré que esperar para poder guarecerme en mi fortaleza?
-Un rato más, Su Excelencia.
Y la Regente siguió, con la esperanza de que al menos tendría su mullido colchón. Y encontró nuevamente a Azazel.
-Dulce Azazel, ¿has confeccionado para mí un colchón, una suave almohada?
-Todavía no, Su Excelencia.
-¿Y a qué se debe tu desobediencia?
-Yo no he desobedecido. Aún no he terminado de jugar. ¿Quiere Su Excelencia acaso poner un límite a mi juego? ¿Quiere acaso que deje de jugar cuando el Fuego Eterno se apague, cuando el suelo se abra implacable, cuando la pequeña salamandra se convierta en un inmenso monstruo?
Serpens pensó con gravedad: “pero el Fuego Eterno nunca cesará de arder, el suelo nunca se abrirá, y la salamandra siempre será salamandra.”
Agobiada, decidió retirarse a los vastos desiertos infernales, a las dunas sin nombre. Y allí se quedó largo tiempo; un instante o una eternidad. “Nada cambia, nada evoluciona… Y las cosas deben hacerse, ¿pero cuándo? Sin Tiempo, incluso para mí es imposible ejercer control”, se repetía a sí misma.
Hasta que notó cómo las dunas cambiaban su forma, cómo los granos de arena se movían con la mágica acción del viento, y tomó un puñado entre sus manos.
Y dejó caer el puñado de arena por entre sus dedos, y entonces supo cuál era la solución a sus problemas; haciendo uso de su inmenso poder, cargó no un puñado, sino toda la arena que había en aquel infinito desierto, y la llevó consigo de regreso a las regiones pobladas del Infierno.
Entonces reunió a todos los demonios ante sí.
-Mis vasallos, mis esclavos, hoy tengo que hacerles una pregunta. Una importante labor debe ser realizada, y para ello necesito al más valioso, al más dispuesto a ayudarme. ¿Quién de ustedes me aprecia más, quién se atreve a cumplir la inmensa misión por la que estaré eternamente agradecida?
Los demonios se miraron entre sí, hubo murmullos, cuchicheos, y ofertas llenas de falsedad, hasta que una deidad infernal, el humilde Satres, alzó su mano con timidez.
-Yo, Su Excelencia, gustoso haré lo que usted pida.
Serpens, llena de felicidad, atrajo a Satres ante sí y lo tomó de las manos.
-Mi Satres, tendrás la mayor de las responsabilidades del Infierno. Traigo conmigo toda la arena del desierto sin nombre. Con tu ingenio inventarás un artefacto que la contenga y la deje caer de a un grano a la vez, y que cuando haya caído toda pueda volver a caer. Luego hablaremos.
Y Satres se entregó a la labor encomendada, y no esperó, pues era cierto que no había demonio en el Infierno tan dispuesto a servir como él. Enseguida fue ante Serpens y le mostró orgulloso su obra; no uno, sino infinitos relojes de arena, cada uno con el doble de capacidad que el anterior.
-Mi Ama, espero cumplir con sus expectativas. Verá, lo único que tengo que hacer es darlos vuelta, y la arena comenzará a caer de nuevo.
-Satres, mi Satres, me llenas de orgullo. Juntos hemos inventado el Tiempo. Lo que debo pedirte ahora es aún más grande que lo que has hecho.
-Mi Ama, usted puede pedir lo que quiera, y yo estaré dispuesto a servir.
Serpens fue hacia el reloj de mayor tamaño y lo dio vuelta, la arena empezó a caer.
-Cuando el último grano caiga, ¡no antes ni después! Darás vuelta el reloj. Y así harás cada vez. Esa será tu responsabilidad durante toda la Eternidad.
Así, antes del primer reloj, Serpens vio erigirse su castillo. Los que no cumplieron el plazo fueron ejecutados. Los demonios de mayor rango también aprovecharon y mandaron a hacerse sus moradas. Los amantes imposibles pudieron soñar que sus anhelos se realizarían, dos o tres relojes después. Y mientras Satres daba vuelta los relojes, inventando distintas medidas de tiempo a pedido de Serpens, hasta que su vida consistió simplemente en eso. Hubo una ocasión en que una distracción, un desliz lo hizo girar el reloj un instante o una eternidad más tarde de lo que debía, y causó grandes problemas en el Infierno y en otros mundos, pero eso ya es otra historia.
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