2016
Las manos están atadas contra su espalda, las muñecas en carne viva. Mentiría si dijera que no está acostumbrada a no ser libre, pero lo que había vivido en los Laboratorios era nada comparado con el presente.
Entonces, los Laboratorios lucharon por mantenerla ignorante, pero ahora no es ciega ante las horas, minutos y segundos que pasa encerrada en esa cárcel con forma de casa. Siente el dolor muscular de sus brazos acalambrados después de estar tanto tiempo en una sola posición. Siente cada gota de transpiración que traza un recorrido sobre su piel y que la convierte en menos humana y más animal. En menos animal y más experimento.
Eso es ella. Un experimento para usar, en el que practicar y después desechar.
Ya perdió la cuenta de los días que pasaron desde que la Tierra se calló bajo sus pies, silenciada por un suero que la hace dormir a todas horas y por un tubo que la hace sufrir con cada respiro. A veces, su mente recorre los bordes de la consciencia y las sombras se alejan para formar siluetas de objetos y paredes, y ella no quiere hacer más que destrozar todo lo que tiene cerca, si tan solo pudiera salir de esa cama, pararse sobre sus dos piernas. Pero no puede, y cuando se da cuenta de eso, quiere volver al sueño eterno del suero.
Ser consciente es una maldición, no un milagro, porque también le quitaron lo único que era suyo, lo que la hace ser quien es y le recordaba, día a día, su nombre y apellido, aún cuando sus sentimientos, su cuerpo y emociones no eran completamente de ella.
La Tierra empezó a susurrarle secretos, contarle historias y cantarle canciones cuando tenía nueve años, casi toda una vida. Y nunca hubiera estado preparada para decirle adiós, menos en el momento en el que lo tuvo que hacer a la fuerza.
En algún punto de la oscuridad, una puerta se abre y se cierra. Tan rápido que ni siquiera un hilo de luz llega a entrar en la habitación. Hace que se pregunte cuándo fue la última vez que vio al sol, a la luna y a las estrellas. Lo único que sabe es que ahora están lejos de ella. En otro mundo, quizás. En otro universo, en otra galaxia.
Al ruido de la puerta cerrándose le siguen pisadas. Pisadas familiares y fuertes, que le hacen levantar la cabeza y prestar atención aunque le duela hacerlo. Es, quizás, la reacción más animal que desarrolló en los últimos días, horas, minutos. Cuando un animal está asustado, agudiza sus sentidos. Luego, ataca.
Si tan solo ella pudiera atacar.
Pero las pisadas están lejos todavía, donde ella no puede verlas y donde ellas no la pueden ver acostada boca abajo en una cama que no es suya, aunque piensa que en alguna parte tiene escrito que le pertenece. Esta es su prisión por nombre y apellido, por día y mes y año de nacimiento.
Nació con una marca sobre su cabeza que la llevó hacia ellos, hacia esta cama y a esa oscuridad sin principio ni final.
Le tiemblan las manos. Las abre y las cierra. Ese movimiento, que era simple hasta hacía no mucho tiempo, ahora le provoca estallidos de dolor. Una luz falsa, inexistente, se enciende detrás de sus párpados. Cierra los ojos, enceguecida, y le dan ganas de llorar. Del dolor, de la angustia, de la ira. Y no importa cuánto lo intenta, no puede hacerlo. También le sacaron las lágrimas.
Las pisadas son más fuertes ahora. Respira hondo y se prepara para lo que viene con ellas. El suero y el tubo, esos dos objetos que le sacan los sueños y le dan pesadillas, que le hacen tener una vida sin voz ni voluntad, sin luz y con oscuridad.
¿Por qué? Se preguntó muchas veces en el último tiempo, y se responde a sí misma una vez más. Porque las personas de poder harán todo lo que sea posible para tener a las cosas y personas peligrosas bajo su control. Ella es, probablemente, uno de los mejores ejemplos. Sus amigos, su familia, también lo eran, pero en tiempo pasado.
Ella, en tiempo presente.
¿Qué pensarían si la vieran ahora, atada, con los ojos secos y rojos y las manos llenas de sangre que, por primera vez en años, era suya y no de otros?
Nunca se lo dirían, pero se imagina que estarían decepcionados. Tantos años intentando escapar, y ella vuelve a las garras de aquellos que siempre los quisieron lastimar, no más que un experimento volviendo a un laboratorio. Para eso la habían creado. Para eso la atraparon y criaron, como ganado en la granja antes de ir al matadero.
Las manos dejan de temblar y se empiezan a retorcer cuando las pisadas se encuentran más cerca. Buscan liberarse, pero el nudo de la soga es fuerte y nada de lo que hace lo rompe. En otro contexto, habría podido soltarse, pero está débil y sola. Así está desde que la cerraron, desde que empezaron a buscar formas de romperla.
Solo que ella no se rompe. Para hacerlo, tiene que olvidarse de quién es.
Y nunca va a olvidar que es Emerald Grace, quien a los dieciséis le puso fin a esa primera tortura. Nunca va a olvidar que es Emerald, quien recorrió ciudades acompañada de personas que entonces eran desconocidas y ahora son su familia. Nunca va a olvidar que es Em, quien a los once años corrió lejos y dejó todo atrás para que la muerte de su hermano no fuera en vano.
No lo fue. Ni en ese momento, ni ahora.
Las pisadas se paran a su lado y aún en la oscuridad puede ver cómo se inclinan con una jeringa en mano. Emerald no puede ver la aguja en la punta, pero se la imagina brillando, burlándose de ella.
—Tan terca como de costumbre— masculla una de las pisadas, una mujer. No conoce su voz y si lo hace se olvidó de ella. Solo sabe que viene de un punto por encima de su cabeza. No es la que sostiene la jeringa.
Luego, siente algo frío y desconocido recorrer su piel. Una mano en un guante de látex, buscando la vena. Se retuerce, lucha por liberarse, pero la mujer la sujeta con fuerza mientras esa otra mano sigue su búsqueda. Emerald grita, pero el grito es ahogado por un pedazo de tela en su boca.
No puede hacer nada cuando la aguja se apoya en su antebrazo y se hunde bajo su piel como si fuera tan fina como papel. No puede hacer nada cuando siente la presión, primero hacia afuera, cuando la aguja atraviesa la piel y entra a su cuerpo, y después hacia adentro, cuando el contenido empieza a invadir su sangre.
Siempre le sorprendió lo instantáneos que son los efectos de la droga. Le sigue sorprendiendo cuando su cuerpo por fin deja de resistirse y se relaja sin su permiso bajo el agarre firme de la mujer. Su mente se empieza a nublar. No tanto como si estuviera entrando a un sueño, sino más bien como si estuviera entrando al olvido.
La boca se le seca. Quiere abrirla para decir algo, pero no lo logra. Los ojos se le cierran. No los puede volver a abrir. Intenta levantar la cabeza, pero ya es claro que su cuerpo dejó de ser suyo. Es tierra de nadie.
La mujer suspira con pesar y la suelta, a la vez que la aguja abandona su cuerpo. Siente un dolor agudo en su brazo, seguido por una corriente fresca y mínima ahí donde fue la inyección, y luego la herida es cubierta por algo suave y pegajoso. Un algodón y cinta.
Sigue sintiendo cosas, pero el mundo es cada vez más oscuro. En cuestión de minutos, sería un vacío.
¿Habría sido mejor morir años atrás, cuando tuvo la oportunidad? Esa es otra de las preguntas que se hace cuando recupera la consciencia, cuando su mente es clara y su cuerpo es suyo.
Abre y cierra las manos de nuevo, el único movimiento que logra hacer, aunque sea lento y doloroso. El dolor es su castigo, también, por no haber hecho lo correcto cuando pudo hacerlo.
Toma aire, temblorosa, y la invaden un centenar de pensamientos que solo aparecen en los instantes previos a sumirse en la oscuridad. Piensa en sus amigos, en su hermana del alma, en la persona que ama por sobre encima de todos. Piensa en ella misma, separada de ellos por el resto de su vida, quizás.
—Su pulso está bajando— anuncia la voz de la mujer a otra persona. La escucha lejos, como al otro lado de un túnel.
En su cabeza se empieza a formar esa habitación sin puertas ni ventanas que es el mundo de las pesadillas y del olvido.
La mujer sobre su cabeza quiere que ella se olvide, pero Emerald no va a darle esa satisfacción. Nunca le daría la satisfacción de ver su dolor a las personas que la lastiman. Eso le dijo una adolescente de pelo rubio rojizo y ojos celestes. Se lo dijo una amiga, una hermana.
¿Cuándo la vio por última vez? ¿Cuando tenía la piel pálida como el papel y los ojos inyectados en sangre, o cuando su piel estaba bronceada y sus labios levantados en una sonrisa? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Días, meses, años, milenios?
Esa chica, ahora una mujer tanto como lo era Emerald, le había prometido que nunca estaría sola de nuevo. Otro chico, ahora un hombre, le había prometido que la ayudaría, le había susurrado con una caricia de sus labios que siempre volvería a ella. Esas promesas se hicieron con sonrisas, con esperanzas de un futuro mejor.
Mientras le da la bienvenida a la oscuridad, recuerda esas sonrisas. Sus propios labios se levantan un poco, una gota de resistencia contra el suero y el tubo que, de a poco, se acerca a ella.
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