2016
Su mente es un borrón, una mancha negra que gira alrededor de una luz que podría ser real o un invento de su inconsciente. O quizás la vida que la obligaron a dejar atrás cuando la aprisionaron.
Ella siempre pensó en la vida, en su vida, como si fuera una luz. Al menos, así fue desde que la sacaron de las instalaciones y descubrió que había estado viviendo a oscuras por años sin dar cuenta, sin hacer nada por cambiarlo.
Pero esta oscuridad es distinta a la que conoció en su infancia y adolescencia. Si lo fuera, ya la habrían encontrado.
Se pone de costado y se queja al hacerlo. El cuerpo le duele, le grita, le pide que pare. Le ruega que ponga fin a su miseria de alguna forma.
Aprieta los ojos, que le arden de las lágrimas que no puede derramar. Y entre la negrura de su mente, aparece una pregunta.
¿Qué pensarían?
¿Qué pensarían Duncan y Kyleigh?
2008
Los conoció cuando tenía dieciséis años y estaba visitando Londres, aunque la palabra "visitar" no era la indicada. En esa época, Peter había tomado como costumbre dejarla deambular por la ciudad como premio e incentivo. Recuerda que ese día la había premiado porque había logrado hacer crecer un girasol en diez minutos. Para la próxima, debía hacerlo en cinco. Si no, no habría visita a la ciudad.
Pero Emerald había decidido hacer todo de a poco, disfrutar de su libertad temporal todo lo que pudiera, aunque fuera por unas pocas horas.
Hacía años que no podía disfrutar de las pequeñas cosas. Hacía años que había visitado Londres, y entonces lo había hecho acompañada de sus padres y William. Entonces, eran una familia sonriente que había logrado salir adelante, y en aquel momento su sueño era regresar a la ciudad acompañada de ellos, pero eso ya no era posible.
Se ajustó los mitones mientras observaba el movimiento en el Hyde Park. Bajo sus pies, la Tierra llamaba a animales para que se acercaran a Emerald, que se limitaba a alejarlos con una sacudida de mano. No la molestaban, pero no quería llamar la atención de las mujeres que paseaban a sus bebés, ni de las parejas que andaban de la mano, ni de los niños que corrían adelante de sus padres.
Acababa de echar a una ardilla cuando los vio por primera vez, a lo lejos, caminando lado a lado.
Eran una dupla dispar. Blanco y negro, sol y luna. Ella tenía el pelo entre rubio y colorado, la piel tan blanca que no parecía haber visto el sol en toda su vida. Hasta Emerald, que vivía bajo tierra, veía el sol todos los días y lo saboreaba como si no fuera a verlo al día siguiente. Quizás eso fue lo que le llamó la atención a Emerald, incluso antes de saber que el objetivo de esa chica era ella.
Y después estaba él. Era más grande que la chica, que como mucho tenía quince años. Él debía de tener diecisiete o dieciocho años, y tenía el pelo castaño oscuro que le llegaba hasta el lóbulo de las orejas. Y como con su acompañante, Emerald se encontró admirando el tono de piel, que era dorado, y lucía como si hubiera vuelto de unas vacaciones en la playa. Le gustaba, también, la manera en la que contrastaba con la piel de la chica y con el cielo blanco de ese día.
Y después estaban los detalles, como la forma en la que ese chico se movía, con una seguridad que Emerald no se imaginaba en sí misma. Y aún entonces supo que si algún día se llegaba a encontrar a solas con él, su presencia llenaría todo el espacio, como una luz espantando la oscuridad.
Meses después confirmaría esa teoría, pero para entonces ya se había olvidado de lo que pensó cuando vio a Duncan White por primera vez.
Si había un pensamiento que se mantuvo en todo momento e incluso años después, era que eran una dupla extraña, se mirara por donde se mirara.
Sin que ella lo notara, los dos chicos estaban frente a ella, tapándole la resolana del sol y mirándola con unos ojos de hielo. Meses después, cuando empezara a conocerlos, cuando se convirtieran en su familia, se daría cuenta que esos ojos no eran de hielo, sino que del cielo.
—Sos Emerald Grace— dijo la chica. No era una pregunta, sino que una afirmación. Y en esas pocas palabras, el acento todavía se marcaba levemente, pero Emerald se daría cuenta de que se mezclaba con los acentos de todos los lugares a los que esa chica viajó y viajaría, y cuanto más la escuchara hablar, y cuando más tiempo pasara, menos se notaría la acentuación de su país natal.
—Lo soy— dijo Emerald, sin pensarlo dos veces, y enlazó sus manos para evitar retorcer sus dedos. No sabía cómo relacionarse con chicos de su edad. Con ninguna persona, en realidad. Sus interacciones humanas se reducían a Peter y a unas pocas personas de las que ni siquiera sabía el nombre.
Por mucho tiempo después de esas semanas, tuvo la tentación de retorcer sus dedos más de una vez, de descargar sus frustraciones en el baile de sus manos. Pero de a poco aprendió a controlar esa necesidad, con ayuda de los que la rodearon y de la Tierra, cuyos susurros eran como canciones de cuna. Si no hubiera sido por esa presencia, hubiera perdido la cordura mucho tiempo atrás.
—Mi nombre es Kyleigh y él es mi hermano, Duncan— dijo la chica luego, señalándose a sí misma, y después al chico. Esa fue la primera vez que escuchó esos nombres, y no sería la última—. Somos los White.
Ese apellido despertó algo en su cabeza. Una advertencia dada siglos atrás, cuando todavía era muy joven para entender los peligros de ser quien era, cuando todavía la pérdida de su familia era cercana. Le habían dicho que si alguna vez se encontraba con alguien apellidado de esa manera, debía escapar o luchar. Y que de ninguna forma se dejara atrapar.
Pero los dos chicos frente a ella parecían inofensivos. De su edad. No había forma de que la atraparan, la atacaran o le dieran una razón por escapar, aunque sabía que las apariencias podían engañar.
—Váyanse— recuerda haberles dicho mientras retorcía los dedos. No, no eran peligrosos, pero ella tampoco era estúpida.
—Podemos ayudarte.
Esas fueron las primeras palabras de Duncan, a modo de respuesta a la demanda de Emerald. Un grito de resistencia que hizo que ella entornara los ojos en dirección a ese chico, cuyo nombre todavía no significaba nada.
Podemos ayudarte. Ese sería su mantra en las noches frías de una habitación desconocida y de una casa parisina llena de vida y voces.
Cuando los vio por primera vez, no se le pasó por la cabeza que esa dupla extraña sería su salvación, y que en el camino a serlo se convertiría en su familia.
Emerald siguió mirándolo a Duncan y pensó en esas palabras. Pensó en levantarse y marcharse, rechazar la oferta que habían puesto sobre la mesa. Pero luego descubrió que Duncan la miraba como si fuera un enigma, y se dio cuenta de que aunque dijera que no ahora, él iba a insistir hasta que dijera lo contrario.
Al final, desvió la mirada y observó a las familias, parejas y madres. A sus charlas desinteresadas e ignorantes de los tres chicos hablando a un lado del camino.
—¿En qué quieren ayudarme?
Los hermanos intercambiaron una mirada antes de responder, una conversación silenciosa que Emerald recordaba demasiado bien. Ella y Will habían tenido una relación similar.
—A dejar todo atrás— respondió Kyleigh, balanceándose sobre sus talones de atrás para delante—. A evitar que sigan usándote. Seguro ya escuchaste hablar de nosotros y de lo que hacemos. Seguro te habrán advertido, incluso. Ya sabemos cómo es el discurso de bienvenida.
La chica miró de reojo a su hermano con algo de pesar en su mirada. Duncan, mientras tanto, tenía la mirada fija en la tierra bajo sus pies.
Él era como Emerald, entonces. O algo cercano.
—¿Puedo pensarlo?— preguntó, esta vez mirando a la chica. Kyleigh se encogió de hombros.
—Cuanto antes lo decidas, mejor— respondió él, rápido—. ¿Cuándo será la próxima vez que estés acá?
Emerald enganchó sus meñiques hasta que se le acalambraron, y deshizo el nudo de dedos para después volver a hacerlo.
—En dos días. —Eso, si hacía las cosas bien. No sabía si quería fallar o quería tener éxito. No sabía si quería volver a ver a estos dos chicos frente a ella.
Los Laboratorios eran el único hogar que había tenido después de... de todo. Incluso sus abuelos habían hecho borrón y cuenta nueva, ignorando su existencia. La pregunta que Peter siempre le hacía antes de llevarla hasta Londres era si valía la pena salir a un mundo que le daba la espalda.
Emerald no tenía idea. Quizás debía descubrirlo, y no solo en un parque.
Pero de todas formas quería pensarlo. Quería darse esa libertad, ese poder de decisión, aunque en este caso significaría quedarse encerrada bajo tierra o vivir a la fuga.
Se imaginó que los White vieron esa lucha interna en Emerald, porque lo próximo que Duncan hizo fue extender una mano para ayudarla a levantarse del asiento. Y fue esa mirada sincera, la necesidad de conocerla, lo que hizo que Emerald la agarrara.
—En dos días— repitió él.
Podemos ayudarte, había dicho Duncan.
Y eso fue lo que hicieron.
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