Dos días después, Emerald seguía sin estar completamente segura de la propuesta, pero tenía que encontrar una respuesta antes de su visita a Londres por la tarde. Y antes, tenía que encontrar la forma de sobrevivir al entrenamiento y a Peter Sampson.
Se acomodó el borde la musculosa negra y se ajustó la trenza que se había hecho en el pelo para que no le molestara, y después se aseguró que los mitones de cuero estuvieran bien puestos. Cuando hizo todo eso, tomó aire y salió de su cuarto para dirigirse al piso inferior, completamente dedicado a sus ejercicios.
Las puertas del ascensor se abrieron a una habitación amplia con revestimientos de metal. La mitad del piso era de espuma, perfecto para que ella se cayera y no tuviera más que un moretón, y la otra de tierra, perfecta para practicar sus habilidades y no destruir las instalaciones mientras lo hacía.
Esos arreglos habían sido hechos después de que, a los doce años, Emerald casi enterrara a todos cinco pisos bajo tierra.
Peter y la entrenadora de Emerald ya estaban hablando del otro lado, mientras acomodaban todo lo que usarían en esa sesión. Cuando vio las pesas, los elásticos y los guantes acolchonados Emerald quiso irse, pero si lo hacía no habría Londres, y no habría encuentro con los hermanos White ni decisiones que tomar.
Por un segundo, casi lo hace. Le temía a las decisiones. Luego recordó que sería una de esas raras ocasiones en las que podía hacer algo por sí misma, y avanzó con más ímpetu a donde estaba Peter.
El hombre no hizo más que observarla y después comunicarle que empezaría corriendo diez vueltas, para después seguir con las pesas.
Sus dedos se retorcieron, pero no dijo nada ni antes ni después de hacer toda su rutina, que la dejó transpirando por todas partes. Para entonces, todas sus extremidades temblaban y esperaba con ansias el momento en el que pudiera dirigirse a su cuarto para darse una ducha y cambiarse a ropa limpia.
No había nada que quisiera más que eso, pero primero tenía que atravesar la última parte de su entrenamiento.
La entrenadora, de la que no sabía el nombre porque cambiaba cada semana y no llegaba a entablar una conversación con ninguna, se despidió de Emerald con una sacudida de mano y se dirigió al ascensor acompañada de Peter, que pasó la tarjeta y le agradeció por su colaboración. No sabía mucho del tema, pero Emerald sabía que todas sus entrenadoras eran profesionales y recibían una exuberante cantidad de dinero que no solo pagaba sus servicios, sino que también su silencio. Aunque probablemente una amenaza acompañaba al contrato.
Los Laboratorios debían romper ciertos límites para mantener su anonimato. Eso sí lo sabía.
Peter regresó hasta Emerald y ella dio un último trago a su botella de agua.
—¿Qué hacemos hoy? —Se sacó de la frente unos mechones de pelo que se le habían pegado a la piel, y vio cómo Peter seguía el movimiento de sus manos, como si esperara que de ellas salieran flores.
Emerald le había explicado muchas veces que no era así como funcionaban sus poderes. Ella necesitaba tierra para que fueran útiles. No podía crear flores, árboles o temblores del aire, o de sus manos. Ella necesitaba la materia prima enfrente.
—Ver si puedes hacer crecer un árbol y marchitarlo en menos de treinta minutos. La última vez, tardaste veinte minutos en hacerlo crecer, así que espero que esto no tenga mucha dificultad.
Emerald bajó la mano y cruzó los dedos. Era el tic más nervioso que tenía. Cuando era más chica, Will siempre bromeaba y le decía que lo hacía porque estaba mintiendo y quería que Dios la perdonara. Emerald había intentado explicarle que era algo que hacía sin darse cuenta, y aunque Will decía entenderla, siempre volvía a tocar el tema.
Ahora sabía que era la forma que tenía su hermano de alivianar el asunto, de que Emerald no viera el gesto como lo que realmente era: una forma de aliviar los nervios y la frustración, de canalizar toda la ansiedad que corría por sus venas. Y en ese momento necesitó a su hermano junto a ella, bromeando, tan solo para no hacerle pensar en los dedos cruzados ni en la razón por la que lo estaban.
Sus habilidades le daban el don de crear, de dar vida y ayudar a crecer. La Tierra se regocijaba con eso, festejaba cada uno de sus intentos de ayudar al ecosistema y a la naturaleza. Cuando Emerald terminaba con algo, pasaba todo lo contrario.
La misma Emerald pasaba días decaída en su habitación, pensando en la manera en la que las raíces perdieron sus latidos, su color y su vida, imperceptibles para todos, pero más que presentes para Emerald. No era algo que pudiera verse, sino que se sentía, como ella escuchaba a la Tierra con cada uno de sus respiros.
Marchitar a un árbol era para ella tan terrible como asesinar a una persona.
Pero si no lo hacía no había Londres. No había Whites. No había decisión.
Los dedos todavía cruzados, se dirigió hacia la tierra al otro lado del cuarto. Sus pies desnudos hicieron contacto con la superficie fría y se enterraron levemente, pero era una sensación tan familiar que era más que bienvenida. Rara vez se conectaba con la tierra como cuando estaba descalza o con las manos apretadas contra el césped, o incluso enterradas. La cercanía era mejor para el funcionamiento de sus habilidades, pero era también una limitación. Una que no siempre estaba dispuesta a enfrentar.
En ese cuarto, en el que estaba cómoda estando descalza, sí podía considerar la cercanía. SIn embargo, Peter le había explicado que no siempre podría quitarse las botas o tocar la tierra con las manos. La dejaba entrenar sin botas porque los resultados eran mejores, pero solo dos veces por semana.
Emerald se volvió a sacar de la frente los mechones de pelo, que se empezaban a enrular con la humedad de su piel. A continuación, adoptó la posición de defensa que practicaba desde los once años, una pierna adelante de otra y las manos cerradas en puños frente a su rostro y pecho. Empezó a contar, y antes de llegar a diez estiró los brazos y abrió las palmas, que fueron invadidas por un temblor casi imperceptible, que a Emerald siempre le recordaba al de alguien levantando kilos y kilos.
A su manera, ella también estaba haciendo su esfuerzo.
Por largos minutos no pasó nada. Emerald empezó a transpirar el doble que antes y empezó a sentir una presión en sus hombros, como si un gran peso se hubiera instalado sobre ellos. No sabía cuánto había pasado, porque en sus entrenamientos perdía la noción del tiempo con tal de hacer las cosas rápida y efectivamente, pero para ella habían pasado horas para cuando el suelo empezó a sacudirse y a levantarse por las raíces que se fortalecían y extendían por debajo.
El tronco no tardó en aparecer, con sus buenos centímetros de grosor y macizo. Como le gustaban a Peter. Decía que eran los más difíciles para Emerald, y que si los perfeccionaba, sería brillante en todo lo demás.
El resto del árbol creció en cuestión de minutos, ahora que las raíces, la base y el tronco estaba hechos. Emerald incluso le hizo crecer hojas y flores amarillas, cuyos pétalos empezaron a caer sobre ella como si estuviera lloviendo. Acariciaron sus hombros desnudos, y se posaron sobre la tierra, de donde no se movieron.
Emerald admiró la belleza por un minuto, y con toda su fuerza, le gritó al árbol frente a ella que la perdonara, para después cerrar sus manos y destruir el encanto.
Todas las hojas y flores se oscurecieron a la vez y se desprendieron de las ramas con una sincronización que obligó a Emerald a correr hacia atrás para no quedar sepultada bajo kilos de hojas marchitas. Ni un segundo después, el árbol comenzó a adoptar un color gris enfermizo que iba de arriba hacia abajo, y que a su paso hacía que las ramas cayeran con sonidos lastimeros, sus bases demasiado débiles como para mantenerlas unidas al tronco.
Entonces llegaron las raíces.
Su muerte fue silenciosa, invisible para Peter. Pero Emerald la sintió debajo de su piel y bajó la cabeza en señal de respeto.
Perdón. Le susurró a la Tierra.
Peter empezó a aplaudir, y eso atrajo su atención.
—En quince minutos, nada más— comentó, y sonrió—. Creo que te mereces dos horas en la ciudad, Grace.
Lo que Emerald se merecía, por sobre todo, era estar en un lugar donde no la obligaran a terminar con una vida.
Miró el tronco muerto en el centro de la tierra.
Iría a Londres, se encontraría con los White y les daría la respuesta que esperaban.
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