Sueño que estoy con mamá en el living del departamento. Estamos viendo la tele, una al lado de la otra. Para cuando todo termina, para cuando la luz se come al sueño y la cara de la mujer que me dio la vida se disuelve, no puedo hacer más que preguntarme si más que un sueño fue un recuerdo.
Dejar atrás a mamá es una de las cosas que más odio de viajar a Estados Unidos. Ella vino un par de veces, pero casi todas terminaban siendo intentos fallidos de vacaciones, en las que mamá y papá no podían parar de discutir y reprocharse cosas acerca de su vida matrimonial y la separación. Después de un viaje a Disney cuando yo tenía nueve años, mamá decidió no volver a viajar con papá. Por mí y mis hermanos, dice ella, pero en el fondo sé que mamá no quiere saber más nada de papá.
Así que ahora ella no hace más que acompañarme al aeropuerto y esperar a que tenga que empezar con todos los trámites. De vez en cuando, también habla con mis hermanos, sobre todo con mi hermana. Hoy en día, ella es la única en el departamento que lo hace.
Ya no me acuerdo de cuándo fue la última vez que hablé con mis hermanos mayores. No me acuerdo de cuándo fue la última vez que los vi, tampoco.
Pero cuando siento una mano apoyada en mi hombro, sé que en unos minutos voy a ver a una de ellos.
No sé cuántas horas dormí después de haberme acostado a las siete de la mañana. No sé si quiero saberlo, pero me imagino que fueron las suficientes, porque si bien mi cabeza está pesada por haber dormido mucho y mal, mi cuerpo está descansado y listo para levantarse por más que mi cabeza diga lo contrario. Una ducha seguro que puede cambiar eso.
La mano en mi hombro tiene dedos largos y el meñique me está tocando la piel al lado del cuello de la remera. Me muevo bajo la bajo y, despacio, abro un ojo. Veo borroso y no importa cuánto parpadee eso no va a cambiar. Nunca lo hizo y yo ya estoy más que acostumbrada.
Me levanto y cuando lo hago la mano desaparece. Me doy la vuelta y agarro los lentes de la mesa de luz, y me los pongo mientras me siento. Pero lo primero que hago no es mirar a quien está al lado mío, sino que a la ventana. Las persianas están bajas hasta la mitad, pero me alcanza para ver que todavía es de día y que está nublado. Debe ser media tarde.
Vuelvo la atención a la cama y me encuentro con que Canario se fue en algún momento, así que la busco por la habitación. Descubro, con una sonrisita, que encontró un lugar abajo de la ventana donde probablemente da el sol cuando el cielo está despejado y está acostada ahí, panza arriba y cabeza estirada para atrás.
La persona a mi lado se remueve sobre el piso alfombrado y mi sonrisa se borra. Ya no puedo ignorarla.
Así que giro la cabeza hacia mi hermana.
No me sorprende encontrarla ahí, de brazos cruzados y mirándome como lo hace desde hace siete años, con las cejas juntas y los ojos entrecerrados, como si estuviera analizándome a la vez que me está juzgando.
Kyleigh White.
Cinco años mayor que yo, Kyleigh es como un ángel, mientras yo soy el diablo. Ella es la paz, mientras que yo soy el huracán. Al menos, así es como lo veo yo, y lo relaciono al hecho de que, más allá de que a las dos nos guste leer, no hay nada en común entre nosotras. Nuestras personalidades siempre fueron polos opuestos que se alejaron más y más a medida que crecíamos, y físicamente, ninguna heredó el mismo rasgo de Levon, porque ella tiene la forma de los ojos y los labios finos y yo la nariz y las orejas pequeñas.
En el resto, somos los calcos de nuestras madres.
Media hermana mayor, más exactamente.
—Hola— la saludo en inglés, pasándome una mano por la cara y levantándome los lentes al hacerlo. Bajo las piernas de la cama y me siento en el borde, Kyleigh dando un paso hacia atrás para dejarme más espacio, aunque sé que en parte es para estar más cerca de la puerta, para salir más rápido en el momento en que la conversación se vuelva imposible de soportar sin gritar. En los últimos años, lo único que sale bien entre nosotras es escapar de lo que sea que estamos discutiendo.
—Hola— dice ella, y por unos segundos incómodos es lo único que sale de ella, hasta que agrega: —Hace mucho que... —se interrumpe y traga saliva. Sus brazos cruzados se presionan aún más contra su cuerpo y las cejas juntas se levantan un poco. No se relejan, pero al menos ya no parece que me está juzgando—. Hace mucho que no nos vemos— termina diciendo.
Parpadeo, sorprendida por lo descarada que es.
—Desde el año pasado— añade, como si yo no lo supiera. En realidad, lo sé muy bien. Y el que ella lo haya mencionado hace que sea peor.
—No viniste a mi entrega de diplomas— mi voz es lejana, como siempre. A veces no la puedo reconocer, sino siempre.
Mi voz en voz alta es distinta a como suena en mi cabeza, o quizás lo es el tono con el que suelo usarla. Si fuera igual a la que está dentro de mí sería tan vacía como lo soy yo.
Kyleigh descruza los brazos y se acomoda el sweater, que no tiene ni una sola arruga.
—No pude viajar. —Desvía la mirada hacia donde está acostada Canario. Mamá me dejó adoptarla como regalo de egreso.
No le contesto a mi hermana.
Hace años que acepté el hecho de que Kyleigh no me quiere, y hace años que vivo con la idea de que yo tampoco debería hacerlo. Dos desconocidas tienen un mejor trato que el que tenemos nosotras como hermanas.
Casi no me acuerdo de los días en los que mis hermanos se comportaban como tales. A veces me pregunto si esos días fueron un sueño.
Bajo de la cama y voy hasta donde dejé mi mochila para sacar de mi neceser el cepillo de dientes y el desodorante en barra. Después, voy a la puerta. Estoy a mitad de camino cuando Kyleigh me agarra el brazo. Sus dedos largos rodean mi muñeca, y están fríos.
—Perdón por no haber ido, tuvimos algunos problemas— dice.
No pregunta quiénes tuvieron un problema. No me interesa cuál fue el problema, para empezar. Lo único que me importa es que acabo de escuchar una disculpa que estuve esperando por seis meses, y recién ahora me doy cuenta de que no la necesitaba, ni la quería, porque podrá haber sonado de muchas maneras, pero de ninguna forma fue honesta.
Con fuerza, hago que Kyleigh me suelte y sus uñas me rasguñan.
—No te molestes en dar excusas de mierda, Kyleigh. Nadie te las pidió— es lo único que me sale decir. Abro la puerta y voy al baño que está en frente de mi cuarto, que suele ser solo para mí. En el pasillo hay solo dos baños, y las habitaciones del lado izquierdo tienen todas baño propio.
Mi hermana me sigue al pasillo y me hace el gran favor de cerrar la puerta detrás de ella.
—No son excusas de mierda, es la verdad. —La miro sobre mi hombro, y encuentro sus ojos fijos en mí. Sus ojos son celestes, a veces casi transparentes, y me ponen nerviosa. Hacen que mis manos tiemblen, y tengo que cerrarlas en un puño para que no lo note—. Duncan...
—Duncan— la interrumpo, y clavo las uñas en la palma de mis manos cuando ese nombre sale de mis labios—, te recuerdo, ya no es mi hermano. Así que ni siquiera tenés que darme alguna explicación. —Me meto en el baño, y cuando lo hago compruebo que haya shampoo, jabón y acondicionador en la bañera. Y no solo hay, sino que están mojados, como si la ducha hubiera sido usada hace un rato. Miro el lavatorio, y hay un cepillo de dientes, una maquinita de afeitar y un desodorante de hombre que antes no estaban.
Cuando Duncan vivía en esta casa, usaba el baño de su cuarto, así que estoy segura de que no son de él. No digo ni pregunto nada. Solo cierro la puerta antes de que Kyleigh siga hablando.
Me cepillo los dientes, y mientras proceso todos los detalles que no estaban ahí la última vez que vine. Las paredes de azulejo todavía húmedas. El cepillo de dientes verde en el vaso que antes era de vidrio y ahora es de plástico. El jabón líquido que reemplazó al de barra. Hasta la alfombrita bajo mis pies cambió a un azul marino, cuando antes era rosa oscuro.
Me cuesta creer que no pisaba esta casa hacía un año, y cuando lo hice fue por cinco días, mucho menos de lo que acostumbraba. Me gustaría decir que la extrañé.
Escupo en el lavamanos y abro el agua para limpiarlo y después me enjuago la boca. Cuando levanto la cabeza, me encuentro con mi reflejo en el espejo. El baño no es lo único que cambió en el último año, pero quizás los cambios en mí no son tan perceptibles como los de una habitación.
Como siempre, cuando veo al espejo me encuentro con un fantasma, la piel demasiado pálida bajo la luz blanca sobre mi cabeza. Mi pelo está hecho un desastre, todavía en la trenza que me hice ayer en el aeropuerto de Georgia. Y después están las ojeras, en su lugar usual abajo de mis ojos. La única formar de hacer que desaparezcan es con maquillaje.
Las ojeras permanentes son el único signo de que estoy cansada, y de que ni siquiera dormir es suficiente.
Me saco los anteojos y me tiro un chorro de agua fría en la cara, cosa que no sirve mucho porque ahora voy a darme una ducha. No me vuelvo a poner los lentes después, sino que empiezo a deshacer la trenza mechón a mechón. Tengo el pelo largo hasta la mitad de la espalda. A veces es una bendición, porque es cómodo hacer peinados que no me molesten. Pero otras es todo lo contrario, como cuando hacen treinta y cinco grados de sensación térmica y no hay forma de que no me de calor. Ahí es cuando quiero agarrar una tijera y hacer que desaparezca todo mi pelo.
Mientras paso los dedos por entre el pelo grasoso, pienso en cortarlo. Pienso en ir a la cocina en este preciso momento y cortarlo hasta mis hombros, sentir las puntas rozar la piel de mi clavícula. Pero me contengo, no sé por qué. Quizás porque estoy harta de que las cosas cambien en esta casa.
Antes de darle vueltas a eso último, me saco el pijama y lo tiro a la bolsa de ropa sucia que está en el rincón, y me meto en la ducha. Abro la canilla, que es una sola que se tiene que regular, y tiro para abajo la palanca que abre la ducha. No como en casa, que hay tres. Una para el agua caliente, otra para la fría, y la tercera para abrir la ducha.
El agua cae tibia sobre mi piel y cierro los ojos. El mundo que ya de por sí es un borrón desaparece. Esta solo el agua y mi cuerpo bajo ella. Me masajeo la muñeca que me rasguñó Kyleigh y aunque dentro de unas horas no va a haber ninguna marca, la zona me arde ahí donde el agua toca la piel sensible.
Mentalmente, me recuerdo, como un mantra, que mis hermanos mayores no me quieren. Y a modo de reprimenda, me digo a mí misma de que yo no debería quererlos a ellos. Pero supongo que no lo puedo evitar.
Hubo una época en la que no era así, cuando yo no terminaba de entender por qué papá y mamá no estaban más juntos, por qué papá vivía tan lejos, por qué mis hermanos ya no estaban en casa cuando volvía del jardín. Era la dulce infancia, cuando todavía vivía en una parte del cielo en la que lo peor que podía pasar era que tuviera piojos, y en el que la única advertencia era que no aceptara caramelos de extraños. Pero después vino la preadolescencia, y con ella la realidad de una familia disfuncional, a lo que se le sumaron un par de desgracias. Muerte de abuelos, drogas en hermano mayor, accidente de auto en hermana del medio y epilepsia en la hermana menor.
Fue un dominó de mala suerte y semanas sin dormir, de lo que no recuerdo la mayor parte. Fue el comienzo del fin, o al menos lo fue para mí y mi relación con mis hermanos.
Shampoo, acondicionador, jabón. Los pasos del ritual son los mismos, sea en Argentina, sea en Estados Unidos, sea en la Luna. Hay cosas que nunca cambian.
Comments (1)
See all