ANA
Arrojé con furia un mechón de cabello a la parte trasera de mi oreja. Resoplé por segunda vez y alcé la cabeza. El profesor miraba con curiosidad mi pequeño show, pero no dijo ni una sola palabra. Tampoco esperaba que lo hiciera. Willow era conocido por dejar que sus alumnos hicieran lo que quisieran, o por lo menos, la mayoría del tiempo. Creía en la imaginación, en el libre albedrío y otras cosas del mismo estilo. Por momentos parecía que le importaba un comino sus alumnos, sin embargo sus técnicas eran eficaces. Al fin y al cabo, conmigo eran. En los últimos años mis dibujos habían ganado una originalidad que, si no fuese por el profesor Willow y sus interminables clases, no me creía capaz de alcanzar. Tomé la brocha una vez más y proseguí con los últimos detalles, pero mi teléfono vibró por tercera vez en mi bolsillo trasero del vaquero, lo cual provocó que diese un respingo. Por tercera vez. Me mordí el labio para no lanzar un insulto, aunque estuviesen permitidos en el aula.
La única regla del profesor Willow era, bajo ningún concepto, de ninguna manera, ni-lo-piensen, jamás, utilizar dispositivos electrónicos en clase. Y como mi respeto hacia él era de otro mundo, me rehusaba a tomar el teléfono.
Sólo faltan 5 minutos, resiste un poco más.
Alcé la cabeza para observar la expresión del profesor, que parecía reprimir una sonrisa. Tosió y se dejó caer en su escritorio, haciendo de cuenta de que no había escuchado los tres super-vibrazos.
Me relajé en mi asiento una vez que el timbre sonó, cerré los ojos durante unos segundos y luego me obligué levantarme y recoger mis cosas. Mis pocos compañeros (los cuales aún no sabía los nombres, a pesar de ya estar a la mitad del año escolar) ya estaban saliendo por la puerta a toda velocidad. Tomé mi teléfono ―por fin, lo sé― y abrí las notificaciones. Tres mensajes de mi compañero de trabajo. “SOS”, “Corre”, “Llegarás tarde, cambiaron tu turno”. Fue entonces que abrí los ojos de golpe.
Mierda, mierda, mierda.
Tomé mis cosas a toda velocidad. Amarré la mochila a un sólo hombro y sostuve mi extremadamente gigante carpeta de dibujo. Maldije al profesor Willow por hacernos traer cosas que no usaríamos. “Se trata de llevar el arte a todas partes”, nos había dicho. “El peso de su imaginación vale más que cualquier cosa”. No voy a mentir, me pareció sumamente profundo y maravilloso, pero en aquel momento quería arrojar todas mis cosas a la basura y correr hasta que mis pulmones empezaran a sollozar.
Pero como aquello no pasaría, comencé a trotar de todas formas. La tienda de ropa en donde trabaja en aquel momento quedaba a siete cuadras. Era una distancia corta, lo sé. Pero llegar tarde NO era una opción ni de lejos. Al nuevo jefe les gustaba las sorpresas y al parecer cambiar mi horario de trabajo le parecía divertido por alguna razón.
Tienes que aguantar un par de meses más, o hasta que te despidan. Y quién sabe, tal vez sea hoy mismo.
Me rehusé a observar la hora en mi teléfono. Sabía perfectamente que estaba llegando tarde y el hecho de estar en lo cierto me hacía más furiosa de lo que ya estaba. Las calles estabas atestadas, como de costumbre. El instituto quedaba en el medio de la ciudad, por si fuera poco. Y era la hora pico. Esquivé brazos, vasos con café, bolsas, algún que otro perro en su rutina matutina de depósito de necesidades y sus dueños tapándose la nariz antes de recoger lo que habían hecho. Tragué saliva.
Dos manzanas más y ya.
Despegando mi mirada del perro, continué mi camino. Pero, como pasaba casi todo el tiempo en que me encontraba en la zona más concurrida de la ciudad, choqué contra alguien. Bueno, en realidad fue un brazo. Un brazo que llevaba una mano. Y una mano que sostenía un teléfono.
Un teléfono que voló.
Y un teléfono que cayó.
Me tapé la boca para ocultar la maldición.
―¡Lo siento mucho! ―exclamé por encima de las bocinas y el típico murmullo al rededor.
Alcé la cabeza y caí en la cuenta de que el dueño del teléfono era un chico que parecía de mi edad.
Mierda, mierda.
Hice una mueca esperando que me maldiga, que dijese atrocidades hacia mi persona, que me dijera que tenía que ver por donde iba ―a pesar de que él estaba observando su teléfono en el momento del accidente, por lo cual la culpa era de ambos―, sin embargo nada de eso hizo. Frunció el ceño y se puso en cuclillas para tomar su teléfono del suelo.
Recé todas las aves marías y padres nuestros para que el teléfono se encontrara en buen estado.
A quién quería engañar, era obvio que estaría completamente trizado.
―Lo lamento. Te compraré uno nuevo, no te preocupes ―Empecé a decir, pero el chico sostuvo una mano en alto, para que dejase de hablar. Le hice caso, entrecerrando los ojos y encogiéndome de hombros.
Acá viene. Me gritará. Me insultará. Me tirará rayos láser con sus ojos.
―Descuida.
―¿Qué? ―exclamé más alto de lo que pretendía. El chico desplazó la mirada hacía mí, subiendo las cejas―. Quiero decir, ¿cómo? ¿por qué? Acabo de destruir tu teléfono.
Cállate estúpida.
―Sí, puedo verlo ―respondió él inspeccionando la pantalla, de la cual se le caían trocitos al suelo.
―¿Y me dirás que está bien? ―pregunté, empezando a enojarme. ¿Es que este chico no caía en la cuenta de lo que acababa de ocurrir? Yo, una completa desconocida, destruí su teléfono. La pantalla se está cayendo, literalmente. Hay trocitos en el suelo. Arreglar eso costaría una fortuna, y comprar uno nuevo parecía la mejor opción, a pesar de que tendría que vender un riñón para lograrlo.
―En serio, no pasa nada. No es necesario que compres uno nuevo. Tampoco es que le diera mucha utilidad ―explicó mientras intentaba guardalo en su mochila, la cual era sostenida por una tira que le rodeaba el torso. Caí en la cuenta de que aquella mochila era de marca, y parecía nueva. Solté un suspiro. El teléfono había salido hacia un mes. Claro. Tiene sentido.
―¿Crees que no soy capaz de comprar un teléfono de esos? ―solté sin darme cuenta. El chico alzó la vista hacia mi. Sus ojos marrones me miraban con confusión.
―No… No dije nada ―se defendió.
―Claro que no, ¿por qué lo harías? Gastar saliva para mí sería una pérdida de tiempo.
El chico frunció el ceño.
―Wow wow, ¿de qué hablas?
―De los niños ricos como tú, que creen que personas como yo no tienen el dinero suficiente para comprar cualquier cosa que se encuentre dentro de esa mochila ―Señalé con la cabeza su pertenencias.
―Escucha, no sé quién eres ni qué te hice, pero no soy así.
―Eso eso exactamente lo que los niños ricos dicen, ¿no crees?
Y con eso, proseguí a caminar hacia mi destino, hecha más una furia de lo que ya estaba, dejando al niño rico detrás de mí. ¿Quién se creía que era? ¿Acaso tengo un cartel en mi frente que dice “Soy pobre, tenme pena”?
Maldije en mi mente hasta llegar al bendito negocio de ropa. Mi compañero se encontraba en ese momento atendiendo a un grupo de chicas que parecían adolescentes, que no hacían más que quejarse de la ropa que iban encontrando. Observé cómo mi compañero se mantenía en silencio, ofreciéndoles otras opciones o intentando que se probaran algo. Revoleé los ojos. Estas cosas ocurrían todo el tiempo. El problema era que, como empleada, se me tornaba un poco difícil hacer algo al respecto. No podía permitirme perder el trabajo, y menos si ya de por sí estaba llegando tarde. Por lo cual, fui directo al fondo, a la pequeña sala donde se encontraba nuestros lockers. Cambié mi camiseta por una del negocio, que llevaba el logo en un costado y dejé mis pertenencias allí.
Me permití sonreír un segundo al ver que aquel grupo de personas se habían ido por fin y saludé a mi compañero, quien suspiraba mientras doblaba prendas.
―Algún día de estos, te juro por mi abuela, agarraré esas tijeras y les cortaré el cabello. No quedará nada. Será una masacre ―dijo Cole mientras ponía camisetas en estantes, levemente golpeando las telas mientras pronunciaba las palabras.
―¿Sabes algo? Tendría que detenerte. Pero en lugar de eso ―Me situé detrás del mostrador, tomé las tijeras y sonreí maléficamente―, te ayudaré.
Comments (0)
See all