LUCAS
―Te lo diré una vez más y esta vez espero que me respondas adecuadamente, ¿qué le ocurrió a tu teléfono? ―La voz de mi madre retumbó en mis oídos, de nuevo. Evité rodear los ojos lo más que pude.
―Ya te lo he explicado. Me tropecé en la calle. Se cayó. Fin de la historia.
Me puse en pie ya que mi madre me había obligado a sentarme, como si al hacerlo pudiese explicar mejor. Cuando empecé a sacarme el suéter del instituto, observé cómo ella entornaba los ojos y me observaba fijamente. La capacidad de detector de mentiras de mi madre era increíble, debía de admitir, pero aún así no quería decirle la verdad. Por el simple hecho de que era innecesario. ¿Qué cambiaría si le dijese que parte de la culpa la tenía otra chica? Conociendo a mi madre, búsqueda nacional y, si hiciese falta, internacional. Y por más de que la idea me pareciese genial, lo último que quería era encontrarme con aquella chica otra vez.
Podía jurar ver cómo le salía humo por las orejas. Era espectacular.
Aún cuando llegué a casa no me fue posible sacar de la cabeza la forma en que su rostro se había retorcido cuando observó cómo yo lucía, seguramente cayendo en la cuenta de la mochila de marca que colgaba a mi lado. Suspiré.
Siempre es más fácil juzgar a una persona antes de conocerla. Lo sabía mejor que nadie. Y mudarme con mi madre, quien vivía en otra ciudad, casi completamente del otro lado del país, no iba a cambiarlo. Tal vez sea más fácil si tan sólo me rehusase a aceptar que mi vida será siempre así. Narices en alto, teléfonos de última generación, prendas que podrían pagar un apartamento completo. Y no hablemos del tiempo libre, mi enemigo mortal desde que tengo memoria.
Sí, sé exactamente lo que estás pensando.
¿Acaso me estoy quejando? No, por supuesto que no. Cada día me recuerdo que mi vida tiene privilegios. Cada minuto me miro al espejo y me repito que no soy como ellos. Que tal vez comparta estilos de vida, pero jamás, jamás, trataría a una persona de acuerdo a la cantidad de objetos que contiene dentro de su bolso.
Aquel pensamiento me hizo recordar a la chica de hace un rato.
Entré en mi habitación y cerré los ojos.
Algo así había ocurrido con mi mejor amigo hace unos años. Gabriel siempre se había puesto a la defensiva y, cómo culparlo. En aquel entonces aún seguía viviendo con mi padre, quien no hacía más que empeorar la situación. Cada momento en que invitaba a Gabriel a casa, mi padre me miraba de reojo, sacudía la cabeza y salía de la casa. Jamás lo odié más como en aquellos momentos. Gabriel no parecía darse cuenta, pero yo sabía perfectamente que no era así.
Y un día, así, de la nada, no respondía más mis llamadas, los mensajes quedaban en visto y lo esperé incontables veces en la misma plaza donde nos solíamos encontrar. Fue entonces que decidí ir a su casa, aunque sabía que a él no le gustaría. Pero tenía que verlo. Necesitaba saber si se encontraba bien.
Su madre fue la que abrió la puerta. Llevaba el ceño fruncido y estaba cruzada de brazos.
―Buenas tardes, señora. ¿Se encuentra Gabriel? ―pregunté, tartamudeando ligeramente.
―Sí ―Fue simplemente su respuesta.
―¿Puedo hablar con él?
La señora suspiró y dejó sus brazos a cada lado.
―Lo siento, Lucas, pero no. No quiere verte.
Observé el suelo durante unos segundos, desanimado. Me encogí de hombros.
―Está bien. ¿Le dirá que vine y que me gustaría saber qué le ocurre?
La señora asintió y esperó a que me subiese al auto de mi padre nuevamente, observando alrededor, como si estuviese miedo de que algo me ocurriese.
Abrí los ojos. Seguía de pie apoyado sobre la puerta, con la mochila en una mano y el suéter del instituto en la otra. Suspiré y dejé que las cosas cayeran al suelo.
“Niños ricos como tú”
La voz retumbaba en mis oídos. Tal vez aquella chica tuviese razón. Tal vez sí pensase eso de todo el mundo.
Tal vez me convertí en mi padre después de todo.
Me recosté sobre la cama y dejé que el sueño me atrapase. A pesar de que sabía que las pesadillas se colarían dentro.
Tal vez las merezca.
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