Cuando termino de ordenar las cosas de la mochila sé que es hora de sacar la ropa de la valija, pero para hacerlo tengo que subirla a mi cuarto. Por diez minutos estoy tirada en mi cama escuchando a Canario recorrer el cuarto negada completamente a subir los quince kilos de valija a mi cuarto. Pero tampoco tengo la paciencia suficiente para esperar a que llegue papá del trabajo para que lo haga él, así que después de otros diez minutos me levanto de la cama y bajo.
Lo que no se me ocurrió fue lo difícil que es subir quince kilos. El número ya me da miedo. ¿Pero sostener ese peso? Tardo cinco minutos en subir hasta la mitad de la escalera. Cinco minutos.
Y habría seguido subiendo, si no fuera porque en la mitad me encuentro con un chico que no conozco, que no es mucho más grande que yo y que se mueve por las escaleras como si estuviera en su propia casa, lo cual me descoloca un poco porque no recuerdo haberlo visto en mi vida. Y estoy segura de que lo recordaría.
Estoy tan concentrada en tomar aire después del esfuerzo y en recordar si lo conozco o no, que tardo en darme cuenta de que agarró mi valija y la está subiendo, ahorrándome la otra mitad.
—La podía subir yo sola— le digo a la espalda del chico, todavía donde me quedé parada. No sé si sabe que estoy mintiendo. No podía hacerlo sola, aunque quiero que él piense lo contrario. Solo fue una de las tantas cosas que hago aunque sé que no las puedo hacer. Soy de tomar malas decisiones, así que no me parece raro.
—Sí, seguro— comenta él, y cuando habla lo hace con el acento que tanto me gusta de Tom Hiddleston pero eso es lo único que tienen en común. Una bendición porque, ¿quién en este mundo puede compararse con Tom Hiddleston? Este chico no.
—En serio. —La eterna necia, me llaman. Subo el tramo de escaleras que me falta de a dos escalones, y llego arriba al mismo tiempo que él.
—Te creo, pero ibas a tardar el doble de tiempo y me dijeron que estuviste un día viajando. Estoy seguro de que estás cansada. —Sonríe un poco y noto que sus cachetes están un poco rojos, aunque no sé si por el esfuerzo de subir la valija o si por sus palabras. Entonces, él lleva la valija hasta la puerta de mi cuarto y me tiene preguntándome a mí misma cómo sabe que ese es mi cuarto, aunque esa no es la pregunta que quiero hacerle ahora.
—¿Nos conocemos?
Él suelta la valija y se da la vuelta para encararme. Me mira de arriba abajo y yo hago lo mismo. Lo primero que me llama la atención es que tiene puesto un gorro de hilo gris, y su pelo negro está despeinado y le llega hasta la mitad del cuello. Su cara es ovalada y luce como si apenas estuviera saliendo de los años de adolescencia.
—No, pero sí— su voz interrumpe mi análisis y lo miro a los ojos, de los cuales no puedo determinar el color. Sin duda son oscuros, porque no puedo verlos con la luz tenue del pasillo. Su postura cambia cuando mete las manos en los bolsillos de sus jeans—. Quiero decir, vi tus fotos de la vez que pensaste que era buena idea bañarte con huevos y harina. Considero a eso conocerte.
Ladeo un poco la cabeza y parpadeo, confundida.
—¿Cuando tenías dos años?— dice como para forzar un recuerdo que no está ahí, pero no hace falta. Me contaron esa historia tantas veces y desde tantos puntos de vista que probablemente podría escribir todo un libro acerca de ese evento en particular.
Lo que me confunde es por qué vio las fotos y conoce la historia cuando yo nunca lo vi en mi vida.
—Quiero decir, ¿sos Nadia, no?— pregunta, y en su voz hay algo de duda.
Estoy por responderle que no lo soy, que solo soy los restos de esa persona, pero no lo entendería. Nadie lo hace. Sólo yo.
—Sí— digo al fin y camino hasta él para agarrar la valija—. ¿Y vos? ¿Quién sos?
Él aprieta los labios y sonríe. Su labio superior desaparece en la sonrisa y me recuerda a cuando Joaquín se emborracha y trata de aguantar la risa. Cuando lo hace, parece ser un nene apunto de hacer algo que no tiene que hacer. Siempre se lo digo, y Joaquín me responde diciendo que quizás sí hizo alguna cosa que no tenía que hacer.
—Nathan, un amigo de la familia— el chico, ahora llamado Nathan, interrumpe mis pensamientos con sus palabras y extiende una mano que no agarro—. Sos un encanto.
—Perdón, muerdo. —Sonrío de forma falsa y abro la puerta del cuarto, la sonrisa borrándose ni bien le doy la espalda a Nathan. Entro con la valija y cierro la puerta en su cara.
Nathan, un amigo de la familia del que nunca escuché hablar, que es por lo menos tres años menor que Kyleigh y que parece casi recién salido del secundario, como yo.
Alguien golpea la puerta y del otro lado escucho que Nathan dice:
—¿Un agradecimiento?
Vuelvo a abrir la puerta de un tirón. Está apoyado contra el marco, un brazo sobre la cabeza y con el cuerpo muy cerca de mí. No parece ser intencional, de todas formas.
—Gracias— digo, y vuelvo a sonreír, esta vez un poco más genuina—. Pero podía hacerlo sola. —Y cierro la puerta por segunda vez.
***
Empieza un nuevo baile, que es el de abrir la valija, sacar y guardar ropa, y dejar la valija en un rincón olvidado del cuarto. Cuando termino, el vestidor ya no es un esqueleto, pero aún así le falta algo. Después de todo, traje ropa para dos semanas, que es todo el tiempo que me voy a quedar. Ni un día más, ni un día menos, porque en tres semanas empiezo la facultad de nuevo y perderme las primeras clases no está en mis planes.
Me siento en la cama y pienso en estas dos próximas semanas y en que ya estoy extrañando el departamento en el que vivo con mamá desde que tengo cinco años. Extraño mi cama y mis muebles, tener un placard empotrado y una cómoda de cuatro cajones, las dos canillas de la ducha y la heladera que está casi siempre vacía. A mamá no le gusta cocinar y prefiere pedir comida por delivery, mientras que a mí me encanta la comida casera. Tuve que aprender a cocinar a los doce años porque mamá trabajaba todo el día y mi abuela se había mudado por un tiempo al interior con mi tío, y yo no quería que nadie me viniera a cuidar, así que me empecé a enseñar a mí misma. Seis años después, no soy la mejor cocinera de todas ni una esclava de la cocina, pero me las sé arreglar.
Sé que mamá también se las va a arreglar estas semanas. No es como si fuera algo raro que yo viajara a visitar a mi papá. Lo vengo haciendo desde los cinco años.
Canario está dando vueltas por la estantería vacía que hay en la pared al lado del vestidor. Creo que está aprovechando que no hay ningún libro o adorno que pueda tirar. Mi estantería en el departamento está llena de esas dos cosas.
Me tiro para atrás y me quedo mirando el techo, que es de madera. Casi toda la casa lo es. Es una de las pocas cosas que odio de Whiteroad, aparte de que esté apartada de todo. Como alguien que ama los colores claros y la luz, el techo oscuro me aprieta el pecho y me impide respirar, o al menos esa es la sensación que me da cada vez que lo miro por más de cinco minutos.
La puerta del cuarto se abre sin que nadie llame y sé que es papá. Levanto un poco la cabeza para confirmarlo y sí, lo es. Está usando ropa distinta a la que le vi hoy a la mañana. Ahora, tiene puestos un pantalón de vestir, una camisa de manga larga blanca, corbata y zapatos de vestir, y en algún lado de la casa habrá dejado su saco. Todo en él grita que fue a trabajar.
—Buenas— me saluda en español. Recorre el cuarto con la mirada como para ver que ya estoy asentada y sonríe, pero aunque trata de estar acá conmigo, algo en su mirada delata que tiene la cabeza en otro lugar. Papá siempre trabajó mucho, tanto que a veces se queda en su departamento en Boston para no volver tarde a Weston, así que no sería extraño que estuviera pensando en algo de eso ahora.
Aún así, ve la valija parada al lado de la biblioteca y asiente. Su sonrisa se ensancha, y siento que ver la valija ahí lo trajo de nuevo a la realidad. Ahora parecemos estar en la misma habitación y en la misma sintonía.
—Entonces, es cierto que te ayudaron a subir la valija— comenta él, y vuelvo a apoyar la cabeza en la cama. Era lo último que quería escuchar, honestamente, porque significa que alguien le contó. Mis sospechas se confirman cuando agrega: —Ya conociste a Nathan, me imagino.
Vuelvo a levantar la cabeza pero estoy incómoda, así que cedo y me siento para poder ver mejor a papá.
—¿Vive acá?— pregunto, porque lo quiero preguntar desde que lo conocí hace unas horas. Por cómo se movía por la casa, por las cosas en el baño que siempre estaba vacío, la respuesta más probable es que sí.
—Por un tiempo— responde, sentándose a mí lado—. Está estudiando en Boston y su padre no quería que viviera solo, así que ofrecí que se quedara acá.
—Es de Inglaterra, ¿no?— pregunto. Me cruzo de piernas y empiezo a jugar con mi pulsera, girándola de acá para allá.
—Tengo entendido que sí, pero vivió en muchos lugares, así que por ahí se lo podés preguntar vos. —Me giro para mirarlo y él me guiña un ojo, lo que hace que yo suspire. Papá se ríe, y me da una palmada en el hombro, hasta que se levanta y se acomoda la corbata. No está desacomodada ni nada, pero parece un gesto ausente. —Vine a avisarte que la cena va a estar en diez minutos, así que cuando quieras anda bajando.
Papá se va antes de darme un beso rápido en la cabeza y yo me estiro antes de levantarme. Canario me mira desde el tercer estante de la estantería, y me acerco a ella para agarrarla y meterla en su jaula para que coma y haga sus necesidades. Me fijo que tenga agua antes de irme y le acaricio la cabeza a modo de despedida.
—Nosotras dos, contra el mundo— susurro y para cuando saco la mano de la jaula, ella ya me reemplazó con su plato de comida.
Miro el cuarto y respiro profundo. No porque esté molesta, sino porque tengo que llenarme de paciencia y valentía para poder sobrevivir las próximas horas.
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