No me fijo las fotos en la pared de la escalera. Siempre trato de darles la menor atención posible. No porque me las sepa de memoria, cosa que pasa, sino porque verlas me hace un agujero en el pecho, hace que me cueste respirar y que mis ojos empiecen a picar.
Una vez abajo voy al living, y como siempre me recuerda a un salón de baile colonial. Algunos lo relacionarían más bien con una sala de reuniones antiguas, pero el espacio amplio y el techo alto hacen que piense en la escena de baile de Orgullo y Prejuicio. La única diferencia es que está lleno de muebles, todos de madera y los sofás son tapizados bordó, que están en el centro de la habitación rodeando una mesa ratona con adornos encima y sobre una alfombra bordó y marrón. En las paredes no hay cuadros, pero sí hay un espejo enorme en el que puedo verme a la perfección aún estando lejos.
Desvío la mirada rápido.
Camino a la ventana, que ocupa gran parte de la pared al otro lado de la entrada. Afuera ya está oscuro y el cielo está cubierto de estrellas que no son las que conozco. La Luna no está en ningún lado. Al otro lado del cristal, el jardín de Whiteroad se extiende por medio kilómetro y la pileta está iluminada bajo la superficie y por las del patio, el agua tranquila, casi sin moverse por la falta de viento. Ya es época de meterse en ella, pero todavía no sé si quiero hacerlo. Las piletas no están entre mis mejores recuerdos.
Cruzo los brazos y me pierdo en la extensión del jardín. Si bien el camino de orquídeas está concentrado en la parte delantera de la mansión, hay algunas flores blancas perdidas por acá y allá. Estrellas perdidas que buscan su camino a casa, que esperan algún día reunirse con sus hermanas. Me pregunto si saben que probablemente nunca lo harán. La distancia no es lo único que las separa.
Me saco los anteojos. Cuando siento que el mundo empieza a superarme más allá de lo que aguanto, me gusta pensar, cerrar los ojos y olvidarme de todo lo que me rodea. A veces, me repito palabras para recordarme que todo está bien, que todo está en mi cabeza. Los peores días, tengo que repetirme que el mundo no va a aplastarme cuando no esté mirando, que tengo todo bajo control y ya va a pasar.
La mayor parte de las veces no sirve.
Mis dedos tantean el marco de los lentes, el plástico duro y frío bajo mi tacto. Si tuviera los ojos abiertos, vería un marco imitación carey, rectangular y redondeado, pero ahora solo lo puedo sentir: siento las curvas en la forma, lo finas que son las patillas, lo ancho que es el puente. Cuando cierro los ojos y dejo de ver, lo único que me ata al mundo es el tacto, porque a veces hasta me olvido de los sonidos.
Alguien se ríe atrás y sé quién es sin siquiera haber escuchado su risa antes. Abro los ojos, pongo los lentes en su lugar y me doy vuelta. En el sillón ahora está sentado Nathan, un tobillo arriba de una rodilla y los brazos extendidos en el respaldo. No sé desde cuándo está sentado ahí, desde cuándo me está mirando. Entrecierro levemente los ojos y no digo nada mientras veo que su risa pasa a ser una sonrisa pícara.
—Es la segunda vez que nos encontramos— comenta, acariciando el sillón. Una imagen muy bizarra, porque lo hace como si se tratara de un perro.
—Preparate, porque lo vamos a hacer seguido— replico, guardándome el comentario sobre acariciar objetos inanimados. Me acomodo los anteojos en el puente. En el apuro de ponérmelos, me quedaron un poco chuecos.
—Cierto. —Nathan se levanta y lo sigo con la mirada hasta que se para a mi lado. Es alto, pero la realidad es que no soy parámetro. En esta casa, todos son más altos que yo por más de una cabeza y es normal que tenga que mirar para arriba para verlos a la cara.
Respiro profundo a la vez que miro a Nathan a la cara. Parece... amigable. No tiene en su cara esa hostilidad que más de una vez vi en mis hermanos. Incluso me recuerda a Joaquín, a su alma juvenil y entusiasta.
Y aunque no quiera hacerlo, exhalo y dejo caer los hombros.
—¿Va a ser una buena convivencia, o tengo que prepararme para fiestas cada día por medio? —No reconozco el tono burlón de mi voz, no en frente de un extraño, pero de todas formas hago que la sonrisa de Nathan se extienda.
—No me gusta ensuciar la casa, así que voy a las de otros. —Señala con la cabeza el comedor, donde ya están puestos cinco lugares. Mis manos tiemblan un poco al volver a contar, pero es un temblor soportable. Por ahora. —Además, si hago una fiesta y llego a romper algo, Levon me asesina— agrega, y su voz, la conversación sencilla, hacen que el temblor desaparezca.
Todavía no están acá. Me lo repito una y otra vez, hasta que no pienso en nada más. Y entonces me doy cuenta que le tengo que no le respondí a Nathan, y que me está mirando con una sonrisa dudosa. Veo en sus ojos una pregunta no formulada, así que sonrío por compromiso.
—Estoy segura de que papá haría eso— digo, y ahora no hay más burla. Mi voz es ausente como me suelo sentir yo y cuando esa realidad choca contra mí, vuelvo a mirar por la ventana. La oscuridad del jardín relaja mi cabeza. No tanto como me gustaría, pero lo hace.
—¿Y yo?— pregunta Nathan en voz baja—. ¿Tengo que preocuparme por alguna fiesta?
Parpadeo y por unos instantes no estoy en el living de Whiteroad. En cambio, frente a mí hay una imagen de mí misma en una fiesta, y no es agradable. Al contrario, es uno de los momentos más humillantes de mi vida, uno de los que me gustaría olvidar. No solo humillante, me recuerdo. También decepcionante.
Cierro y abro los ojos. De nuevo, me encuentro con un jardín iluminado con luces tenues.
—No conozco personas acá como para hacer una— respondo y afuera se activan las regaderas automáticas. El susurrar del agua llena el silencio que se asienta entre nosotros, y cuando lo miro de reojo, veo que Nathan también observa el jardín, su cabeza probablemente en un mundo que no conozco y nunca lo haré. No me interesa hacerlo.
Como me pasa con mis hermanos, siento que entre Nathan y yo hay una distancia de kilómetros que ni siquiera corriendo vamos a cubrir, ni mañana ni en tres años. Estoy mejor sola, supongo.
Me cruzo de brazos.
—Al fin una reunión familiar. —La voz de Kyleigh llega desde el vestíbulo, y su tono es sarcástico. No sé si por mí o por la situación en sí. Duncan y ella no tienen una buena relación conmigo, pero tampoco la tienen con papá. No entiendo por qué Kyleigh sigue viviendo en esta mansión si no puede soportar estar en la misma habitación que él.
—Tu hermana es agradable. —Nathan me sonríe amablemente antes de darse la vuelta para mirar a mi hermana.
—¿Si? —Ahora sé que el sarcasmo está dirigido a mí, e incluso me la imagino con su ceño fruncido que me juzga, como más temprano. Su venganza porque le cerré la puerta en la cara.
Mi cruce de brazos se vuelve casi doloroso.
—Sí, me agradeció por haberle ayudado a subir su valija. —Nathan lo dice con un tono triunfal y me giro para encararlo, a la vez que bajo los brazos. Pongo toda mi fuerza de voluntad para que las manos no me tiemblen, más cuando levanto una para señalarlo.
—Y yo te dije que no me ayudaras. Podía. Hacerlo. Sola. —En la última palabra mi mano da una sacudida brusca y entro en pánico. En un microsegundo, la bajo, la cierro en un puño y vuelvo a cruzarme de brazos. En mi cabeza, rezo con que ni mi hermana ni Nathan hayan visto el gesto, pero algo me dice que lo hicieron.
Rezo con que no hagan ningún comentario al respecto.
—Un encanto, en realidad— agrega Nathan, en un tono que debería ser sarcástico, pero que es casi sincero. Como si pudiera ver a través de mí. Pero yo ya no le presto atención. Volví la mirada al jardín, y el living queda en silencio.
En mi espalda, siento un par de ojos celestes que intentan descifrarme. Pero deben encontrarse con que soy un enigma sin solución, porque dejan de quemarme la nuca y pasan su atención a otra cosa, a otra persona parada a mi lado, que le devuelve la mirada. Y con solo un intercambio de miradas que no veo, que no hago más que sentir, me doy cuenta de que Kyleigh y Nathan tienen un tipo de relación que yo no llego a entender. El tipo en el que las palabras no son necesarias y que con solo mirar al otro ya sabes lo que está pasando. Una conexión que va más allá de la amistad.
Hermanos. Lo que Duncan, Kyleigh y yo deberíamos haber sido si no hubiera sido por esa noche espantosa hace ya muchos años.
Aprieto aún más los puños, hasta sentir mis uñas clavándose en la palma de mi mano, y me doy la vuelta para enfrentarme con el intercambio de miradas, porque si no lo hago ahora no lo haré nunca.
Pero en vez de encontrarme con eso, me encuentro con Duncan.
Mi hermano mayor me está mirando desde el vestíbulo y sus ojos azules muestran de todo menos amor por su hermana más chica.
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