Las horas parecían no pasar y yo seguía dándole vueltas a lo mismo en mi cabeza. No podía parar, ni quería hacerlo. Ese hombre me intrigaba tanto. Tenía que saber más de él, la curiosidad me carcomía por dentro y era demasiado para digerir. Y ni siquiera sabía aún su nombre.
Una sentencia más que injusta, fue lo que dijo. ¿Qué clase de aberración podría hacer que un hombre supuestamente inocente estuviera entre rejas? No tenía ningún sentido. Y tenía que desmantelar esta farsa. Aunque sabía perfectamente que ese no era el objetivo de mis visitas a aquel lugar. Ese lugar que no parecía más que guardar secretos no aptos para mentes inquietas como la mía.
Pero si algo tenía por seguro, es que no me podía fiar de toda palabrería que saliera por su preciosa boca. No sabía ni era un mitómano o un sociópata, y tenía que andarme con mucho cuidado.
—Scarlet —mi padre me llamó, haciéndome olvidar por un momento lo que estaba pensando—. Nos tenemos que ir o llegaremos tarde.
Sin rechistar, cogí mi mochila y me levanté de la silla de mi escritorio, con más ganas y curiosidad que nunca de volver a aquella prisión. Tenía que ponerme manos a la obra lo antes posible y estar atenta. Cualquier pista podría ser clave.
Durante el camino agradecí que mi padre no me diera conversación. No podía dejar de pensar ni de inventar escenarios posibles para que aquel hombre fuese condenado injustamente, según él. En esos momentos agradecí todos aquellos episodios de Mentes Criminales y CSI que había visto hasta el momento, puesto que me hacía dudar de todo lo que sabía hasta ahora. Sabía que no debería confiar en ese hombre, pero algo me decía que él era tan inocente como afirmaba. Y esperaba que el instinto no me fallara.
Tenía la mirada fija en la ventanilla del coche, dándome cuenta de la diferencia que era ir en autobús con aquella gente tan decaída, y lo fúnebre que parecía todo visto desde ahí dentro; y lo bonito que se veía aquel bosque frondoso desde el coche de mi padre. Lo misterioso y mágico que se veía aquella prisión y no la parte tan oscura y horripilante que parecía tener desde los asientos de un transporte público.
Es curioso cómo las diferentes perspectivas, te hacían ver caras más o menos amables de las cosas y las situaciones. Y cómo algo tan simple como un cambio de entorno te ofrecía dos realidades muy distintas.
—¿Piensas bajar? —me sobresaltó mi padre cuando se puso a mirarme desde fuera de la ventanilla. Se me había hecho tan corto el viaje, que ni me había dado cuenta de que habíamos llegado.
Bajándome rápido, seguí a mi padre hasta la puerta de entrada, donde por suerte no estaba el mismo guardia de esa misma mañana. Aunque no estaba del todo segura, quería creer que también tenían algún protocolo de confidencialidad.
Una vez que nos abrieron las grandes puertas, aquella humedad en los muros me caló los huesos, haciéndome parar y darme cuenta de dónde estaba. Toda precaución era poca aquí.
No recordaba en qué sitio exacto me encontraba cuando escuché su voz esa mañana, pero tenía la certeza de que le iba a ver —o a oír— pronto.
Una vez que el guarda nos hubo guiado a la zona recreativa donde los presos pasaban tiempo libre —o simplemente entreteniéndose para no perder la cordura—, mi padre se despidió brevemente, no sin acabar advirtiéndome de todos los castigos que tendría preparados en caso de que hiciera alguna estupidez. Pero yo no era tonta y sabía qué era lo que hacía las pocas veces que venía aquí: acompañar al cura que viniese para dar la extremaunción a los que cargaban con la pena de muerte en sus hombros.
Sólo de pensarlo me daban escalofríos.
Me di cuenta después de mirar un rato por toda la estancia, que había una puerta que daba a lo que parecía una pequeña biblioteca, aunque sólo alcanzaba a ver un par de estanterías.
Entrando en la sala, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que aquí no había nadie. Y sólo había una mujer de edad avanzada tras una gran mesa rodeada con cristales, por prevención supuse. Pareció darse cuenta de mi presencia y cuando ya me había dado un repaso de arriba a abajo para nada disimulado, negó con la cabeza un par de veces con disgusto y volvió a fijar la mirada en lo que sea que estuviera haciendo. Puta amargada.
No olvidando mi curiosidad por investigar, seguí adentrándome entre las profundidades de las estanterías, que estaban separadas por categorías con una etiqueta que las distinguía.
—No esperaba que volvieras tan temprano, rubita —instantáneamente tomé aire profundamente y ya tenía el vello de punta por todo el cuerpo.
La reacción por parte de mi cuerpo hacia él era automática. Y no podía hacer nada para evitarla. Había sido así desde el primer día. Y eso era lo que menos me gustaba, que no podía controlarlo ni saber de dónde provenía. La sala y la distancia entre estanterías parecía disminuir cada vez más, hasta que sólo podía sentirlo a él y sentirme envuelta por su esencia y presencia.
El tiempo no avanzaba y yo seguía sin decir nada. Sus labios seguían presionados contra mi oreja y sus manos escurridizas ya tenían sujeción en mis caderas.
—Eres mala, rubita —siguió murmurándome tan bajito que pensaba que me lo había imaginado—. Eres mala por venir aquí todos los días y tentarme. No tienes ni idea de lo loco que me tienes. No puedo dejar de pensar en ti.
Esa confesión era algo que no me esperaba. Lo sentía cada vez más pegado a mí, pero no lo sentía moverse. Estaba entumecida. Los nervios a flor de piel me tenían casi jadeando, y tenía la frente dejada de caer en uno de los filos de los estantes, pero no me hacía falta verle. Los nudillos de mis manos estaban blancos por el agarre tan intenso en la estantería, y yo me moría por sentir más.
Me estaba poniendo cachonda y no sabía cómo había llegado a este punto. Pero lo que sí tenía claro es que no le iba a hacer parar. No ahora.
Intentando pegarme más a él, el agarre firme de sus manos sobre mis caderas me lo impidió. Y gruñí frustrada. A lo que él se rio mientras presionaba sus labios en mi cuello.
—Todavía no, preciosa —respondió—. Cuando te lo dé, quiero que estés tan desesperada por mí que no...
—No, no —le interrumpí antes de que dijera más—. Lo quiero ahora. Por favor.
—Jesse.
—¿Qué? —le respondí confusa y cegada por la lujuria.
—Jesse. Mi nombre es Jesse.
Y supe qué era lo que quería escuchar.
—Por favor, Jesse. Por favor, por favor.
Sonreí satisfecha cuando sentí cómo se frotaba lentamente en mi trasero. Lenta pero fuertemente. Con la presión y velocidad precisas para empujarme un poco más al límite. Pero seguía sin ser suficiente. Quería más, necesitaba mucho más.
Sintiéndome segura por la confianza que la experiencia me daba, me giré entre sus brazos aprovechando la debilidad que parecía recaer sobre él en momentos así.
Cuando le pude ver el rostro más de cerca, vi un brillo travieso en sus ojos junto con una neblina de algo más oscuro que no alcanzaba a entender.
—Jesse —dije con una firmeza y confianza dignas de admiración, lo que pareció llamar su atención—. Déjame mandar a mí. No te arrepentirás.
Su sonrisa fue toda respuesta que necesité.
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