"No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior".
— Friedrich Nietzsche
Prisión de Abu Ghraib, Irak. 3 de septiembre de 1994, 04:21 am
Pasos. Despertó. Eli miró a su alrededor. Fue inútil, la oscuridad era total. Tardó un instante en salir de su aturdimiento y recordar dónde estaba. No podía verlas, pero sí sentía el eco de su respiración reverberando entre aquellas cuatro paredes. Eran viejas conocidas, había pasado entre ellas buena parte de los tres años que duraba su cautiverio. Sus captores no buscaban nada con ello, no había un propósito. Al principio le hacían preguntas. Por supuesto fue en vano, jamás confesó ninguna información más allá de las Cuatro Grandes (esto es: nombre, rango, número de serie y fecha de nacimiento… aunque sabía que la primera y la última eran invenciones) pero al menos había un objetivo, algo a lo que resistir. De eso hacía mucho. Ya no perdían el tiempo interrogándole, y se le escapaba la razón por la que insistían en encerrarle allí en vez de acabar sin más con su miserable existencia. Era como un mal hábito adquirido a fuerza de repetición.
Desde luego no disfrutaba especialmente de sus prolongadas visitas a ese zulo inmundo, pero la incomunicación era un problema menor, soportable, siempre preferible a la tortura física. Le habían azotado, dado palizas con tablones de madera, estrangulado con bolsas de plástico, electrificado hasta que sangraban los oídos. Así con todo, cualquier daño que se atrevieran a ejercer sobre él era un juego de niños comparado con lo que los iraquíes infligían a su propia gente.
En la instrucción del Servicio Aéreo Especial, ahora tan lejana, le advirtieron de cómo la privación de los sentidos acaba por afectar a la percepción del paso del tiempo, y finalmente a la cordura. Pero también le enseñaron la otra cara de la moneda: que un hombre podía acostumbrarse a cualquier cosa. Solo tenía que concentrarse en la rutina, y eso hacía. Mantenía su mente ocupada con ejercicios mentales. Aun sin acceso al mundo exterior, Eli tenía la certeza de llevar en régimen de aislamiento exactamente diecinueve días seguidos, y de que era muy temprano, quizás aun en la madrugada del vigésimo día. También tenía la razonable seguridad de no haber perdido la cabeza, aunque las pesadillas se hacían más vívidas cada vez, como si su cerebro intentase compensar la ausencia de eventos reales con otros imaginarios. Era un sueño recurrente, un repaso mental de la misión que lo había conducido allí: la localización de los misiles SCUD. Pero la recreación onírica era imprecisa, contaminada por recuerdos y miedos que tenían su origen en otros momentos de su vida, muy anteriores. Miedos borrosos pero aferrados a su subconsciente.
Reparó de nuevo en los pasos que le habían despertado. Era inusual que el carcelero se pasara tan temprano; rara vez madrugaban para dejar en la rendija de la puerta el almuerzo, si se lo podía llamar así. A veces no era comida en absoluto, sino plástico o cosas peores. Debían creerse muy ocurrentes. No obstante, el carcelero de aquel día era nuevo. Eli lo notaba porque tenía una cadencia distinta al andar, arrastrando ligeramente el pie derecho. Los pasos se detuvieron frente a la puerta, la llave chirrió y la puerta se abrió.
—Fuera, perro americano —dijo una voz desconocida en árabe.
Que le confundieran por americano era la norma entre los guardias y convictos del lugar; al parecer casi nadie detectaba su marcado acento inglés. Lo cierto es que no se consideraba una cosa ni la otra, así que nunca se vio tentado de corregirles. Antes de que tuviese tiempo de obedecer, el corpulento carcelero entró y le sacó a rastras agarrándole del cuello de la camisa. Al caminar cuatro pasos seguidos volvió a tomar conciencia de su debilidad; la cabeza le daba vueltas, las piernas le temblaban. Recorrieron los pasillos del complejo carcelario en silencio. La cárcel estaba dividida en cinco bloques: prisioneros extranjeros, aquellos que cumplen largas condenas, aquellos que cumplen condenas cortas, aquellos prisioneros que cometieron “crímenes capitales” y aquellos que cometieron “crímenes especiales”. Eli fue confinado desde el primer día con este último grupo, aunque a nadie se le escapaba que era extranjero. Sospechaba que querían evitar a toda costa que contactara con otros prisioneros de las SAS, aunque también podía ser una simple cuestión de espacio. La prisión estaba a rebosar. Hombres que fueron condenados a treinta años de encarcelamiento por robar un pollo convivían al lado de asesinos y violadores; la separación de módulos tenía poco sentido para empezar.
Caminaron hasta llegar a su minúscula celda habitual, que ahora parecía tan inmensa y diáfana. El carcelero lo lanzó dentro sin más miramientos. Eli trastabilló y cayó al suelo. No miró atrás ni hubo ningún reproche, pero se quedó con la cara de aquel tipo. La añadió a su lista mental.
Saad estaba despierto y saludó con su acostumbrada jovialidad.
—Bienvenido de vuelta al hogar, amigo mío. ¿Qué tal el balneario?
Eli se sentó en el camastro y forzó media sonrisa.
—Como siempre. Espero que seas el siguiente en disfrutarlo. ¿Me has echado de menos?
Hatim Saad había sido su compañero de celda desde hacía casi un año. Rondaría los cuarenta, pero aparentaba menos. Solía decir con sorna que la insurgencia le mantenía a uno joven. Nunca aclaró a qué se refería, y Eli no preguntó, pero se lo imaginaba. Saad no tenía aspecto ni ademanes de luchador, y los presos políticos bajo el régimen de Saddam Husein eran muy comunes. Cuando se conocieron encontró exasperante su carácter alegre, un rasgo anacrónico en semejantes condiciones y que Eli no alentó en ningún momento. De hecho, jamás durante su encarcelamiento había llegado a presentarse o dar su nombre a ningún otro preso, más por animadversión crónica que por guardar un secreto. Le gustaba ser un completo desconocido, sin identidad. A Hatim no parecía importarle lo más mínimo, ni se daba por aludido. Simplemente se refería a Eli como “amigo” y actuaba como si fuera algo natural. Con el tiempo Eli le siguió el juego; era eso o desquiciarse y acabar con él, y en el fondo encontraba encomiable el espíritu y la determinación sociable de aquel hombre. No podía sancionar su bufonería, sólo era un escudo para repeler la realidad. En aquel lugar todos tenían uno, incluído él.
—Aquí pasa algo raro —siguió Eli, más serio—. Nunca he estado en aislamiento menos de un mes. Me sacan de allí a las tantas y te encuentro aquí, esperándome y alerta. Vamos, dime qué sabes.
Saad borró todo rastro de fingida jocosidad.
—Siempre observador, amigo. Bueno —resopló—. Escuché algo en el patio, hace un par de días. Los guardias a veces se van de la lengua, ya sabes. Por lo que dijeron… parece que los de arriba quieren hacer sitio —miró a Eli a los ojos, como intentando transmitir el resto del mensaje.
—Entiendo. ¿Cuándo?
—Al amanecer.
—¿Hoy? Humm. Supongo que un juicio justo era mucho pedir. O un juicio a secas.
—Son tiempos extraordinarios —bajó la voz—. Pero tú no eres de los que se rinden, amigo. ¿Me equivoco? —Se acercó y le habló al oído—. Eres valioso, Eli White. Y esto aún no ha acabado. Pero tenemos poco tiempo, así que escucha con atención. En veinte segundos, llamarás al guardia. Luego espera.
—¿Qué?
Saad se separó unos centímetros con una amplia sonrisa en la cara. Algo chasqueó en su dentadura, e inmediatamente empezó a sufrir convulsiones. Cayó al suelo, la boca segregando espuma. Saad se estaba muriendo allí mismo, de repente. Eli hizo tanto ruido como pudo, y al momento apareció el mismo guardia que le había sacado del aislamiento. Al ver la escena sacó su arma y apuntó nervioso a Eli, indicando que se echara a un lado. Otros guardias llegaron enseguida al sonido del alboroto, y pronto todos los presos de las celdas cercanas despertaron también, uniéndose al bullicio. En este caos entraron en la celda y sacaron a Saad, que todavía sufría fuertes sacudidas. Al minuto todo había vuelto a la calma y allí quedó Eli, otra vez solo en su habitáculo, sopesando las consecuencias de que Saad supiera su nombre.
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