El tiempo demostraba su relatividad de maneras sorprendentes. En la celda de aislamiento Eli se esforzaba continuamente por asirse a su percepción. Y siempre le sobraba. Pero cuando uno sabe que no dispone de mucho, éste tiende a acelerarse, fenómeno que pudo constatar aquella madrugada. El Sol se apresuró a bañar discretamente la celda, como disculpándose por tanta celeridad. Y con él, llegó el pelotón de ejecución: cinco hombres con pasamontañas, armados. Le esposaron con las manos a la espalda. No se resistió. Mientras caminaban por los pasillos no pudo evitar seguir pensando en Hatim. Por más vueltas que le daba llegaba a la misma conclusión: Saad había ingerido una píldora de suicidio alojada en el maxilar. Cianuro, a juzgar por los síntomas. El modus operandi llevaba la firma de la CIA. ¿Cómo era posible? ¿Por qué?
Abandonaron el pabellón y dejaron atrás los barracones e instalaciones militares. Tras varias semanas de oscuridad total, salir al aire libre era un proceso doloroso. Tanta luz se sentía como alfileres en los ojos, y el delgado uniforme amarillo de preso apenas protegía del aire frío de la mañana, que avanzaba indiferente a su desesperada situación. Había oído historias del lugar al que se dirigían. Lo llamaban “La Casa de la Muerte”. En la intimidad los presos decían que estaba encantada, que en la casa habitaban djins, demonios. Aseguraban que en la noche todavía se escuchaba el lamento de los cientos, miles de iraquíes que en ese mismo lugar habían sido ejecutados. En realidad era poco más que una caseta cochambrosa, cuyo interior comprendía una solitaria habitación con una escalera a mano derecha que bajaba a un piso inferior, y al lado contrario una pequeña rampa que ascendía hasta una superficie que se alzaba metro y medio del resto del suelo. Eli entendió la disposición. El piso inferior debía ser una cámara de gas. De allí subía por las escaleras un olor extraño, indefinido pero fuerte. Imaginó que el régimen mataba dos pájaros de un tiro probando allí toda clase de armas bacteriológicas. La rampa del otro extremo daba a un simple patíbulo. Eli sintió una irracional sensación de alivio cuando le dirigieron a empujones hacia la rampa. Al subir distinguió dos aperturas cuadrangulares, ahora cerradas, separadas por una especie de atril con una palanca oxidada. Sobre las aperturas pendían sogas de cuerda gruesa, rudimentarias. «Saad dijo que esperase», pensó. «Si de verdad había un rescate en marcha, tiene que ser ya».
Tres de los cinco hombres que le habían escoltado se quedaron en la puerta de “La Casa de la Muerte”. Cerraron con llave desde dentro. Los otros dos acompañaron a Eli al patíbulo y le colocaron la soga al cuello sin mayor ceremonia. A unos segundos del final, la cabeza de Eli seguía buscando una salida, negándose a aceptarlo.
Sonó una explosión tremenda, a no mucha distancia. Los cimientos temblaron, el polvo se desprendió del techo nublando la vista, las bombillas parpadearon. Eli aprovechó la confusión, tomó impulso y saltó con las piernas por delante sobre los hombros del guardia más próximo. Empezó a estrangularle. Lo atrajo hacia sí, de forma que sus pies pisaran la abertura. Si el otro guardia accionaba la palanca caerían los dos, y era probable que la horca partiese el cuello de Eli, pero ya daba igual. Al menos se llevaría a uno de esos cabrones por delante. En vez de eso, el verdugo junto a la palanca sacó el arma… y disparó al hombre que Eli estaba estrangulando. Luego hizo lo mismo con sus tres compañeros de la puerta, todavía aturdidos por la explosión. Eli dejó caer el cadáver y miró a aquel hombre, que se quitó el pasamontañas para revelar el sonriente rostro de Hatim Saad. Mientras le quitaba las esposas se dirigió a Eli por primera vez en inglés, como si fuese lo más habitual del mundo.
—Vaya, eso ha estado cerca. Esa explosión se ha hecho de rogar, ya pensaba que tendría que matar a estos tipos sin la distracción. Y déjame que te diga, la distracción es importante. No sé si hubiera podido…
El polvo que había levantado la explosión empezaba a asentarse. Saad ayudó a retirar la soga del cuello de Eli, que todavía tardó unos segundos en reaccionar.
—¿¡Hatim!? ¿Cómo…? ¿Qué es esto? No me lo puedo creer… ¿Langley te envía? ¿El SIS? Espera… ¿me has estado vigilando todo este tiempo?
—Eso son un montón de preguntas, amigo. Y solo puedo responder a la última, porque es evidente que sí.
—¿De qué iba el numerito de la pastilla? Fue muy convincente. Te daba por muerto.
—Oh, no. Nada más lejos. Necesitaba llegar a la enfermería para usurpar a este guardia. La verdad es que tuve bastante suerte, muchas cosas pudieron salir mal. De hecho su ropa me queda algo grande —explicó, agitando las holgadas mangas del uniforme—. Pero no quedaba otra.
Eli no daba crédito.
—¿Quién coño eres? ¿Qué queréis de mí?
—Soy alguien que entró aquí para que tú salieras. Y eso harás. Lamento las prisas, las cosas se han precipitado un poco con esto de la ejecución. No lo vimos venir. Ahora te voy a pedir, una vez más, que sigas mis instrucciones si quieres vivir. Saldremos por el Oeste, toma como referencia la segunda torre de vigilancia en el muro exterior. En veinte minutos nos reuniremos con Shalash-
El disparo reverberó en la sala interrumpiendo las directrices; uno de los verdugos seguía con vida. Acertó a Saad de lleno en la boca del estómago. Antes de que su cuerpo se desplomase, Eli agarró la pistola de su mano casi inerte y disparó una ráfaga al tirador, asegurándose de que esta vez permaneciese muerto.
—Oh, mierda…
Saad quedó tendido en el suelo, apretando la herida con la palma de la mano. Apenas podía contener la sangre.
—¿Puedes andar? —preguntó Eli.
—Humm… creo que sí…
No era cierto. Hatim hablaba despacio, haciendo gestos de dolor al intentar incorporarse. Iba a perder el conocimiento de un momento a otro.
—Eh, ¡eh! No te duermas. Dime dónde ir.
—Lo siento… me… me temo que… mi papel termina aquí.
—Maldito seas, ¡dime cómo acaba ese estúpido plan tuyo!
Comments (0)
See all