Eli le zarandeó, le gritó, le golpeó. Era tarde, Saad no iba a despertar. Cargar con él no serviría de nada, de todas formas era improbable que sobreviviese. Tendría que jugársela solo. «Segunda torre, muro oeste, veinte minutos». Recogió de los verdugos muertos tanta munición como pudo cargar para la pequeña pistola makarov de Saad, y sopesó la posibilidad de robar también alguno de los uniformes. No pareció buena idea; todos estaban teñidos de sangre. Así eran incluso más llamativos que su ropa carcelaria amarillo limón. Decidió desprenderse al menos de su camisa y salió al exterior entreabriendo el portón de “La Casa de la Muerte”. Detectó cierto revuelo no muy lejos, a unos doscientos metros. En ese punto se encontraban los restos de la explosión; se trataba de un camión civil. De alguna forma había irrumpido en el recinto a la fuerza, destrozando una de las puertas del Sur que daban acceso a la prisión. Era imposible que el conductor pensara sobrevivir; aquello era un ataque suicida. Y seguro que se había llevado por delante a varios guardias. ¿De verdad era todo aquello para que él pudiera escapar? Parecía disparatado.
Más de una docena de trabajadores se afanaban por extinguir el fuego que el ataque había propagado. A plena luz y con un sol de justicia, Eli echó cuerpo a tierra pistola en mano, aprovechando cualquier relieve del terreno para esconderse, avanzando de caseta en caseta. Llegó a una de las carreteras que recorrían el recinto por dentro, de Este a Oeste. No pasaba nadie. Sacando partido de los raquíticos arbustos esporádicos que crecían de ese lado, se fue arrastrando poco a poco por la arena en dirección Oeste, hacia el muro, como había dicho Saad. Cuanto más se alejaba de las llamas más le parecía que aquel plan no llevaba a ningún lado. En el muro solo había torres de vigilancia con hombres armados que lo detectarían más pronto que tarde, y ningún acceso al exterior. Las únicas puertas estaban al Sur, y ahora se aglomeraba allí más seguridad que nunca, alertados por el camión bomba. A pesar de ello continuó, confiando que Saad supiese algo que él no.
La carretera se bifurcaba en un eje norte-sur y más allá, al Oeste, solo quedaban dos obstáculos antes del muro: la zona vallada de las celdas exteriores y los barracones del personal. Las celdas exteriores eran habitáculos individuales de un metro de ancho por dos de largo formados por barrotes. Se emplazaban en batería sobre la arena. Sin la protección de una pared y con un techo que no era más que un trozo de tela, de día el calor asaba vivos a los allí confinados, y de noche los congelaba. Otro ejemplo más de castigo creativo en Abu Ghraib. La zona tampoco ofrecía a Eli refugio suficiente. No había lugar donde esconderse en esa área, y aunque pudiese escapar de la mirada de los guardias, la de los presos en las celdas exteriores era ineludible. Y no podía contar con su colaboración. Si seguía junto a la carretera, cuyo recorrido volvía al Oeste tras unas desviaciones, resultaría en un rodeo enorme y cada minuto ahí fuera podía ser el último. Eli valoraba sus posibilidades escondido en su arbusto cuando notó la vibración en el suelo. Se acercaba un vehículo por su espalda. Miró para confirmar que era un 4x4 que transportaba un par de hombres. Probablemente iban a los barracones. No había tiempo para pensar. Cuando el coche estaba a cinco metros rodó rápido y se quedó en medio de la calzada. No le habían visto, pues no deceleró. Cuando pasaron por encima se agarró como un gato al eje de las ruedas y fue arrastrando los pies quince, veinte metros. La fricción desgastaba los zapatos a una velocidad alarmante, y pudo sentir el calor de ese roce justo antes de conseguir apoyarse en el tubo de escape. En ese precario equilibrio sintió de nuevo la flaqueza de sus músculos, pero aguantó. El coche viró a la derecha y dos veces a la izquierda, luego se detuvo. Eli calculaba que había llegado a los barracones del personal, junto al muro oeste.
Justo cuando se decidió a salir, alguien dio la voz de alarma bramando desde la torre de vigilancia como si le fuese la vida en ello. De inmediato hubo disparos donde antes había gritos. No fue necesario ponerse a cubierto porque Eli notó que los disparos no se dirigían hacia el interior de la prisión, sino hacia el exterior. Desde la torre estaban viendo algo ahí fuera que no les hacía ninguna gracia. Unos segundos después ese algo chocó contra el muro, y acto seguido una detonación brutal lo echó abajo junto con la torre de vigilancia. Otro camión bomba, mucho mayor que el anterior.
Era lo que estaba esperando. Ahora o nunca. Se incorporó y echó a correr entre los barracones. Se encontró con un guardia por el camino; lo agarró por detrás y disparó dos veces a quemarropa, amortiguando el sonido del arma. Le quitó su fusil y retiró el seguro. Otros tres guardias salieron para ver el boquete del muro; Eli colocó la parte delantera del fusil sobre al antebrazo para mayor precisión y apretó el gatillo seis veces, dos tiros por cabeza, para asegurarse. Estos disparos sí fueron oídos; tres guardias más salieron a su encuentro. Eli seguía a la carrera; si el ataque era inevitable, prefería ser un blanco en movimiento. Intentaron abatirle con sus pistolas makarov. Fallaron. Él abatió a uno de ellos mientras avanzaba lateralmente y se refugió tras el barracón más cercano. Intentarían rodearle. Se colocó en la esquina izquierda de la pared del barracón, pegado a ella, y sacó su propia pistola. Asomó un instante la cabeza: uno de los guardias se acercaba a las once. Sacó la pistola por el borde de la esquina sin mirar, giró la muñeca, y disparó. Impacto. Supuso que el otro guardia intentaría rodearle por el lado opuesto en ese mismo momento. Así era. Se abalanzó sobre él como un animal rabioso justo cuando doblaba la esquina derecha. Cayeron al suelo y forcejearon con el arma, intentando dispararse mutuamente. La energía que proporcionaba la adrenalina empezaba a agotarse, Eli estaba cansado. No ganaría mediante la fuerza bruta. Escupió al guardia en todo el ojo, y éste se quejó por un instante, lo suficiente para perder la concentración. Fue sencillo arrebatarle el arma y acabar con él.
No veía a nadie más, pero era cuestión de tiempo que aquello se llenase. Apenas tenía fuerza para mantenerse en pie, pero la salvación se hallaba al alcance de la mano. «Solo un poco más. Solo un poco más». Atravesó el muro derruido, entre las llamas del segundo camión bomba. Ya estaba fuera. Desde la otra torre le vieron e intentaron detener su carrera frenética, pero estaban demasiado lejos, las balas silbaban a su alrededor sin alcanzarle. La zona exterior estaba plagada de pequeñas empalizadas y barreras cubiertas de alambres de espino. Era extraordinario que el camión las hubiese evitado. Para Eli era más sencillo pasar por encima si no echaba a cuenta el dolor en las manos al apoyarse. Pasó los obstáculos, completamente desfallecido, y corrió un poco más hasta dar con un camino de tierra que circunvalaba la prisión de Abu Ghraib. A lo lejos, en el camino, distorsionados por las ondas de calor, vislumbró un par de vehículos que habían salido de la prisión a su encuentro. No le dejarían marchar. Le darían caza en un par de minutos. Cayó de rodillas, respirando a bocanadas. Necesitaba aire, había llegado al límite de su cuerpo. Miró al otro extremo de la larga recta; algo se acercaba también por allí… Era un caballo blanco, galopando ligero. El animal llegó antes, relinchando. En su montura, un hombre de cabellos grises, con una llamativa gabardina, le tendió la mano.
—¡Sube! Estoy de tu lado, ¡vamos!
No tenía opción. Con ayuda de aquel hombre subió al caballo.
—¡Agárrate!
El corcel salió disparado como un perdigón campo a través, al Sur. Los todoterrenos que les seguían eran más veloces, pero no podían subir por superficies escarpadas.
—¡Toma esto!
Le pasó un revólver. Eli se dio la vuelta aprovechando un momento de carrera en plano, y apuntó con el arma al conductor del vehículo más cercano. Erró varios tiros hasta acertar en una rueda. El coche perdió tracción y colisionó contra un pedrusco, dando varias vueltas de campana. El otro vehículo continúo la persecución.
No le quedaban balas, pero el viejo del caballo parecía saber lo que estaba haciendo. Tenían una autopista en perpendicular a cincuenta metros e iban directos a ella. La superficie era cada vez más favorable al todoterreno, pero al llegar a la autopista el caballo pudo saltar el guardarrail. El coche no. Éste se dio por vencido, deteniéndose. Eli le dedicó un corte de mangas antes de pasar al otro lado de la desierta autopista, donde solo había campo, una interminable extensión de plantaciones. Estuvieron galopando durante unos kilómetros hasta que aquel hombre decidió por fin que era seguro bajar el ritmo.
—Tendrás un millón de preguntas.
Su áspera voz le resultaba extrañamente familiar. Ante la perspectiva de presentarse al desconocido, Eli tomó conciencia de su lamentable aspecto. Descamisado y flaco, con el pelo largo y sucio, una barba luenga y descuidada, las manos sangrantes de agarrar alambre de espino y los zapatos destrozados. No era su momento de mayor dignidad. El hombre continuó.
—Estás a salvo, eso es lo que importa. Imagino que Hatim se quedó atrás… Era un buen hombre, de los mejores. Te confié a él, al fin y al cabo. Y ha cumplido.
Bajaron del caballo. Eli al fin pudo ver bien la cara de su libertador, y la visión despertó en él sentimientos que llevaba largo tiempo intentado reprimir. Estaba más arrugado y enjuto, su pelo algo más cano, pero podría reconocer ese bigote y ese estilismo aunque pasaran cien años.
—¡Tú! Eres ese… ¡Ocelot!
—¿Me recuerdas, eh? Supongo que no he cambiado tanto. Tú, por otro lado…
—¡Estabas con él! Eras… eras como su mano derecha… ¿qué coño significa esto? —No se lo preguntaba a Ocelot, era un pensamiento en voz alta. Aquello se volvía más raro por momentos. A todos los efectos, aquel hombre era su enemigo.
—Eli, necesito que te tranquili-
—¡No me llames así! Tú no tienes derecho a llamarme así.
—¿Prefieres “Nyoka ya Mpembe”? Ya no eres un niño. Deja que me explique, luego actúa como te parezca —Eli calló—. Bien. Tienes razón, trabajé para tu padre hace mucho tiempo. No me arrepiento de ello, es un gran hombre. Pero comprendo cómo te sientes, lo violento de esta situación. Entiendo de dónde sale ese odio, créeme.
—No tienes ni idea.
—Sí que la tengo. Sé quién eres. Sé lo que eres. Sé que existes solo para que otro llegue más alto. Lo sé todo porque él me lo dijo.
Liquid guardó silencio un poco más. Pero su mirada asesina no debía ser lo bastante elocuente, porque aquel viejo continuó hablando.
—Escúchame. Yo también estaría enfadado, pero él no tuvo la culpa. Intenta ponerte en su lugar.
—¡Déjalo ya! ¿Para eso estoy aquí? ¿Para escuchar cómo justificas a ese bastardo en mi cara? Mira… Ocelot, si tanto desea mi comprensión que hubiese venido él en persona, no su perrito faldero. Ahora dime a qué has venido realmente. No lo volveré a preguntar.
Ocelot suspiró, como genuinamente contrariado por la respuesta.
—No me envía Big Boss. Aunque no lo creerás, nuestros caminos se separaron en los 80. Vengo de parte de La Agencia; están interesados en tus servicios. Supones una gran inversión gubernamental que les gustaría recuperar.
La CIA. Eli recordó a Saad, era cierto que aquello encajaba. Y al mismo tiempo, no tenía ningún sentido.
—He visto los ataques bomba. Ningún hombre vale tanto esfuerzo.
—Esos ataques son cosa mía, y para mí sí que lo vale. Tengo contactos entre células chiitas. Me debían favores que he decidido cobrarme en ti. Igual con Hatim.
—¿Qué tipo de favor se paga con la vida? —Ahora era Ocelot quien callaba—. Vale, respóndeme a esto: ¿por qué yo? ¿qué hay del otro? De mi… De mi hermano.
—Siempre estuvo de nuestro lado. Él no conoce su verdadera naturaleza.
—Ya veo. —Eli bullía de rabia. ¿Tenían al superior y también lo querían a él? Aquello era simple avaricia—. En ese caso tenéis todo lo que necesitáis. Rechazo la oferta. No me interesa.
Se dio la vuelta y empezó a andar, no sabía muy bien hacia dónde, pero lejos de aquel fantasma de su pasado.
—¿Eso es todo? —insistió Ocelot—, ¡te he salvado la vida!
—¡Pues eres un necio por esperar una recompensa!
—¡Eli! ¡ELI!
—¿¿QUÉ?? —Se volvió—. ¿¡Qué más quieres de mí, maldito viejo!?
—No vayas en esa dirección. Encontrarás tropas americanas por allí —señaló con el dedo en sentido contrario—. Oficialmente son ellos los que te han rescatado.
Eli cambió de dirección por donde le decía. No le apetecía ser capturado de nuevo.
—¡Nos volveremos a encontrar! —vociferó Ocelot, ya lejos, sobre su caballo.
—¡Por tu bien, espero que no!
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