Dhalia se arrancó el cable de la cabeza y encajó el pequeño robot en un compartimento del maletín específicamente diseñado para tal fin. La imagen de la pantalla se desvaneció para dar paso a una interfaz con fechas y horas. Eligió la madrugada del día anterior, y empezó a escucharse un sonido amortiguado y rítmico.
—Aquí estaba durmiendo la borrachera… —Sacó unos cascos para los oídos y se aisló con ellos—. Esto llevará un rato, me encargo yo. Haz tiempo, ya te avisaré si encuentro algo.
Eli dejó a Dhalia, se quitó el chaleco y la corbata, y se tumbó en la cama de matrimonio de la habitación contigua. Todavía tenía algo de jet lag acumulado, así que no puso ningún impedimento. Consiguió dormir algo y soñar con máscaras de gas y rizos rojos.
Un desagradable sonido lo trajo de vuelta.
—Agente White. ¡Eli! Despierta, tengo algo útil.
Eli se levantó de la cama y acompañó a Dhalia al comedor, donde todo seguía tal como lo dejó. Aún era temprano, no debió dormir más de media hora.
—¿Y bien? ¿Qué has encontrado?
—Duck habló por teléfono ayer por la noche. He conseguido aislar el sonido del interlocutor. Concertó una cita para esta mañana, dentro de un par de horas.
—No me digas que… ¿Big Boss?
—¿Qué? ¡No! Claro que no. Ha contratado los servicios de una prostituta. Algo muy exclusivo, imagino, si la contrata con tanta antelación y solo se ofrece a estas horas.
—¿Y de qué demonios nos sirve eso? Vamos a por él y acabemos con esto.
—No, espera. Duck siempre anda rodeado de gente, lameculos en su mayoría intentando recoger alguna migaja de lo que va gastando. También tiene personal de seguridad las veinticuatro horas del día detrás suyo, un par de guardaespaldas le acompañan a todas partes. Tenemos una oportunidad de pillarle solo y hacer esto sin montar un escándalo. Tengo un plan. Interceptamos a la prostituta… y entro yo en su lugar.
—Es una locura. Y no te dejará entrar, se dará cuenta enseguida de que no eres quien pidió.
—Oh, qué cosas tienes. Claro que me dejará.
Para cuando la señorita de la noche -o de la mañana en aquella ocasión- llegó al hall del hotel, Eli y Dhalia ya habían confundido con ella a un par de pobres turistas que pasaban por allí. Pero la verdadera meretriz se mostró receptiva al voluminoso fajo de billetes que le ofrecieron, y se marchó por donde había venido. Como era de esperar, ella y Dhalia no tenían mucho en común. La primera era una mujer alta, rubia y pálida, con un vestido corto, mientras que la agente del Mossad era más bien bajita, castaña, de una etnia totalmente distinta, y vestía un prosaico conjunto. Pero no les quedaba otra que confiar en que sus encantos femeninos les abrirían el camino. Volvieron al apartamento y Dhalia se empezó a desvestir sin ningún pudor hasta quedarse en ropa interior. Ante el panorama, Eli empezó a considerar que aquello podía funcionar después de todo. Luego la agente Wosniak sacó un abrigo de entre sus cosas y se lo puso por encima. Fue al cuarto de baño a retocarse el maquillaje, hasta ese momento casi inexistente, y por fin salió.
—Ok. Estoy lista. Toma esto —le pasó un pinganillo—, yo llevaré un micro en el abrigo. Tú me podrás oír, pero yo a ti no. Y lleva esto también —le dio una pistola semiautomática Baby Desert Eagle—, pero por lo que más quieras, intenta no usarla. Llegaré primero, dame un par de minutos de margen. No nos deben ver juntos ahora. Procuraré dejar la puerta entreabierta para que puedas colarte sin más.
No parecía nerviosa; todo lo contrario. Eli pensó que quizás la había juzgado mal. La agente Wosniak salió de la suite y subió al ascensor, al piso de arriba. Él fue subiendo al mismo tiempo por las escaleras y aguardó en el rellano justo antes de llegar al nivel superior. Se concentró en lo que le llegaba por el pinganillo. Escuchó el sonido del timbre y la puerta abrirse.
—Hola, cariño. ¿Listo para pasar un buen rato? —dijo Dhalia con una inflexión forzadamente sensual. Una voz ronca y titubeante respondió al otro lado.
—Ho-hola. ¿Dónde está Katiuska? Había pedido a Katiuska.
—Kati no ha podido venir, se encontraba mal. Soy Dafne. Vengo en su lugar. Gratis, por las molestias.
—Hummm. No te había visto en el catálogo. Déjame ver el género, guapa —hubo un instante de silencio— Oh… De acuerdo. Pasa. Chicos, quedaos fuera. No tardaremos.
A Eli no le gustó cómo sonaba eso. Se asomó. La seguridad de Dirty Duck seguía interponiéndose, dos gigantes de casi dos metros apalancados a ambos lados de la puerta, y ahora el tiempo apremiaba. Comprobó que el corredor estaba desierto salvo por ellos. Salió del rellano y recorrió el pasillo con aire casual, como si se dirigiese a la puerta del fondo. Cuando pasaba junto a los dos guardaespaldas, giró noventa grados en una milésima de segundo, agarró ambas cabezas por lados opuestos y las estampó entre sí. Sonaron como un coco maduro al caer de su palmera. Al mismo tiempo, unos gritos amplificados por el pinganillo casi le dejan sordo. Se lo quitó, pero siguió escuchando la trifulca que provenía del apartamento. Retrocedió tres pasos para tomar impulso y arremetió contra la puerta, que aguantó. Los gritos subieron de intensidad. Volvió a repetir el envite y esta vez la cerradura cedió.
Dentro, una Dhalia semidesnuda forcejeaba con un hombre también semidesnudo de mediana edad, incipiente panza cervecera y más incipiente calvicie. El hombre se quedó mirando a Eli, sobresaltado. En ese instante la agente Wosniak realizó una llave de Krav Magá, le descargó repetidamente varios rodillazos en el vientre, y terminó con una patada en la entrepierna. El hombre, que debía ser Dirty Duck, cayó redondo.
—Lo tenía controlado —reprochó Dhalia.
La chica se puso el calzado, los pantalones de Duck y una camiseta para cubrirse. Luego ayudó a Eli a introducir los cuerpos inconscientes de los guardaespaldas en la suite, y usaron una pesada cómoda como barricada para sujetar la puerta destrozada, esperando que nadie pasara por allí haciendo preguntas. Corrieron las cortinas y tomaron prestadas las correas para atar al desmayado Dirty Duck en una de las sillas de la cocina –la más incómoda posible entre tanto lujo– que habían sacado al comedor. Cogieron también de la cocina una cacerola llena de agua fría que Eli vertió de golpe sobre la cara de Dirty Duck, quien por fin reaccionó. Eli puso su mano sobre la boca de Duck, que abrió los ojos como platos.
—Vamos a llevarnos bien. Si sueltas una palabra más alta que otra, te parto el cuello aquí mismo. ¿Lo has entendido? —Duck asintió, y Eli apartó la mano despacio. El malogrado general se dirigió a Dhalia.
—Dafne, no me van este tipo de cosas, yo soy más tradicional…
Eli lo abofeteó con el dorso de la mano y tiró para atrás del escaso pelo de su cabeza, haciendo que le mirase a los ojos.
—Esto no es un juego. Te daré una oportunidad. Dinos todo lo que sepas de Big Boss y volverás a tus depravaciones como si nada hubiera pasado. Vamos, habla.
—Ah, se trata de eso, claro. Está bien, está bien. Pero antes necesito un trago. —Señaló con la barbilla una botella de bourbon que descansaba en la mesa del salón—. Por favor. Tengo la boca seca.
Eli miró a Dhalia, que asintió. Le trajeron la botella.
—Necesitaré que me desatéis una mano. Vamos hijo, no estoy en condiciones de escapar ni aunque pudiera usar las dos.
Cortaron las correas de su mano derecha y Duck empezó a tragar el whisky como quien bebe agua fresca.
—Suficiente. —Eli apartó la botella y se arremangó la camisa—. Cumple con tu parte. Big Boss. Qué sabes y dónde lo has oído.
—Sé que está vivo porque lo he visto con mis propios ojos. Y estaré encantado de deciros dónde está a cambio de cuatro millones de dólares.
La interrogación no empezaba con buen pie.
—Como quieras. Lo haremos por las malas. —Eli sacó su arma y oprimió la punta del cañón contra la rodilla de Duck, que echaba otro trago de whisky.
—¡Vamos, dispara si te atreves! ¡Solo harás que mi precio suba! ¡Cinco millones! —exclamó Duck escupiendo alcohol. Se le subía a la cabeza con la misma rapidez que el valor de su información.
Justo antes de apretar el gatillo la agente Wosniak le detuvo.
—Eli, ¡espera! Ven conmigo. —Se apartaron unos metros de Dirty Duck—. ¿Qué estás haciendo? Tenemos límites. Debemos consultar esto con nuestros superiores. La elección no es nuestra, ha hecho una oferta. Tiene precio, se puede llegar a un acuerdo.
—¿Sabes lo que es este hombre? No se trata de un simple mercenario jubilado. Es un terrorista reconocido, a nadie le importa lo que le pase. Sacaré las respuestas a golpes, aquí y ahora.
—El Mossad no puede verse involucrado en un asesinato en suelo libanés, crearíamos un incidente internacional al menor descuido. Mira, ya lo hemos asustado. Seguro que se le suelta la lengua, si de verdad sabe algo intentará ponerse en contacto con alguien. Cometerá un error. Le seguiremos monitorizando.
—Si le dejamos ir ahora desaparecerá, y no volveremos a verle nunca más.
—No vas a torturarle. No lo permitiré. —Lo decía en serio. Eli meditó la situación unos segundos.
—Lo siento, pero no puedes impedírmelo —dijo.
Apartó a Dhalia a un lado y se dirigió con paso firme hacia Dirty Duck, pistola en mano, determinado a hacerle hablar a cualquier precio. Necesitaba esa información, tenía que saber si era cierto. Tenía que encontrar a su padre. Y entonces reparó en algo extraño. En el hombro desnudo de aquel infeliz se posó una mariposa de un azul fabuloso, casi bioluminiscente. Escuchó un silbido que se hacía cada vez más agudo, e instintivamente se puso a cubierto. Un torbellino carmesí destrozó la ventana a espaldas de Duck y miles de fragmentos volaron por la habitación, convertidos en perdigones de vidrio. Un objeto afilado había traspasado el respaldo de la silla, rompió con la punta de la hoja el frasco de bourbon, y entre medias empaló al propio Dirty Duck que, sin entender que ya estaba muerto, intentaba llevarse a la boca ensangrentada el contenido de la botella hecha añicos. Había sido una espada. No, un machete. Un inmenso machete oxidado, Eli hubiese dicho que romo, si no fuera por lo que acababa de ver. Empuñando tan inusual arma se encontraba una figura espeluznante, demoníaca, envuelta en varias capas de prendas rojas con distintas texturas: por encima un viejo chubasquero bermellón, ajado y hecho girones, por debajo un manto burdeos de tela deshilachada. No pudo verle la cara, que permanecía en la penumbra de una capucha que le cubría hasta los ojos. Llevaba sendas correas enroscadas a los brazos, y Eli pudo distinguir otras armas blancas escondidas entre los pliegues: un hacha, un garfio, un cuchillo. Olía fuerte, como azufre. En un instante y acompañado de un sonido gutural de satisfacción, el encapuchado extrajo su machete del cuerpo sin vida de Duck y lo guardó en una vaina a su espalda. Luego, con un movimiento grácil, etéreo, imposible para su tamaño, se lanzó por la misma ventana que había destrozado al entrar.
—¿Pero qué coño…?
Eli buscó a Dhalia. Había sido alcanzada por algunos fragmentos de cristal.
—No te quedes mirando, estoy bien. ¡Síguelo! Te alcanzaré.
No hizo falta que lo repitiese. Eli se lanzó por la ventana igual que lo hiciera el asesino; era un tercer piso a unos quince metros sobre el suelo, pero recordaba unos toldos del restaurante que había debajo. En efecto allí estaban, y amortiguaron su caída lo suficiente para aterrizar de pie, sobre una mesa llena de platos con sopa. Los comensales no estaban sentados, también ellos se habían alarmado con el incidente de arriba y apenas repararon en Eli porque iban siguiendo con la mirada a la figura roja, señalando atónitos. De alguna forma ese tipo había subido a la azotea del edificio de enfrente, y corría rápido. Muy rápido.
Eli trató de seguirle, intentó atajar por un mercado con cientos de puestos a nivel de calle. Enseguida se demostró que no era buena idea, había demasiada gente. Una moto de reparto estaba aparcando en un puesto que vendía kibbeh y fruta. Echó al conductor de un empujón, y éste se desplomó sobre el puesto, desperdigando todo. El contacto de la moto estaba encendido. Aceleró, dejando atrás un enfurecido vendedor que le lanzaba berenjenas y algún biensonante insulto en francés. La ruidosa motocicleta servía como aviso para los transeúntes, que se echaban a un lado a su paso. Eli iba mirando arriba a cada ocasión, procurando no perder de vista la mancha roja que recorría los tejados colindantes. Sacó la Baby Desert Eagle y disparó un par de veces, pero era demasiado difícil apuntar mientras conducía. La calle se hizo más angosta justo antes de abrirse a una amplia avenida por la que cruzaba una carretera. Eli supuso que la calle era demasiado ancha para cruzarla sin bajar al nivel del suelo, y que tendría una oportunidad de interceptar a aquel lunático. Se equivocó. En vez de bajar, el hombre de rojo tomó impulso y saltó como una pulga, muy alto, alcanzando los edificios al otro lado de la calle. Casi no pudo seguir sus movimientos con la vista. Había cubierto de un solo brinco una distancia de cincuenta metros.
No había acabado, seguía teniendo contacto visual. Saltó de la moto para cruzar la carretera en perpendicular, esquivando los vehículos en ambos sentidos. Y corrió, se forzó al máximo para tener alguna posibilidad. Aquella cosa se esfumaba entre las cornisas de los edificios, lo estaba perdiendo. Pero no redujo el ritmo. Entonces el tipo dio otro salto hasta el espacio vacío rodeado de palmeras de la Plaza de los Mártires, junto a la recién restaurada estatua del mismo nombre. Y allí se plantó, como una estatua más, esperando.
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