Eli tardó un par de minutos en llegar. Para entonces toda una legión de curiosos se había arremolinado en lo que consideraban una razonable distancia de seguridad en torno a aquel individuo que prácticamente había caído del cielo como un meteorito carmesí.
—Ya te tengo, bastardo —anunció Eli, todavía recuperando el aliento.
Advirtió un detalle que antes se le había escapado: pintado en su espalda con brocha gorda, blanco sobre rojo, llevaba el símbolo universal de la paz. No, había algo más. El extraño emblema mutaba en una calavera desde cierto punto de vista. Eli no reconoció ningún blasón militar semejante. ¿De dónde salía este tipo? El encapuchado se volvió. A la luz de la mañana por fin pudo distinguir algunos rasgos, aunque hubiese preferido no hacerlo. Sus ojos seguían cubiertos por la capucha, apenas eran ascuas en la oscuridad, pero el resto de la cara era piel carbonizada. La nariz estaba cercenada. No había labios, y el pellejo había cedido varios centímetros a los lados, dejando al descubierto una sonrisa perpetua y macabra. Un par de cables blancos, como de auriculares, cuya función no podía ni imaginar, salían de sus oídos y bajaban a la altura del pecho, donde se perdían bajo los ropajes.
Eli sacó la pistola, apuntó. La gente alrededor echó a correr en pánico hasta que la plaza quedó despoblada. El encapuchado permaneció tan inmóvil como la estatua que tenía detrás. Y repentinamente se movió, de forma errática, como si le costase mantener el equilibrio, pero a la velocidad del rayo. Eli disparó a matar. El hombre sacó el machete en el tiempo que la bala tardaba en recorrer los diez metros que los separaban, e incomprensiblemente la bloqueó. Disparó de nuevo, agotó el cargador completo. Con cada sacudida el machete se movía aún más rápido. Ni un solo proyectil alcanzó su objetivo.
—Oh mierda…
Nunca había visto nada parecido. Se plantó a metro y medio en milisegundos y blandió el machete de arriba abajo con una mano, como si estuviese cortando maleza en la selva. Eli esquivó la hoja con un movimiento de hombros, luego flexionando ligeramente las rodillas. Su rival era rápido, pero no tanto. Le lanzó una patada frontal para liberarse del hostigamiento y el engendro retrocedió un par de metros. Entonces, de ninguna parte, un vehículo utilitario irrumpió en la plaza y se lo llevó por delante en una embestida formidable.
—Vámonos de aquí, ¡sube! —dijo Dhalia Wosniak.
No tuvo ocasión. Un garfio de estibador atado a una correa salió disparado hacia la ventana delantera del coche, atravesándola. Enganchó de alguna forma a Dhalia, y luego tiró de la correa con una fuerza sobrehumana. La mujer salió despedida por el parabrisas hasta caer malherida a los pies del encapuchado, que no manifestaba ningún signo de dolor tras el atropello. Agarró el machete a dos manos y lo alzó en el aire unos segundos a modo de funesto ritual. Luego lo descargó contra el abdomen de Dhalia, que soltó un único y breve grito.
En ese punto Eli sólo veía rojo. Arremetió con furia desesperada, solo le importaba llevarse a ese monstruo por delante. Llegó hasta él y le obligó a apartarse, el machete todavía ensartado en el cuerpo de la joven. Consiguió conectar un revés en la maltratada mandíbula de la criatura, pero no sirvió de nada, era como golpear un muro. El encapuchado le devolvió el golpe y Eli salió rodando varios metros. Tuvo una idea peregrina. Volvió a encararle en posición de combate, pero en vez de golpear agarró los auriculares y tiró de ellos. Únicamente el izquierdo se desprendió, pero bastó para que el hombre perdiese el control de sí mismo. Se llevó las manos a la cabeza en un grito espantoso. ¿Había encontrado un punto débil? La criatura tardó un instante en volver a colocar el auricular en su sitio. Entonces agarró a Eli, y Eli lo agarró a él. Era un forcejeó desigual, el otro tenía mucha más fuerza. Y en ese momento, cara a cara, con el potente olor penetrando las fosas nasales de Eli, el encapuchado habló. Lo hizo con una voz siseante y rota, como intentando pronunciar desde la garganta. La cadencia era irregular, no separaba las sílabas de forma natural. Era obvio que le requería un esfuerzo enorme articular palabra.
—Él-te-quie-re-vi-vo…
Agarró a Eli por los hombros y lo lanzó al aire como un saco de plumas, alto, hasta impactar el torso contra la mano de latón de la Estatua de los Mártires. Le pareció ver un helicóptero acercarse por el rabillo del ojo, todavía lejos. Luego el suelo le embistió con la fuerza del mundo, y no recordó nada más.
La noticia saltó varios meses después como una bomba de proporciones bíblicas, mientras Eli permanecía en los cuidados intensivos del Hospital Universitario Saint George. Había aterrizado de cabeza, y los médicos le habían inducido un coma para evitar daños cerebrales. Lo primero que supo cuando le despertaron fue que Dirty Duck decía la verdad. Contra todo pronóstico, Big Boss vivía. De alguna forma había logrado ocultarse al mundo durante cuatro años, se había hecho con el control de otra nación fortaleza llamada Zanzíbar Land, esta vez en Asia Central, y amenazaba de nuevo la paz global. Tenía armas nucleares y había secuestrado a Kio Marv, el científico checoslovaco inventor accidental del OILIX. El OILIX era una micro-alga modificada genéticamente para sintetizar petróleo a partir de biomasa común. Básicamente, si de verdad funcionaba, Big Boss se había hecho con una fuente inagotable de energía.
Pero a Eli esos detalles le daban igual, eran eclipsados por una certeza simple y primaria: su existencia volvía a tener sentido, un objetivo claro. Aquel demonio rojo le había roto como un juguete y la recuperación era lenta, pero lo conseguiría. Pronto le darían el alta y encontraría la manera de llegar hasta él, no había fuerza humana o divina capaz de impedirlo. No le interesaba ser un héroe. Igual que su hermano, se mantendría en el anonimato. Lo importante es que volvía a tener una oportunidad de matar a Big Boss.
Era Navidad. El hospital estaba más concurrido de lo habitual, pero nadie había visitado a Eli desde su ingreso y tampoco esperaba que aquel día fuese distinto. Por eso se sobresaltó cuando alguien entró en la habitación muy despacio, sin querer perturbar el hipotético sueño del paciente. Liquid, sin embargo, estaba muy despierto. Lo había estado durante meses.
Esta vez el hombre había dejado el atuendo de cowboy en casa; se cubría con un chaquetón de un tejido fino y caro, pero su inconfinduble expresión taimada no le había abandonado.
—Otra vez tú… —saludó Liquid sin ganas.
Era el viejo Ocelot, el agente de la CIA, un poco más viejo si cabe desde la última vez que se vieron en Iraq. Se quitó el abrigo haciéndose a la temperatura de la estancia con toda la calma del mundo, poniéndose cómodo; debajo vestía un traje formal bastante discreto y anodino, impropio de él. Solo destacaba un pañuelo negro a modo de bufanda, en lugar del rojo con el que Eli siempre le había visto, y un brazalete del mismo color sujeto al brazo izquierdo. Desenroscó el pañuelo de su cuello, y se fue acercando con cautela a la cama.
—Hola. Ha pasado mucho tiempo, Eli. Supe que estabas aquí ingresado, y casualmente estaba trabajando por la zona en otro asunto. Salgo mañana de vuelta a América, pero no podía marcharme sin hacer una visita y ver cómo estabas.
—Pues ya lo has visto —dijo Eli, haciendo un gesto lacónico hacia su maltrecho cuerpo—. Y ya te puedes marchar.
—Sé que no vengo en el mejor momento —Eli no entendió a qué se refería—, pero comprenderás que tengamos curiosidad. Una agente del Mossad asesinada en Beirut, otro del MI6 acaba medio muerto en el hospital… No se ve todos los días. Nos ha llegado una pila de reportes hablando de quien os hizo esto, no faltaron testigos. Quizás tengamos información que compartir sobre ese “hombre de rojo”. Nos podemos ayudar mutuamente.
—Esa cosa no es un hombre. Y yo no soy un traidor.
—Tampoco te tenía por un patriota.
—Imagina lo que quieras. Si lo prefieres, escribe en tu informe que no cooperé porque no me apetecía.
—Es por la chica, ¿verdad? Te sentirías mal revelando secretos suyos. Pero ella ya no está, Eli.
—Como he dicho: piensa lo que quieras.
—De acuerdo. En realidad vengo también por otra cuestión… Supongo que habrás visto las noticias.
—Por aquí no hay mucho más que hacer. Así que “Zanzíbar Land”, eh. Debes estar contento. Tu amigo lo ha vuelto a hacer.
—Me… refiero a las noticias de esta mañana. —Le prestó el periódico que llevaba bajo el brazo, un ejemplar de Al Balad recién comprado. Eli se incorporó algo renqueante y se acercó a la luz de la ventana. En portada, la fotografía central de un pozo petrolífero en pleno desierto representaba una de las crónicas: el descubrimiento de depósitos de hidrocarburo y el éxito de las novedosas técnicas de fracturación hidráulica para extraerlo. La crisis energética tocaba a su fin, o al menos se retrasaba unos cuantos lustros más, y con ella la recesión económica. La prometida revolución del OILIX de Kio Marv ya no era prioritaria.
Pero encima de la foto destacaba el titular de la verdadera noticia del día.
—No me lo puedo creer. Otra vez no.
Era la peor pesadilla imaginable. Una historia que se repetía, cíclica, girando siempre alrededor de Eli pero nunca a su alcance, intentando quebrantar su entereza. Se levantó de la cama dolorido en cuerpo y espíritu, pero tenía que tomar el aire. “Zanzíbar Land ha caído”, rezaba el encabezamiento en letras grandes.
El artículo confirmaba la muerte de Big Boss. Otra vez.
A manos de Solid Snake. De nuevo.
—¿Es él, verdad? —preguntó dando la espalda a Ocelot, apoyado de cara a la pared—. Ese Solid Snake es mi hermano.
Ocelot tardó un momento en confirmar sus sospechas.
—Sí. Lo es.
Apretó el periódico hasta que los nudillos se emblanquecieron y golpeó la pared, aboyando el recubrimiento de cerámica y yeso. Lanzó luego con rabia el diario al otro extremo de la estancia. Ocelot lo recogió y lo tiró a la papelera junto a la puerta.
—¿Cómo saben que esta vez es cierto? —preguntó Eli, incrédulo, todavía con la vista fija en un punto del muro donde no había nada. No quería que Ocelot viese sus ojos enrojecidos—. Ha podido escapar de nuevo. Es otra trampa.
—Esta vez es cierto —respondió Ocelot sombrío—. Tengo contactos en la CIA que a su vez tienen contactos en FOX-HOUND. Esta vez sí. Está muerto, al parecer fue… calcinado. Me han descrito fotos que no he tenido el ánimo de ver.
—Pues lo siento, pero por mí. No por él. Espero que él siga ardiendo por toda la eternidad en el Infierno. Lo único que lamento es no haber sido yo quien le enviase allí. —Sintió cómo la mecha de su paciencia se acortaba—. Ve al grano, Ocelot. Seguro que no me estás informando sólo para entretenerte con mi reacción.
—Muy bien. Directo al punto. —Ocelot se sentó en la silla para visitas colocada junto a la ventana—. Después de esta operación, FOX-HOUND será desmantelada. Nadie quiere hacerse cargo, es una especie de unidad maldita, por así decirlo. Incluso tu hermano se había retirado, solo volvió temporalmente para esta misión. Podemos evitar que la unidad desaparezca si alguien da un paso al frente. Se me ha confiado la oportunidad de proponer a un nuevo líder, y he pensado en ti.
Liquid se giró por fin.
—Curioso. Big Boss me propuso algo parecido antes de morir. Antes de morir la primera vez, quiero decir.
—No entiendo. ¿Te ofreció un puesto en FOX-HOUND antes de Outer Heaven? —Ocelot se rascó la cabeza—. Eso no tiene sentido. Es sabido que Big Boss usaba la unidad como tapadera. Qué raro.
Tenía razón. Haciendo memoria, Big Boss nunca le ofreció trabajar para FOX-HOUND. “Únete a mí”, fueron sus palabras textuales. Quién sabe a qué se refería. Quizás pensaba utilizarle como escudo humano en Outer Heaven. Quizás quería enfrentarle a su hermano, como quien pone a luchar a dos perros rabiosos en una pelea clandestina. Ya no importaba.
—Es evidente que para ti es importante, Ocelot. ¿Por qué no te presentas tú mismo?
—Soy demasiado viejo. No, eso no es todo. Lo cierto es que no soy un líder. Me siento más cómodo sirviendo a alguien mejor.
Ahora recurría a la adulación. Eli pensó que era un poco patético, pero respondió con sinceridad.
—Ocelot… odiaba a ese hombre. Lo despreciaba con todas mis fuerzas, y me estás pidiendo que siga sus pasos —le dijo.
—¿No quieres atrapar al que te ha hecho esto? ¿Al asesino de tu amiga? Tendrías los medios.
—De eso me puedo encargar sin ayuda. Y a ella la conocí el mismo día que murió. No era amiga mía.
Ocelot se inclinó en la silla hacia delante. Habló casi en un susurro.
—Luché contra tu padre una vez. Hace mucho, cuando éramos jóvenes. Un par de veces, de hecho. Hubo una época en la que fuimos enemigos, él y yo. —Tenía la mirada de alguien transportado a un periodo de su vida largo tiempo ignorado—. Ese hombre era el mejor soldado con el que nunca me he topado. Tú crees que eres mejor. Demuéstralo. Esto es lo más cerca que estarás nunca de vencerle, no pierdas tu tiempo esperando algo que no llegará jamás. Big Boss no va a volver.
Jugaba su última baza, y Eli lo sabía. Pero el caso es que… funcionó. Era un argumento incontestable. Una consigna a la podía aferrarse el resto de sus días. Big Boss ya no estaba, pero su recuerdo sí podía ser destruido.
—Supongamos que acepto. ¿Sigue siendo tradición en FOX-HOUND usar nombres en clave?
—Estarías al mando. Puedes cambiar o eliminar la nomenclatura cuando y como te plazca.
—No, no es eso. Quiero uno para mí. Un alias. —Recordó quién había sido. Pensó en White Mamba, Nyoka ya Mpembe, en Eli White. Nombres que no eran realmente suyos. Luego imaginó quién quería ser. Pensó en su hermano, en la vida de la que fue privado. En cómo, hiciese lo que hiciese, siempre permanecería a la sombra de sus hazañas. Y todas las neuronas de su cerebro gritaron dos palabras al unísono—. A partir de ahora me llamaréis Liquid Snake.
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