Monte Denali, Estados Unidos. 27 de marzo de 2002, 01:13 pm
Con las garras asidas firmemente a la rama, oteó la planicie blanca de sus dominios, ribeteada por bosques de coníferas semienterradas en la nieve. Le resultó insuficiente. Saltó lateralmente para lograr mayor sujeción, evitando el hielo de pequeñas estalactitas que reclamaban su propio espacio. Sus hermanos no se separaban de él, y juntos cantaban una cacofonía de graznidos que llegaba hasta las paredes del gran protector pétreo. Sus voces volvían distorsionadas y ellos respondían de nuevo, en un diálogo sin propósito.
A una velocidad que deja en evidencia las limitaciones del Hombre, sus latidos aceleraron para bombear sangre a través del manto negro de sus alas. Tras batir el congelado aire un par de veces, se elevó. Primero esforzó los músculos pectorales, luego dejó que una corriente de aire menos frío lo sustentara. Con los sentidos agudizados, amplió su horizonte en la perfecta definición de su vista. Luchando contra todos sus instintos desestimó un par de piezas de carroña tendidas sobre la nieve, todavía incorruptas, y voló más allá en busca de amenazas que perturbasen su santuario. Una familia de osos Kodiak, la madre y tres hambrientos retoños, avanzaban en dirección al río. No serían un problema, ni tampoco la manada de lobos que les seguía el rastro. La amenaza que buscaba era otra.
El orbe incandescente se había alzado en la bóveda celeste hasta proyectar sombras alargadas. En el trance, como había notado otras veces, uno perdía la noción del tiempo. El reclamo de un águila de cabeza calva, alto, muy alto por encima suyo, le recordó que era el momento de reincorporarse con la bandada. Los llamó, y por unos segundos el bosque se agitó cobrando vida. Cientos de hermanos respondieron, abandonando al unísono el verduzco refugio para volar a su lado como una sola criatura. Ala con ala, viraban en todas direcciones y cambiaban de forma constantemente pero sin tocarse jamás, sintiendo las leves perturbaciones del aire, solo perceptibles bajo aquella piel. Se permitió unos minutos más de danza ingrávida, cortando el aire en impecable sincronía. Era libre. Su existencia no precisaba más; momentos como aquel conferían un sentido a la misma, ratificaban su decisión. Estaba donde debía estar.
Aunque disfrutaba, el esfuerzo pasaba factura. La conexión se debilitaba, su pensamiento abstracto se dispersaba y corría peligro de perderse en sí mismo. Cuando forzaba de esa manera, Yatagarasu se resistía también, incómodo, trepando de vuelta a las capas superiores de su raciocinio animal. Debía volver.
Iba a reintegrar su espíritu cuando unas figuras diminutas resaltaron en la blancura, todavía a mucha distancia. Eran tres, erguidas, a dos patas. Los primeros en semanas. Tenía la vana esperanza de que el mensaje hubiese sido comprendido a esas alturas, pero el Hombre tropezaba dos veces, y muchas más, con la misma piedra. «Muy bien, que así sea», pensó, retornando su mente al cuerpo y al lenguaje de su verdadero yo. Nadie se internaba en esas tierras sin su permiso, y no pensaba concedérselo a nadie. Nadie iba a quebrantar su retiro. Nadie.
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El nivel de la nieve había subido alarmantemente en las últimas horas, hasta llegar por encima de las rodillas. Lo que eran idílicas estampas de lagos calmos con vegetación de colores otoñales, con el majestuoso Monte McKinley presidiendo siempre el horizonte, se había convertido con rapidez en una llanura fría y desolada al mismo tiempo que la montaña se hacía más y más grande. El trío, con Liquid a la cabeza, pertrechados con abrigos gruesos y equipo básico de alpinismo (más un extra de armamento en las mochilas), avanzaba con el viento de cara, una ventisca que parecía intentar repelerlos sistemáticamente, como si el ambiente hostil hubiese adquirido consciencia y decidiera que no eran bienvenidos.
Liquid limpió el cristal de las aparatosas gafas de montaña. Todavía quedaba un trecho para alcanzar la línea de la taiga, el bosque boreal de abetos cuya densidad aumentaba de golpe, mitigando el frío.
—¡Vamos, un poco más! ¿Wolf? —preguntó Liquid escupiendo copos de nieve.
—¡Estoy bien! Voy bien.
La joven Nadia Mirkam había abrazado con determinación el modo de vida que Liquid imponía. Éste dejó claro que no le temblaría el pulso en expulsarla si no estaba a la altura, aunque oficialmente, por su juventud, todavía no formaba parte de nada. Por supuesto, con “expulsarla” se refería no solo a echarla de FOX-HOUND, sino a deportarla de vuelta a Oriente Medio. Confiaba en que la chica fuese lo bastante inteligente para saber que no era un farol.
Para formar parte de su grupo (tuviese o no el beneplácito del Estado) Liquid exigía tres cosas: disciplina espartana a la hora de obedecer órdenes, habilidad innata en combate (de la que Nadia ya había demostrado suficiente), y la adopción de un nombre en clave satisfactorio. Para agrado suyo aquello no supuso un problema, y tras solo unos segundos de reflexión y consulta con el viejo Didi, Nadia se auto-bautizó como “Sniper Wolf”.
—¿Todavía te arrepientes del cambio?
—No. No, tenías razón —dijo Wolf, intentando recuperar el resuello.
—La tengo siempre, no lo olvides. —Wolf le lanzó una mirada asesina que Liquid pasó por alto. La joven había querido cargar con su PSG1, pero él la persuadió de abandonar la idea. Era demasiado pesado, en particular para recorrer un terreno tan duro. Por el contrario, Wolf había terminado por aceptar algo más ligero para aquella misión, un Blaser-R93, modular, que aun así cargaba con cierta dificultad.
—Hemos llegado —dijo Ocelot. Las ramas de los árboles comenzaban a tocarse cada vez con más frecuencia.
Se estaban adentrando en el bosque de Petersville, en las faldas del Monte McKinley, la montaña más alta de América del Norte, muy cerca del círculo polar ático. Y lo hacían en pleno invierno. Para colmo, los indicios que guiaban sus pasos parecían casi un mal chiste. Seguían la pista al siguiente candidato, alguien, a decir verdad, tan improbable como el anterior. O puede que un poco más.
—Tengo informes recientes que hablan de avistamientos de una gran figura humanoide en las cordilleras de Alaska. —Había explicado Ocelot, apenas una semana atrás—. Los testigos dicen haber visto al Yeti; los más viejos del lugar mencionan al Tuniq, el gigante come hombres. Ya son muchas las personas desaparecidas en la zona en los últimos meses como para ser una coincidencia estadística.
—¿Ahora prestamos atención a supersticiones locales? —quiso saber Liquid, cuanto menos escéptico ante aquella fuente de información. Escuchaba a Ocelot mientras se ejercitaba en las máquinas de su gimnasio particular, junto a su despacho en la Base de Operaciones de FOX-HOUND. Evitaba ese despacho tanto como era humanamente posible, delegando cuestiones burocráticas en Ocelot, pero el gimnasio era otra historia.
—Creo que detrás de esos rumores no hay un monstruo, sino un hombre. Un viejo conocido que desapareció en la zona hace años. Si es quien yo creo, sería un buen activo para FOX-HOUND.
—No te hagas el interesante, Ocelot. ¿Quién es?
—Se hace llamar Raven. Vulcan Raven. Si tiene otro nombre, nunca lo compartió conmigo.
Liquid, agarrado boca abajo en las barras, detuvo por un momento la serie de flexiones.
—Viene con alias incorporado, es un buen comienzo. Ok, tienes mi atención. Cuéntame más. —Y continúo subiendo y bajando de la barra rítmicamente, controlando la respiración.
—Le conocí en Siberia, cuando yo todavía estaba en el GRU. Es un hombre de estatura imponente, seguramente el más grande que he visto nunca. Un verdadero gigante. Pero no era solo músculo; por aquel entonces acababa de licenciarse emérito en la Universidad de Alaska, y había decidido dedicar su vida al “arte de la guerra”, como lo llamaba. Le recomendé para la unidad Vympel de las fuerzas especiales soviéticas. No creo que Raven tuviese un particular interés en los ideales comunistas, pero Rusia estaba perdiendo la Guerra Fría. En esa época el alto mando no estudiaba tan de cerca las convicciones del talento que reclutaba. Después le perdí la pista, pero sé que formó parte del ejército de Outer Heaven. Cuando llevas tanto tiempo como yo en el negocio, acabas haciendo contactos comunes. Así supe que se había retirado. Esto me sorprendió, no le recuerdo como el tipo de hombre que rehúye el campo de batalla. Pero el caso es que volvió a su tierra. Nació inuit.
—¿Y ahora su ocupación es aterrorizar a excursionistas haciéndose pasar por el Yeti? No es que me llene de confianza. Necesito hombres mentalmente estables, Ocelot. —Se revolvió con las manos en la barra y recuperó la verticalidad.
—Desconozco qué le pasa por la cabeza, Jefe. Desde muy joven ya se hacía notar por sus supuestos poderes chamánicos, era un tipo peculiar.
—¿Chamánicos?
—Raven es un chamán en el sentido estricto de la palabra, sí. Fue criado para serlo. Pero lo que hace… va más allá de proclamas místicas y bailes alrededor de la hoguera. Yo mismo llegué a ver cosas que no puedo explicar.
—Joder Ocelot… ¿van a ser así todos tus candidatos? Primero fue ese alemán, Old-no-se-qué, tan viejo que apenas se tenía en pie. El mes pasado Chinaman. Ahora esto… Es ridículo.
—Chinaman no era tan malo, Jefe. Tenía talento.
—¿Talento? Para el cine, quizás. O para el circo.
—Bueno, su expediente es-
—Me da igual, Ocelot. No me puedo presentar en ningún sitio con un tipo que utiliza efectos especiales y trucos pirotécnicos, se preocupa por dar el perfil bueno al enemigo, y se hace llamar “Chinaman” siendo vietnamita.
—Lo entiendo, señor. Pero con Raven es distinto. Fue hace muchos años, sí, pero traté con él personalmente. Me he tomado la libertad de investigar lo que ha estado haciendo, y su último paradero conocido le sitúa en las inmediaciones del Monte McKinley, poco antes de las primeras desapariciones que se dieron allí. Tengo la corazonada de que hay una relación. ¿De verdad no tiene ni un poco de curiosidad?
Lamentablemente, se dijo Liquid, la tenía. Durante su vida se había encontrado con una buena cuota de personajes variopintos (aún entonces, a veces, al cerrar los ojos podía ver aquel monstruo carmesí que mató años atrás a Dhalia Wosniak, la agente del Mossad), pero este caso se le antojaba surrealista del todo. Sí, tenía curiosidad. Y quería ver la cara de Ocelot cuando lo único que encontraran fuese otro candidato desequilibrado. En secreto le gustaba que cometiera errores que echarle luego en cara, disfrutaba de esa dinámica de poder. También sería una ocasión para poner a prueba a Wolf en una misión real, sobre todo si, como esperaba, el tal Vulcan Raven resultaba ser peligroso.
Al día siguiente ya estaban volando. Dejaron el ARGOS en Anchorage y partieron dirección Norte, persiguiendo el frío de Alaska, a simple vista tres excursionistas más. Al principio recorrían los caminos habituales y se cruzaban con gente que iba y venía, casi todos norteamericanos, aunque también se toparon con algún grupo de japoneses haciéndose fotos en cada mirador de los muchos que encandilaban al viajero casual. A pesar de las notorias desapariciones, el negocio turístico que movía la privilegiada situación de la cordillera apenas se había resentido. Eran los alpinistas, aquellos dispuestos a escalar, los que se lo pensaban dos veces. Y es que la zona problemática estaba perfectamente delimitada por las agencias de viaje; las desapariciones y avistamientos extraños se daban en un sitio muy particular, en los bosques que precedían a una de las caras más intransitables del Denali, como llamaban los autóctonos al Monte McKinley. Pocos se atrevían a subir por allí en condiciones normales, y muchos menos eran los valientes, o los insensatos, que lo hacían aquellos días.
El trío tomó uno de esos senderos para profesionales, y pronto salieron también de él, avanzando campo a través. La presencia de otros seres humanos menguaba al mismo tiempo que la vegetación. Durante kilómetros no hubo más que lagos de escarcha y nieve, la del manto que pisaban y la que caía del cielo, cada vez con más virulencia. Luego llegó el vendaval, que les acompañó hasta que volvieron las grandes coníferas, las mismas que, supuestamente, daban cobijo a Vulcan Raven.
—Hemos llegado, Jefe —repitió Ocelot.
—Bien. —Liquid volvió al presente, ensimismado—. Levantaremos el campamento un poco más allá, en la espesura. Por ahora ganaremos algo de altura y peinaremos la zona; medio kilómetro de radio estará bien para empezar. Buscad cualquier señal. Si está aquí le encontraremos, antes o después.
—Eso si no nos encuentra él primero —apuntó Ocelot.
Estaban en tierra de nadie, el manto blanco y virgen solo perturbado por el rastro de los pequeños animales del bosque. Recuperaron el resuello, establecieron la tienda de campaña apuntalando los extremos entre los troncos de varios abetos, y dejaron allí los aparejos. Durante el proceso Sniper Wolf parecía inquieta, no dejaba de echar la vista atrás, hacia sus propios pasos, los mismos que la nevada empezaba a difuminar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Liquid.
—Nada. Tengo una sensación rara. Como si nos estuviesen siguiendo —dijo Wolf intentando distinguir algo entre los árboles.
—No es cosa tuya. Mira arriba.
Liquid ya se había percatado. Señaló al cielo con el índice. Hacía rato que un pájaro negro y solitario revoloteaba en círculo por encima suyo.
—Ese cuervo se cree que somos carroña; no le demos la razón. Preparaos y en marcha. —Retuvo un momento a Sniper Wolf, y le hizo un encargo extra en voz baja—. No te despistes. Mantente alerta. —Y volvió a señalar al cielo. La chica asintió.
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