Sacaron de la mochila sus armas de fuego: Sniper Wolf su Blaser-R93, Ocelot su Colt Single Action Army, y Liquid una manejable Beretta de calibre 9 todavía por estrenar. En sus muñecas acoplaron un pequeño aparato, un radar de pulsera con una pantallita que indicaba la posición relativa de cada uno.
Caminaron haciendo un barrido, alejándose cada vez más entre sí. Se perdieron de vista. No había rastro de vida humana… ni de ningún otro animal, llegado cierto punto. Solo bosque boreal y el ocasional crujido de las ramas combándose bajo el peso de la nieve acumulada. Al final también aquel lejano ruido de fondo cesó, aunque no había dejado de nevar. No encontró nada extraño hasta que llamó su atención un montículo sospechoso, barro acumulado que sobresalía unos centímetros junto a un árbol, como si alguien hubiese enterrado allí algo. Con sumo cuidado quitó la capa superior y descubrió un cepo, rudimentario pero grande, capaz de atrapar la pata de un oso. Liquid rodeó la evidente trampa… solo para caer en una oculta de verdad: una cuerda se ciñó a sus tobillos y lo alzó un par de metros, boca abajo. Avergonzado, pero al mismo tiempo aliviado de que nadie estuviese allí para presenciar la lamentable escena, sacó de la funda el cuchillo curvo kukri que el sargento Bin Pur le regalase en Afganistán, y se dispuso a cortar la cuerda que le constreñía los pies. Entonces, recordando que el cepo seguía justo debajo, se balanceó para alejarse. En el punto álgido de la oscilación, flexionó el vientre y cortó la cuerda de un solo tajo, dando media voltereta para caer de pie en la nieve blanda. Por un momento pensó que aquello podía ser justo lo que el trampero esperaba, otro engaño, un elaborado cebo donde cada movimiento suyo estaba pre-calculado. Pero no ocurrió nada excepto que, de repente, la montaña habló.
—¡REGRESAD! Este aviso es un privilegio del que otros no han disfrutado. Si no lo utilizáis pereceréis como ellos. ¡Regresad ahora al cemento y el metal!
Era una voz atronadora, grave, de cadencia pausada. Liquid creyó que surgía delante suyo, aunque no lo podría asegurar. El eco la distorsionaba. El emisor podía estar tanto a unos pasos de distancia como a kilómetros, allí arriba, en la pared casi vertical de un Monte McKinley que se elevaba imponente sobre el bosque. En algún lugar Ocelot también lo había escuchado, y Liquid percibió cómo respondía a viva voz.
—¡¿Raven?! Muchacho, ¿me oyes? ¿Te acuerdas de mí? ¡Soy Ocelot, me conoces! ¡Vamos, sal! ¡Mis compañeros y yo queremos hablar!
Durante un par de minutos hubo solo un silencio tenso. Ayudado del radar, Liquid fue caminando con cautela en la dirección de la que provenían los gritos de Ocelot. Por el camino se encontró con Wolf, y juntos continuaron sin mediar palabra hasta reunirse con el viejo pistolero. Le tocó el hombro para anunciar que estaban allí.
—General Iván. Ha cambiado usted. —La voz misteriosa sonaba ahora con menos estruendo, alarmantemente cercana, pero seguían sin poder determinar dónde se escondía aquel hombre. La nieve entre los árboles caía irregular.
—Han pasado muchos años. Me hago mayor —respondió Ocelot en un tono conciliador, mirando de reojo a Liquid.
—No. No es eso. Su aura es distinta. Solía ser roja. Ahora es multicolor, un arcoíris le rodea.
El silencio volvió a poseer el bosque mientras el trío de FOX-HOUND miraba en todas direcciones, esperando. Liquid intentó tomar la iniciativa.
—¡Vulcan Raven! Nuestro amigo común nos lo ha contado todo sobre ti. Mi nombre es Liquid Snake, soy el comandante de FOX-HOUND. No perdamos más el tiempo, sabemos que estás familiarizado con la organización. Tenemos algo que proponerte.
No hubo respuesta.
—¡¿De qué te escondes?! ¡Vamos, muéstrate!
Nada. Pero aquel hombre era un guerrero; trató de aludir a su espíritu combativo. O quizás a su instinto asesino.
—¿Dices que otros han muerto por llegar aquí? Pues aquí estoy, y sigo vivo. Vamos, ataca. ¿O solo te preocupan los viajeros indefensos?
Tras unos segundos de absoluto silencio, Liquid se volvió hacia Ocelot.
—Para ser tan fiero, tu brujo no parece demasiado interesado en luchar. Quizás deber-
Un zumbido sordo le interrumpió. Algo se acercaba, rápido, grande. El cuervo que les había seguido continuaba dando vueltas encima suyo. Graznó. El zumbido, oculto en la frondosidad del bosque, respondió. Tomaba la forma de una sombra negra que fagotizaba los árboles alrededor del grupo. Eran pájaros, más cuervos, una bandada de proporciones monstruosas que se arrojaba en picado contra ellos haciendo ahora un ruido ensordecedor, paralizante. Ocelot fue el primero en ser alcanzado. Disparó con su revolver a la masa oscura, pero incomprensiblemente erraba, sus balas no alcanzaban ningún blanco en aquel vórtice negro. Liquid y Wolf descargaron todo lo que tenían, y ellos sí conseguían llevarse por delante no pocos animales, pero fueron alcanzados también. Apuntar a quemarropa no tenía mayor sentido, así que Liquid sacó el kukri y cortó el aire con movimientos precisos, sacudiéndose a las aves de encima. Agradeció la capucha del equipo de montaña, pues evitaba que los cuervos llegasen a partes blandas o tirasen del pelo y arrancasen mechones… justo lo que empezaba a pasarle a Wolf, que se había quitado la suya para ver mejor. Fue a socorrerla, lanzando un tajo de kukri que rebanó la cabeza de los pájaros obcecados en la melena de la chica. Libre de ellos, se percataron de que Ocelot estaba en mayores apuros, tendido en el suelo con una mano ensangrentada en la cara y la otra intentando tapar las aberturas que los cuervos empezaban a hacerle en el abrigo. Sniper Wolf apuntó con su blaser y realizó un solo disparo, rozando el cuerpo de Ocelot pero llevándose por delante media docena de pájaros. Y el resto, tal como habían llegado, se fueron.
Wolf se agachó junto a Ocelot.
—Déjame ver —le dijo a éste, que seguía con el rostro sobre la fría nieve teñida de rojo. Al girarse vieron un pómulo destrozado, la piel colgando de forma grotesca. Y los cuervos se habían abierto paso hasta cebarse con su cuello, donde también lucía profundos cortes—. Vas a necesitar unos puntos. —Wolf sólo recalcaba lo evidente; Ocelot había demostrado ser un estorbo una vez más.
Tras aquella demostración de fuerza, la cavernosa voz de Vulcan Raven volvió a aparecerse como un fantasma sonoro que se carcajeaba. Se lo estaba pasando bien. Luego habló, y en su voz no quedaba un ápice de diversión.
—Esta es la tierra de los Athapaskan, mis antepasados, y la he reclamado como mía. Los extranjeros no sois bienvenidos. Dices tener una propuesta, Liquid Snake. Yo tengo otra. El espíritu del Tariaksuq me acompaña, y no seré visto a menos que yo lo quiera. Permitiré que profanes este santuario con tu presencia bajo una única condición. —Los lejanos graznidos dejaron de escucharse y Raven continuó con la misma cadencia lenta de siempre, como masticando las palabras—. Existe una altiplanicie en esta cara del Monte Denali, a medio camino de la cumbre. Sabrás cuál es cuando llegues. Subirás solo. Alcanza ese lugar antes de que se ponga el Sol, y habrás dado el primer paso. Falla, y te prometo que el tovarich y la joven Amarok perecerán a los pies de la madre montaña.
No dijo más. Los tres miembros de FOX-HOUND se miraron. Ocelot se taponaba la hemorragia con ayuda de Sniper Wolf, que contra todo pronóstico parecía compasiva ante la debilidad del viejo.
—Es una trampa, Jefe —dijo el pistolero, recuperado de la impresión que le había causado el ataque—. Qué diablos, es probable que haya literalmente trampas ocultas por todo el lugar.
—Sí, es probable. Tampoco sería la primera vez que activas una trampa por mí. —De no estar ensangrentada, la cara de Ocelot se hubiese enrojecido—. Pero lo voy a hacer igual. Yo solo, tal como pide. —Liquid se dio un par de toquecitos en el lóbulo de la oreja, y se tocó la muñeca. Wolf asintió—. Traeré a tu brujo a rastras, Ocelot. Me ha lanzado un reto, lo ha convertido en algo personal. Tengo que recoger el guante. —Y con decisión, se marchó colina arriba.
Se suponía que Liquid debía subir solo, pero no lo estuvo ni por un instante. Ese maldito cuervo de mal fario seguía ahí, monitorizando cada movimiento como uno de esos drones de los que había oído hablar. Por el momento lo ignoró. Caminaba con pies de plomo, advertido por la trampa de antes. No tenía ninguna duda de que habría más, y al poco las encontró en abundancia: troncos en tensión con superficies puntiagudas esperando ser desencadenados, cuerdas semienterradas, profundos hoyos ocultos, cebos de varios tipos y tamaños. Algunas tenían la clara intención de atrapar animales; otras, la mayoría, se habían construido con seres humanos en mente. Cuando superó el bosquecillo pudo mirar cara a cara al verdadero reto: la mastodóntica formación rocosa que debía escalar. Sabía que aquel era el pico más alto de Norteamérica, y el lado que afrontaba se consideraba difícil entre alpinistas profesionales. Él no lo era, ni estaba correctamente equipado para tal tarea. Esto estaba fuera de los planes, fuera de lo razonable. Un mono de expedición y un cortavientos sobre una camiseta térmica era todo lo que le separaba de las temperaturas extremas. Tenía un par de bastones de nieve desplegables y piolets, pero no cuerdas, mosquetones, ni sujeción de seguridad de ningún tipo. Tampoco contaba con lo más importante: bombonas de oxígeno de repuesto. Solo iba con una minúscula, de emergencia, asida al cinto. Sabía que pronto echaría en falta todas esas cosas, pero aquello era una carrera contrarreloj. El anochecer era el límite. Echó a correr en línea recta, sin más dirección que las formas sugeridas por el macizo, sus piernas soportando la pendiente y la resistencia de la nieve, a cada paso mayor que el anterior. Pronto la verticalidad fue insostenible, no había ningún acceso fácil. Tocaba trepar hasta el siguiente tramo. Sacó los piolets y picó con fuerza en una pared de hielo, una catarata suspendida en el tiempo. A los quince metros calculó mal el apoyo, se deslizó incontroladamente. La hoja del piolet rasgó la escarcha, frenando la caída casi en el punto de partida. Lanzó un sonoro gruñido de frustración. Vuelta a empezar. Aquello iba a ser más difícil de lo que pensaba.
Tras cuatro horas sin incidentes pensó que lo tenía todo bajo control. Superaba rampas de casi cincuenta grados sin muchos problemas y conseguía mantener el trote el resto del tiempo, poniendo atención en la respiración. Su cuerpo aguantaba… pero no tenía la menor noción de a dónde iba. Solo más alto, siempre arriba. Una idea empezó a abrirse camino en su cabeza: ¿y si no existía el altiplano del que hablaba Raven? ¿Y si la montaña era una trampa más, y él un necio por aceptar la palabra de un demente?
Continuó por una arista hasta un paso elevado que arropaba una ladera, un talud de otra forma infranqueable. Era un camino traicionero de apenas un metro y medio de ancho. Al otro lado, el vacío. Superó el paso con la espalda siempre pegada a la pared, y en el siguiente recodo lo vio: un acantilado recto, un tajo casi antinatural comparado al resto de picos y formas triangulares. Era como si Dios hubiese extraído parte de la montaña de un palazo. Más allá debía estar la altiplanicie, pero todavía quedaba muy arriba. Muy arriba. No entendía cómo Vulcan Raven podría haber llegado allí en tan poco tiempo; en aquel momento se le antojó un reto imposible. Para mayor escarnio el viento comenzó a arreciar, arrancando el calor de su cuerpo. Había echado atrás su capucha y azotaba su melena violentamente. La sensación térmica no superaba los -40º, y el frío le llegaba a lo más hondo de los huesos tan pronto como dejaba de moverse, pero tenía que parar un momento para determinar el curso de acción, encontrar el camino a seguir. Y descansar un poco. Reunió nieve hasta crear una barrera aislante y se sentó detrás, frotándose con los brazos para generar algo de calor. No funcionaba. Necesitaba energía, calorías. Sacó un par de raciones de sus bolsitas de aluminio, pero ambas habían superado el punto de congelación. Se las pegó al cuerpo, como un pájaro empollando sus huevos. Eso le recordó que llevaba un rato sin su lazarillo personal, ese cuervo tan interesado en seguirle. Era lógico, nada podía sobrevivir ese frío. Las raciones parecían por fin comestibles y pudo dar un bocado. Era suficiente. No podía quedarse allí, permanecer quieto era morir. Se levantó y buscó la forma de llegar a la meta.
Había un glaciar entre él y su objetivo. El azul del hielo imperecedero asomaba aquí y allá, entre la nieve más joven. Estaba agujereado como un queso gruyer, pozos sin fondo por todas partes. Hubiese sido más seguro caminar sobre un campo de minas; tendría que rodearlo. A lado izquierdo el glaciar se desparramaba por kilómetros como el río que era en realidad; por la derecha se hundía y penetraba en la montaña. La cuesta que rodeaba el glaciar por la diestra era como el interior de la chimenea de un gran cráter, lleno de obstáculos y desniveles. No tenía otra opción. Obligado a apoyarse en los bastones constantemente, el avance se hacía lento, penoso. Liquid entendió enseguida que jamás llegaría al otro extremo a tiempo; el día habría muerto, renacido, y vuelto a morir para entonces.
Casi sintió la caricia del cuervo cuando pasó volando junto a su rostro. Seguía ahí. Liquid no se había fijado en lo grande que era. El pájaro no parecía sufrir por la ventisca o el frío, ni tampoco le quitaba ojo. Su fijación no era natural, ahora lo tenía claro. El pájaro se posó sobre la nieve unos metros delante suyo, no para descansar, sino alardeando de su facilidad de movimiento. Luego graznó con una nota extendida de una extraña musicalidad, casi… humana. Y la montaña volvió a hablar, pero no con la voz de Vulcan Raven, sino con el estrépito de un alud. La avalancha se cernía por igual sobre hombre y animal. El animal voló a la seguridad de las nubes. El hombre quedó allí, impotente, hasta que toneladas de nieve le engulleron.
No podía respirar. Trató de moverse, retirar nieve de las fosas nasales. Era casi imposible, el más mínimo progreso le requería un esfuerzo sobrehumano. Por fin consiguió boquear algo de aire. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Probó la radio miniaturizada de su oído, pero no daba señal. El corazón se le salía del pecho. Tenía que tranquilizarse. Se concentró en los latidos, en aminorar el ritmo, en dejar que el aire llenase sus pulmones y la sangre circulase. Pero la verdad taladraba su cabeza. Estaba atrapado en una cámara de hielo, una jaula sin salida. Pasaron minutos, horas, y no podía apartar de su mente la terrible comprensión de que aquello era el fin. Iba a morir allí, como una rata.
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