Esa noche soñó. La imagen con la que encontró era una que conocía demasiado bien, así que no se sorprendió ni se asustó cuando visualizó las cenizas del recuerdo de una noche que había pasado hacía muchos años. Esa noche había cambiado todo para ella.
Pero no importaba cuántas veces había soñado con las llamas y los gritos, Emerald se despertó sobresaltada de todas formas, y con mucho calor, como si su cuerpo estuviera de vuelta en el incendio. Se llevó una mano a la frente para ver si sentía el calor característico de la fiebre, pero estaba tibia, casi fría. Llegó a la conclusión de que eran todas las sábanas y frazadas que tenía encima, así que las pateó a sus pies, para después sentarse en el borde del sofá-cama.
El cuello le palpitaba y todo en la habitación daba vueltas, y aún así pudo enfocar la vista en la ventana. A través de las persianas rotas y arratonadas, observó que todavía era de noche. No sabía exactamente qué hora, porque los sonidos dentro y fuera del edificio seguían siendo tan potentes como lo habían sido durante el día. La Tierra hacía horas que había empezado a pedir que se callaran, y más de una vez Emerald le había dicho que no lo harían. Esas personas ni siquiera sabían cuidarse a sí mismos, nunca aprenderían a cuidar la tierra que pisaban.
Se frotó los ojos para despejar el sueño y se levantó con piernas temblorosas. La habitación dio un par de vueltas más y se detuvo, y recién ahí Emerald se atrevió a dar un paso hacia adelante, y otro, hasta llegar a la cocina. Abrió la heladera, sacó una botella de agua fresca y se sirvió un vaso.
Pensó en los gritos de su sueño, en la persona de quien provenían. En su memoria, el rostro de William había sido devorado por las llamas. Sus gritos siguieron hasta silenciarse entre el ruido de las sirenas y de los hombres y mujeres que le prometieron a Emerald un lugar seguro.
Esa noche fue confusa. Tan confusa que no recordaba cómo fue que terminó bajo las garras de Peter Sampson. Lo único que recordaba, eso sí, eran las promesas vacías de los Laboratorios a sus abuelos, que al final habían entregado a su única nieta viva a una institución que la educaría como nadie y sin costo. Emerald no sabía si culpar a sus abuelos. Quizás ellos realmente lo habían hecho por su bien pero, entonces, ¿por qué no había escuchado de ellos en cinco años?
Terminó de tomar agua y dejó el vaso en el fregadero.
—¿Em?— la voz de Duncan le hizo girar la cabeza bruscamente, y destellos de dolor aparecieron en los bordes de su mirada. Cuando desaparecieron, junto al dolor, notó que el chico estaba cerrando la puerta de la habitación que compartía con Kyleigh, y no parecía estar del todo despierto. —¿Está todo bien?
Emerald señaló la botella de agua que todavía no había guardado.
—Tenía sed— respondió, y después se dirigió a su sofá. Duncan la siguió con la mirada hasta que estuvo sentada sobre las sábanas—. Y tuve una pesadilla— siguió, y respiró hondo.
Los rostros sonrientes de una familia a la que había perdido hacía años aparecieron en su mente, y como siempre eran tan reales, tenían tanto detalle, que pensó que quizás todo había sido una pesadilla y que ellos seguían vivos, pero no.
Una lágrima se deslizó por su mejilla, y a los pocos instantes sintió una mano cálida sobre el hombro. Levantó la cabeza un poco y vio a Duncan sentado a su lado, la mirada perdida en la pared mal pintada frente a ellos.
—Cuando quieras hablar de eso, estamos acá— susurró, y se quedó junto a ella hasta que la última de las lágrimas cayó, cuando por fin la música había parado y el sol estaba saliendo.
2013
Hacía mucho tiempo había tenido una familia, y hacía mucho tiempo la había perdido. Nunca podría olvidarse de ella. No solo por el trauma que significó perderla, sino porque la amaba. Quizás no era una feliz, pero era una al fin y al cabo, y cuando Emerald pensaba en esa familia, la suya, las imágenes se reproducían como anuncios televisivos.
Tenían una casa en los suburbios, de dos plantas y con jardín. En el frente, había un tapete que decía "Welcome!" y la estatua del gato que nunca habían tenido. Su padre había sido un oficinista que salía cada mañana a trabajar al centro, vestido de traje y con una corbata divertida llena de ilustraciones. Su madre era maestra de primaria, pero había dejado su trabajo cuando Emerald era pequeña, y era ella quien preparaba a sus dos hijos para cada una de las actividades dentro y fuera de la escuela. Y su hermano mayor, William, siempre estaba jugando con una pelota de fútbol que a Emerald le sacaba de quicio.
Ella era la menor, y antes de que todo en su vida se complicara, lo único que hacía era ir a ballet, jugar con sus muñecas e invitar a amigas a su casa a tomar el té.
La familia Grace, de hecho, sí podía decirse que era una familia de anuncio de televisión, completamente estereotipada, que vivía en los suburbios y que compartía casi todos los rasgos físicos, en especial el cabello rubio oscuro y los ojos verdes, a excepción de la madre que los tenía azules. Al menos, lo había sido hasta que a Emerald le diagnosticaron leucemia. Tenía cinco años, y no se acordaba mucho de esa época. Lo poco que le quedaba en su memoria era indescifrable: luces fuertes, personas desconocidas, sonidos de máquinas que no lograba visualizar.
La leucemia se había ido cuando le ofrecieron un tratamiento que consistía de cinco inyecciones. Lo que nadie había aclarado era que las inyecciones tenían reacciones adversas, y que Emerald desarrollaría habilidades que harían temblar el suelo bajo sus pies y que la conectarían con la Tierra como si fueran una. Lo que nadie había aclarado era que esas habilidades causarían la muerte de su familia.
Emerald los extrañaba. Y sentía tanta, pero tanta culpa. Sobre todo por Will, tres años mayor que ella. A él era a quien más extrañaba, no solo porque la había salvado, sino porque... porque sí. A veces, se preguntaba qué sería de él ahora. Si hubiera ido a la universidad. Si hubiera seguido jugando fútbol.
Desde que se habían conocido, Emerald le contó a Duncan todos y cada uno de los cuestionamientos y arrepentimientos y culpas, y más de una noche él la había acompañado mientras lloraba y sacaba todo afuera, confesaba todos sus pecados. En algún momento, también la empezó a abrazar; dejó que le mojara la remera o la piel con sus lágrimas. A veces, se las quitaba con los labios, en besos que Emerald comparaba con el aletear de un canario.
Y sobre todo, la ayudó a no culparse, a aceptar que todo había sido un accidente, y que ella había sido una niña con un poder que no había pedido. La culpa era de aquellos que se lo habían dado.
Emerald siempre había estado agradecida con Duncan, por todo lo que hizo y seguía haciendo por ella. Sabía que no todos se quedaban al ver todas las partes de una persona, pero él lo hizo. Al igual que Kyleigh, Nathan y Weslyn.
Pero Duncan había hecho más.
Siempre los había considerado a todos como su segunda familia, como esa que había elegido. ¿Pero Duncan? Él le había abierto el mundo a millones de posibilidades y le había dado la oportunidad de formas una familia, su propia familia, el día en el que se arrodilló frente a ella con un anillo y le pidió que se casara con él.
2016
Ahora, en su cárcel con forma de casa, se odia por haber sido tan estúpida como para pensar que esa felicidad iba a durar.
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