Estoy en la sala de espera esperando mi turno. Debería haber entrado hace más de una hora, y ni si quiera sé cuántas mujeres tengo por delante. Cuando llegué ya había poco lugar para sentarse, y muchas que pasaron antes que yo iban y venían. El espacio tampoco es grande: Sentadas caben unas diez personas, paradas unas 5 más. El dispenser de agua parece abandonado, me lo confirman las dos que rebotaron con el vaso vacío. Hace mucho calor para ser principios de Junio. Pero los alemanes ni con el calentamiento global te instalan un aire acondicionado y sospecho que acá, por más que sea legal, tampoco les gustan las matabebés. Ni hablar de una sudaca como yo u otras turcas sangre impura. En cada rincón del mundo te enseñan a odiar a alguien para tener la sensación de superioridad.
El personal es lento: tanto recepción como el personal de sala se mueve con languidez de perezoso, sin ganas. En Argentina ya les hubiera estallado la cabeza. Pienso que lo que pienso es limitante: conozco muy pocos hospitales fuera de Capital Federal, pero así piensa el porteño: como es en capital, es en el resto del país.
Después de dos horas y 24 minutos de la hora de mi turno, me distrae de mi desprecio humano el sonido de mi apellido. La sala es muy fría y un hombre me pide que me desvista en el cuarto de la derecha. Ya había notado antes el gesto de asco que tienen algunos hombres alemanes jóvenes, pero creo que este estaba más acentuado cuando le di los datos de mi pareja, quien me acompañaría después de la operación. Una vez que me pongo una bata descartable me lleva a la camilla. Llega la doctora y se presenta como tal, me hace la ecografía de una manera bastante brusca. Y todo duele. Hace cerca de dos meses que tuve que dejar mis pastillas para el tratamiento de dolor por toda esta situación.
Me tienen que pasar a otra camilla. El enfermero se va y se acerca otra enfermera, de unos 50 y muchos, con una gran imagen de la virgen colgando del cuello. Me tiene que poner anestesia y no sé qué más porque no manejo tanto vocabulario médico. La imagen me hace pensar que va a ser doloroso. Pero la señora me toma la mano y me dice que todo va a estar bien, que dios no va a dejar que nada malo me suceda. ¿Debería decirle que soy atea?
Mientras preparan instrumentos y se mueven de acá para allá hablando de lo que ordenarían para cenar, no se me ocurre qué más hacer que repasar otra vez los hechos de cómo llegué acá. Digo otra vez, porque los repaso cada noche, como hasta las 3 o 4 de la mañana, mientras finjo que duermo. ¿Y si la fiesta realmente existió? Los recuerdos se vuelven tan engañosos con el paso del tiempo…

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