El día estaba claro y soleado. Nica iba caminando mientras leía la hoja que le había entregado el burgués al aceptar el encargo. La única condición que le puso al pomerania era que no volviese por la taberna de nuevo y dejase tranquilos a los galgos del lugar, él aceptó encantado como si le hubiese hecho un favor, aunque estos mienten más que hablan. Tras repasarlo varías veces, se dio cuenta de que no era un contrato de rastreo típico, en ese papel se estipulaba un lugar y una hora, aquello era una citación. Había que tener cuidado con este tipo de acuerdos porque, a veces, cuando la peor calaña de canes con dinero se aburría organizaban lo que ellos llamaban “Competiciones de caza”. Estos torneos consistían en que cada burgués contrataba un grupo de caza y establecía una presa en concreto. El objetivo era fácil: El primero que traiga al objetivo se lleva la recompensa. Para la mayoría de los cazadores esta práctica era algo atroz y sin honor alguno. La única competición que un cazador debe asumir es la de su presa con él mismo, y ello debe ser respetado por los demás cazadores. Sin embargo, la pobreza cada vez dejaba menos opciones y muchas familias se apuntaban a estas jornadas. La mayoría de las veces un grupo profesional con rastreador propio conseguía el botín sin ningún problema y sin apenas esfuerzo, dejando al resto de competidores más humildes con las manos vacías, exhaustos y hambrientos tras varios días sin parar. En otras ocasiones, un par de grupos capturaba a la presa casi al unísono y acababan matándose entre ellos para llevársela al noble en cuestión, otros grupos también contratan a un mestizo de combate para emboscar a los cazadores de regreso cuando hiciesen el trabajo y robarles el trofeo o incluso falsos rastreadores que daban indicaciones equivocadas haciendo que partidas enteras se perdieran en una búsqueda sin sentido. Aunque lo más cruel era cuando el pobre cazador herido, magullado y con un pie en la tumba le entregaba la presa a su mecenas, éste despreciaba la carne y la tiraba a la basura mientras reía, insultaba o desafiaba a sus colegas para apostar por otro grupo la próxima vez. Aquel gesto era el máximo deshonor que puede tener un cazador: Quitar una vida sin sentido. Nica había escuchado muchas de estas historias a lo largo de su vida, a cada cual más dura y ella no estaba dispuesta a ser parte de estos cuentos de pesadilla.
Nica llegó a la puerta oeste de la ciudad y calculó según la posición del sol que la cita debería ser inminente. Por suerte, a esa hora la mayoría de los lugareños ya se encontraban dentro de la ciudad y apenas había afluencia. Frente a la muralla se encontraban de guardia dos enormes mastines que doblaban en tamaño y altura a Nica, portando aún más grandes alabardas.
- ¿Qué buscas aquí, mestiza? – rebuznó uno de ellos mientras se incorporaba – A este lugar se viene a trabajar, que para mendigar ya están las ratas.
Casi sin pensárselo mucho, Nica le plantó la citación en la cara, si hubiese sido más alta lo habría hecho de manera literal. El mastín la recogió y lo consultó con su compañero, comentaron algo entre ellos y le hicieron el gesto de que podía pasar.
- Pensaba que quedaban menos de los vuestros, rastreadora. Aunque dudo que pintes algo allí, hay mucha leyenda que ha venido desde muy lejos para este encargo.
Nadie viene de lejos por una competición y menos algún rastreador para llevarse las manos vacías. Todo este asunto empezaba a ponerse cuanto menos interesante para la mestiza.
La ciudad estaba llena de lugareños como de costumbre. Las urbes eran los centros de reunión de todo el comercio y el traspaso de bienes, así como la residencia de la jerarquía, burguesía y los pocos oficios que no requerían del campo directamente, aunque todos los días desde la madrugada hasta el anochecer muchos canes iban a vender sus mercancías y servicios llenándose hasta arriba. Era hora punta y Nica tenía que deslizarse entre los mercadillos y todos los viandantes. Labradores vendiendo sus frutas y verduras, border collies vendiendo lana y carne de granja, los perros de agua exhibían grandes salmones y algún que otro cazador o rastreador vendía sus servicios, todo lleno de canes preguntando, regateando y observando cada puesto. En los callejones anexos podía escucharse el martilleo de las herrerías o los peleteros curtiendo los cueros. A Nica no le gustaba mucho la multitud, aunque podía controlarlo en parte, su olfato se volvía inútil ya que captaba demasiadas señales y se sentía, en parte, indefensa. Un olfato bien desarrollado y entrenado no solo era capaz de seguir un rastro tras varios días, sino que era incluso capaz de predecir las intenciones de otros seres por la sudoración localizada y las hormonas que su cuerpo secretaba; literalmente Nica podía oler cuando la adrenalina corría por las venas de un can.
Tras varios zarandeos, caminos imposibles y paso de tortuga, ya se podía divisar la plaza central de la ciudad donde estaba convocada. Cuando logró escabullirse del último resquicio de calle, saliendo casi escupida de la muchedumbre se topó con un escuadrón completo de dobermans con armadura pesada y enormes espadas que vigilaban cada entrada a la plaza. El caballero bajó su mirada y luego se giró para llamar a un compañero. Tras unos pocos segundos acudió un sabueso de largas orejas y pellejos laxos, comenzó a olfatear a Nica.
- Nica, la rastreadora mestiza. Muy famosa en los campos de por aquí cerca, con un gran historial de presas únicas y rastros casi imposibles… – Al sabueso le costaba hablar mientras usaba su nariz, parecía que iba a asfixiarse en cualquier momento– Reclutada por maese Fox. Ha sabido donde buscar el señor, déjala pasar, tiene permiso.
El dóberman hizo una leve reverencia y dejó un hueco para que Nica entrase. Allí pudo ver como toda la plaza estaba acordonada por los caballeros y como varios olfateadores iban de allí para allá. Tras pasar, Nica escuchaba como había gente curiosa que detrás suya también quería acudir a la cita.
El sol la cegó casi inmediatamente, comparado con la oscuridad y opresión de los alrededores de la ciudad aquel claro resultaba impactante. Lo único que destacaba en todo el lugar era la estatua que se encontraba en el centro. Representaba a un inclinado can, aún así con porte orgulloso, pero poco más ya que no tenía cabeza, le faltaba parte del lomo y las dos patas anteriores, imposibilitando así que se supiese su raza. Él era el Can Fundador, padre de la sociedad canina y pilar de la Iglesia Racial según la creencia popular. Supuestamente, él reunió todas las tribus de canes y le dio a cada una un destino, lo que permitió a la civilización avanzar desde las cavernas a lo que es ahora. Nica continuó andando mientras lo observaba y sus ojos se adaptaban a la luz. De la estatua manaban olores de miles de perros de todo tipo de raza, seguramente fuese algún tipo de lugar de peregrinaje u oración para muchos. Fue en ese momento, en medio de ese torrente de aromas que la inundaba cuando se percató, durante un solo milisegundo, de que uno entre todos ellos no pertenecía a ese lugar. Fue ahí cuando advirtió por primera vez de mi presencia, aunque, por suerte, no le dio mucha importancia.
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