¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cuándo se había puesto aquella armadura? ¿Por qué estaban en guerra? Y lo que era más importante, ¿contra quién luchaban?
No pudo evitar fijarse en que había algo raro en aquel lugar, pues a medida que el escenario se alejaba de él este se iba volviendo más borroso. Pero no era solo el escenario; los guerreros y estandartes eran… viejos. Hacía años que nadie usaba armaduras como aquellas, y hasta los emblemas familiares tenían un diseño ligeramente distinto. Algunos incluso le eran desconocidos.
Pronto se dio cuenta de que era capaz de avanzar por el campo de batalla como si fuera una sombra, y es que nadie parecía advertir su presencia. Y entonces Hanakibō comprendió lo que pasaba: estaba en un sueño.
No era mal guerrero, todos sus maestros lo decían, incluso puede que fuese mejor que Ayume, pero odiaba luchar. De modo que empezó a caminar alejándose todo lo posible de aquel escenario de batalla, y no tardó en hallar lo que parecía un pueblo de campesinos. Por desgracia, ni siquiera allí parecía haber paz.
Los campos, las casas… Todo ardía, hasta las personas. Y Hanakibō no pudo menos que preguntarse por la naturaleza del demonio que había creado aquel infierno en la tierra. ¿Cómo podía nadie matar a una familia de inofensivos campesinos con tanta crueldad? Una familia entera estaba a punto de ser asesinada ante sus ojos y el joven no estaba dispuesto a verlo. No, aquel era su sueño y ya estaba harto de presenciar tanto horror.
Desenvainó su espada y, aunque llegó tarde para salvar la vida del padre de familia, salvó a madre e hija atravesando a su asesino desde detrás. Y fue en ese momento que Hanakibō dejó de ser invisible para todas las personas del extraño sueño.
—Llévatela de aquí, ponla a salvo —la campesina empujó a su hija para ponerla junto al joven, que se había convertido en el objetivo de todos los soldados que estaban cerca—. Llévala a Oubura Kenza, allí estará a salvo.
La mujer, que resultó ser una Takume, se sacrificó para darles la oportunidad de escapar, y en un abrir y cerrar de ojos Hanakibō se vio a los pies de una gran montaña con la niña de su mano.
—No llores.
Era un sueño, y aun así no logró que la chiquilla se calmase. Pero lo más curioso de todo era que tenía la sensación de haberla visto antes en algún lugar.
—¿Vas a matarme?
—Claro que no. Aquí estarás a salvo.
No tenía muy claro el porqué, sin embargo algo en su interior le dijo que no había mentido a la niña.
—Pero llevas el símbolo de los asesinos —ella señaló el emblema de su clan, grabado en las hombreras de su pintoresca armadura.
Dado que su madre había resultado ser una Takume, la muchacha era por lo menos una mestiza si no otro demonio con aspecto humano, y desde su perspectiva, los valientes guerreros que estaban arriesgando su vida para acabar con los odiosos demonios, no eran más que violentos asesinos que habían ido a destruir su hogar.
—De mí no has de temer nada —aseguró.
En aquel momento se levantó una especie de niebla y ante ellos apareció una dama tan bien vestida como la mismísima emperatriz. Salvo la ropa, que era demasiado exquisita para un paraje como aquel, no había nada en ella que no pareciese normal a excepción de sus ojos. Aquellos blanquecinos iris la delataban como una Takume, y una muy poderosa si las leyendas que el muchacho había oído sobre los demonios eran ciertas.
—¿Qué hacen dos florecillas silvestres como vosotras en mi jardín? La sangre humana no tiene cabida en mi reino, y vosotras, criaturitas, apestáis a ella —su tono y mirada asustaron a Hanakibō, que en un acto reflejo desenvainó su espada—. ¿Qué crees que vas a hacer con eso?
La Takume dio un chasquido de dedos, y el arma del joven se transformó en polvo en sus manos.
—Ponte detrás de mí —dijo a la chiquilla a la que había prometido proteger mientras se interponía entre el demonio y ella.
—¡Qué valiente! —lo aplaudió la Takume—. Está bien, hablaré con ella más tarde —cuando Hanakibō quiso darse cuenta, la niña se había transformado en una flor de un color azul tan intenso como antes lo fueron sus ojos—. ¿Por qué has venido a mí, querida? ¿Acaso quieres recuperar tu cuerpo?
—¿Mi cuerpo? —no entendía nada, y aunque parecía que el demonio no iba a atacarle prefirió no relajarse demasiado por lo que pudiera pasar.
—No puedo imaginarme lo que debe ser vivir encerrada en ese cuerpo —se sonrió la Takume, mostrándose coqueta—, aunque es un hechizo muy bien logrado. Tu madre debía querer conservarte a toda costa.
—¿Mi madre?
—Apuesto a que no quería renunciar a su preciosa niña —sonrió con malicia el espíritu-demonio.
—¿De qué está hablando?
—Lo sabrás pronto, Hanakibō.
¿Cómo sabía su nombre?
—Hanakibō.
Por algún motivo, la voz del espíritu-demonio sonaba diferente.
—Hanakibō, despierte.
Quien logró sacarle de aquel extraño sueño no fue otra que Mimi, la única criada que su madre y él tenían asignada, que ya era mucho más de lo que algunos miembros de la familia tenían. La muchacha, huérfana, fue acogida en el hogar de los Kamenake para formar parte de la servidumbre a la edad de seis años y, debido a su torpeza para con casi todas las labores, acabó estando al servicio de los parias de aquella casa. Como Hanakibō y su madre no vivían en la misma unidad doméstica, Mimi pasaba casi todo el día yendo a uno y otro extremo de la mansión para atenderlos a ambos: vestirlos, llevarles la comida, limpiar sus ropas, y un sinfín de tareas que hacían de su vida un sin-parar. Sin embargo la muchacha nunca se quejó. A la edad de quince años aquella doncella doméstica era alegre y risueña, y algo torpe aún, pero agradable en el trato y a la vista. De hecho, una de las pocas veces que el joven había podido visitar a su madre, algo que no se le permitía hacer a menudo, esta le sugirió tomar a Mimi como esposa. Una mejor opción para un paria como él que la princesa imperial con la que le habían prometido…
—¿Qué ocurre? —preguntó cuándo finalmente abrió los ojos y, al verse cegado por la luz del día, añadió—. ¿Por qué no me has despertado antes?
La servidumbre en el hogar Kamenake vestía tonos claros o apagados, sin muchos adornos, y Mimi no era una excepción.
—Lo intenté, señor, pero no despertaba.
Pese a vivir separados, Hanakibō y su madre formaban una unión familiar, y al tener una única criada esta se convertía automáticamente en la jefa de llaves o administradora, lo que en pocas palabras colocaba a aquella muchacha por encima de cualquier nuevo criado que pudiera entrar a formar parte de esa unidad familiar en el futuro. Y como muestra de esto, Mimi llevaba una pieza de metal en forma de anillo colgado de un lazo rojo que llevaba atado en el cinto de su ropa.
—Ayúdame a vestirme y dime qué es lo que ocurre —ordenó, al notar inquietud en la muchacha.
—Sí, señor.
Fue así cómo se enteró de que había problemas en la mansión principal. Más concretamente, que Ayume y su hermana menor estaban discutiendo por su culpa. Lo que llevó al joven a salir corriendo de su habitación en cuanto estuvo vestido y sin probar bocado primero.
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