Los Kamenake eran guerreros, siempre lo habían sido. En la historia del imperio destacaban los nombres de antiguos generales y militares de todos los rangos pertenecientes a este clan, y por eso todos los niños, incluido un paria como Hanakibō, eran entrenados desde jóvenes en el arte de la guerra. Pero no solo los varones entrenaban, también las hembras, y es que al contrario que en otras familias, en los Kamenake se daba una política de no discriminación por género al menos en lo que a estudios militares se refería. Solo en los Sahoi pasaba algo parecido.
Las Lanceras, nombre que recibía la élite militar femenina del clan, eran un gremio aparte dentro de la familia, con tantos privilegios y obligaciones como pudiera tenerlos un hombre cualquiera, e incluso potestad para decidir si querían casarse o no. Algo que en ocasiones debía ser denegado por el cabeza de familia, sobre todo si se buscaba la perpetuidad del linaje Kamenake. Sin embargo, y pese a lo antes dicho, las Lanceras no respondían ante el jefe del clan, sino que tenían su propio cabecilla, que normalmente era la esposa del jefe o, en su defecto, la hermana o hija de este. Y en la actualidad la cabecilla de las Lanceras era Ayami, hermana menor de Ayume.
Dado que uno dirigía la facción militar masculina de la familia, y la otra la femenina, que los hermanos se peleasen era similar a una pequeña guerra civil dentro de la mansión familiar. Y no en sentido figurado; en una ocasión incluso hicieron estallar pólvora en uno de los recintos provocando la muerte de un criado debido a la caída de escombros. Por eso, cuando Hanakibō supo que se había iniciado una pelea, dejó de lado todo lo que se suponía que debía hacer y salió corriendo en dirección a la mansión familiar. Porque si Mimi tenía razón y estaban discutiendo por su culpa, puede que él fuera el único capaz de impedir el desastre.
—¡Me diste tu palabra! —gritó Ayami desde el interior de la mansión.
Escuchó varios golpes y objetos romperse al chocar contra algo, y quiso correr hacia el interior pero una lanza se le interpuso en el camino a modo de barrera.
—No puedo dejar que pases, Hanakibō —le dijo Ifigia, la capitana de las Lanceras, mientras hacía una señal a una de sus subordinadas—. Dile a nuestra señora que ha llegado.
Ifigia era a menudo comparada con una estatua por su estoica presencia y sus feroces lanzadas. Ya con trece años demostró tener un talento notable en el arte de la lanza, y a los diecisiete anunció su decisión de no casarse nunca. Era una maestra en su arte y todos la respetaban por ello, incluidos los generales varones, de modo que Hanakibō obedeció el toque de atención de la mujer y no trató de dar un paso más.
El joven no era el único allí detenido, y es que las Lanceras habían rodeado el edificio y no permitían la entrada a nadie. Aquellas feroces guerreras iban preparadas para la batalla incluso en tiempos de paz, y en contraposición con los guardias de la mansión, sus refuerzos de cuero rojo tenían más pinta de armadura que de prenda de vestir.
—Este acto podría ser considerado traición, Ifigia, retira a tus lanzas o me veré obligado a alzar las armas contra ellas —habló el recién llegado general Tatsuo, que era el equivalente a la fémina pero en la facción masculina del ejército.
—Obedezco órdenes de mi señora.
A Hanakibō no le habría importado esperar pacíficamente a que alguno de los hermanos lo llamase, lo que no quería bajo ningún concepto era estar en medio de una disputa entre antiguos amantes. Porque todo el mundo sabía lo que aquellos dos habían sido y lo que podía pasar si empezaban a luchar en serio entre ellos.
—Con el debido respeto, parece que ya salen —pero, contra lo que habría preferido, no fue ninguno de los hermanos quien salió de la mansión terminando así con aquella situación, sino que fue la Lancera que Ifigia había enviado como mensajera unos minutos antes.
—Capitán, tengo órdenes de escoltar a Hanakibō junto a nuestra señora de inmediato —habló respetuosamente la mensajera a su superior antes de dirigirse a Tatsuo—. General, su señor le ordena retirarse.
Previniendo la oposición de aquel hombre, la mensajera le mostró el sello familiar de los Kamenake, prueba de que hablaba en nombre de Ayume. Y llegados a este punto el general no tuvo más remedio que obedecer, al igual que Hanakibō.
Pese a que los colores de aquel clan eran el azul y el dorado, en la mansión imperaba el rojo. Según los eruditos, esto era así porque el color azul, usado sobre todo por campesinos a lo largo del imperio, era demasiado vulgar para representar a los Kamenake, y el dorado, el color de la casa imperial, era demasiado refinado, y por eso se usaba el rojo. Sin embargo, cualquiera que supiese un poco de la historia familiar sabría que aquel color rojo, que recordaba al de las armaduras de las Lanceras, era debido a cierta batalla en la que aquellas guerreras surgieron como defensoras de la pequeña ciudad que era el hogar de los Kamenake. Aquellas pioneras pintaron las paredes y columnas de rojo en respuesta al sitio que sufrieron como muestra de rebeldía e insumisión; el rojo representaba su espíritu guerrero, y había perdurado hasta la actualidad como color del hogar y, por supuesto, de las armaduras de las herederas de aquel espíritu.
—Justo a quien queríamos ver —lo saludó Ayume cuando llegaron a la sala del trono.
No era exactamente un trono, sino un lugar elevado en el que se sentaba el cabeza de familia para recibir invitados o escuchar la voz del consejo, que debían repartirse por el espacio más bajo, reservado a cualquiera que visitase al jefe del clan.
—Gracias, Suu —habló Ayami, despidiendo con ello a la mensajera que, tras una reverencia, salió de la sala.
Hanakibō no tenía rango para sentarse al lado de la muchacha, que estaba a unos pocos pasos de su hermano pero sentada en la parte baja. En cambio, dio un paso hacia dentro de la habitación y se arrodilló allí mismo.
—Oh, vamos, Hanakibō. Solo estamos nosotros tres; no es necesario que hagas eso —repuso Ayume.
Pero el joven no estaba tan convencido de ello. Porque si bien era evidente que hasta hace unos momentos los dos hermanos habían estado discutiendo y lanzándose objetos, a juzgar por los trozos de porcelana rota, ahora parecían perfectamente serenos ocupando cada uno de ellos su respectivo puesto en la sala. Lo que fuera que se llevasen entre manos debía ser serio, de otro modo no tendría sentido que estuviesen guardando las apariencias ante él.
—Estoy bien donde estoy —respondió.
—¿Ves? —argumentó el cabeza de familia a su hermana.
—Parece mentira que no le conozcas —dicho lo cual la fémina se volvió para mirar al recién llegado—. Hanakibō, ven aquí.
Llegados a este punto, y muy a su pesar, obedeció.
—¿Cómo puedo serviros? —rompió el silencio que siguió a su cambio de posición el recién llegado.
—Hanakibō, me temo que tenemos un gran problema entre manos. Ayami te reclama como esposo basándose en una vieja promesa que le hice hace tiempo, pero en dos días llegará una doncella de la princesa Tiri para hablar sobre ti a su señora. ¿Cómo solucionamos esto?
—¡No es justo! —casi se levantó la fémina—. No le pongas en semejante aprieto.
—Ah, pero la situación es esta: dos novias te reclaman, Hanakibō, y solo puedes escoger una.
Le dolía ese afán de Ayume por casarlo, pero más le impresionaba lo que daba a entender con sus palabras. ¿Estaba dispuesto a cancelar su compromiso con la princesa Tiri si él escogía a Ayami? No tenía sentido. Hacer eso perjudicaría sus relaciones con la casa imperial…
—Elígeme, Hanakibō —le rogó la muchacha inclinándose hacia él—. Este repulsivo ser —se refería a su hermano—, solo pretende utilizarte. ¡Abre los ojos! Yo… yo siempre… siempre te he querido —su cara se iluminó como si fuese un farolillo rojo—. Elígeme a mí.
Ya era duro para él aceptar que tendría que casarse, formar una familia y ver cómo Ayume hacía lo mismo, pero escuchar a aquella muchacha, a aquella mujer de tanto rango suplicar por su afecto era doloroso. Estatus aparte, había visto crecer a esa joven y la quería como si fuese su propia hermana, mucho más de lo que jamás llegaría a apreciar a la mujer con la que lo casaran, y atarla de por vida con alguien que jamás la querría como se merecía… Pero sus sentimientos no importaban, nunca lo habían hecho; tenía un deber para con aquella familia y debía cumplirlo.
—No soy digno de tanta atención…
—¡Tonterías! —lo interrumpió Ayami—. Te han hecho creer eso toda tu vida, pero no es cierto; no le debes nada a esta familia, ni yo tampoco…
—¡Ayami! —la reprendió su hermano.
—Digo la verdad —se defendió ella—, y si el poder no te cegara tanto tal vez estarías de acuerdo conmigo. Pero eso significaría recuperar a un hermano que ya no tengo —dijo con tristeza—. Solo me quedas tú, Hanakibō, por favor no te dejes manipular por él…
No entendía muy bien a qué venía ese odio y desprecio por Ayume, lo que sí sabía era que no podía corresponder los sentimientos tan valientemente relevados por aquella dama. Y verla así, sobre todo sabiendo cuál sería su reacción cuando él le diera su respuesta, lo mataba por dentro.
—Yo… lo siento.
No quería casarse con la princesa Tiri, pero tampoco con Ayami.
—¿No ves que pretende utilizarte? —continuó ella con lágrimas en los ojos.
—Bueno, ya está bien. Aprende a aceptar la realidad, hermana, ya no eres una cría. Cuando llegue el momento te buscaré un marido adecuado. En cuanto a ti, Hanakibō, creo que deberías dejar de vestir de negro. No es apropiado para un miembro del consejo, ni tampoco para el futuro marido de la princesa Tiri.
—No pienso aceptar esto —habló la muchacha con los puños apretados y la mandíbula fuertemente cerrada.
—Lo harás —fue cuanto le dijo el cabeza de familia para acabar con aquella improductiva conversación.
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