Veía al hombre que le había quitado todo tumbado en el suelo, muerto debido a las picaduras de las serpientes y a su propia soberbia. Veía también al profeta delante de ellos, con sus brazos extendidos dispuesto a guiarlos a un futuro incierto; pero prometedor. De cabello negro con una barba larga que tenía varias canas en la parte de su mentón. Cuerpo rojizo debido al sol del desierto que lo había dañado cuando fue enviado allí por orden de las tropas del Rey de Solomes, Yubatha vio delante suyo la oportunidad de elegir que hacer a continuación: huir de la ciudad o seguir al profeta. Debía de tomar una decisión cuanto antes debido a que los soldados estaban por llegar a donde ellos estaban. Cerrando sus ojos recordó su pasado, cuando tenía aquello que se le presentaba ante sus ojos: libertad.
Su casa era de barro y se situaba en las cercanías de la costa mediterránea. Siendo un humilde pescador, Yubatha, todas las mañanas se levantaba de su cama, acariciaba los cabellos negros de su esposa quien no sería la mujer más hermosa del mundo; pero para Yubatha eso poco o nada le importaba, la amaba con la misma intensidad con la que el sol golpeaba su piel blanca durante sus pescas diarias. Su hija, de cuatro años de edad, dormía cerca de ellos, ella era la segunda, e igual de importante, cara que veía en el día antes de ir a su canoa hecha de madera y zarpar a donde estaba la pesca. Siendo un hombre devoto al Dios de los Filisteos, Dagon, Yubatha se inclinaba a orarle todas las mañanas por una buena pesca junto a un tiempo provechoso. Sus ruegos solían tener efecto debido a que nunca, ni una sola vez antes de que las tropas de Solomes aparecieran en la puerta de su casa, tuvo un día en que no pescara algo, ni tampoco un día en que una tormenta impidiese su labor en el océano. Siempre estuvo agradecido con el dios de los pescados. Yubatha sentía como la vida le sonreía hasta que un día, una mañana nublada para ser más preciso, lo perdió todo…
Los truenos que sonaban a la lejanía presagiaron el negro destino que le aguardaba a Yubatha. Despertándose por dichos truenos, aquel hombre, que en ese momento solo tenía el cabello negro corto y su barba era afeitada dejando ver su joven rostro, abrió los ojos viendo a su esposa dormir; pero su rostro lejos de verse apacible, se veía acongojado e incluso asustado. Aquello llamó la atención de Yubatha; pero, con una sonrisa amorosa, besó la mejilla de su amada creyendo que con ello podría hacerla sentir mejor. Una sonrisa se dibujo en su rostro por un minuto que fue lo suficiente para que yubatha se levantase a ver a su hija. Pasado dicho minuto, la sonrisa desapareció volviendo aquel rostro de preocupación mientras veía, en sus sueños, la sombra de un enorme cuervo negro que volaba detrás de ella con intenciones de atraparla y devorarla.
La pequeña de Yubatha no se encontraba mejor que su madre, aunque su ceño no se veía fruncido ni tampoco daba señales de estar teniendo una pesadilla, ella se veía en sueños caminando por una tierra de color blanco con un cielo oscuro junto a varios esqueletos que descansaban en el suelo, a la distancia se veían construcciones enormes que estaban en ruinas dentro de una enorme bola de cristal con un fragmento roto por completo en la parte superior de la misma. Algunos ojos de color rojo se veían a la distancia en aquel cielo oscuro y estrellado donde el sol brillaba; pero no se veía el azul del cielo siquiera.
Acercándose al bote de madera, Yubatha sintió como las gotas de lluvia caían sobre su cabeza, al parecer el tiempo no sería el indicado aquel día para navegar. Un rayo, que caía a la distancia, confirmaba sus pensamientos. Se dispuso a volver a su casa cuando escuchó el sonido de otra tormenta, una que no era natural sino artificial. A la distancia vio como el polvo de la arena se movía debido al trotar de los caballos de las tropas de Solomes.
No sería la primera vez que veía la caballería de un ejército conquistador. En su larga vida como pescador Yubatha habría visto a las tropas Egipcias cabalgar en sus enormes e imponentes carros dirigiéndose a la guerra que solían tener entre ellos mismos por las tierras del bajo y alto Egipto, también había visto a las tropas de Babilonia junto a las tropas Persas cabalgar en las cercanías de su ciudad natal; pero si sería la primera vez que veía a las tropas de Solomes cabalgar. Sosteniendo con fuerzas su propio remo disponiéndose a pelear, Yubatha, temblaba debido a que tampoco era la primera vez en su vida que veía a unas tropas conquistadoras acercarse con intenciones de dañarlo, e incluso con intenciones de asesinarlo. Debía tener como siete años cuando vio a las tropas del terrible Sargon de Akadd, o Akadia, asolar su pueblo natal solo por deseos de agrandar sus propios territorios. Siendo un hombre de treinta y nueve, posiblemente cuarenta años, aquel terror ante las tropas conquistadoras aun se mantenía en su corazón como cuando tenía nueve años.
- ¡Zara, Kaleista!- gritó Yubatha despertando a su esposa e hija
- ¿Amor, que sucede?- le preguntó Zara despertando de su pesadilla levantándose de la cama
- ¡Zara!- exclamó Yubatha viendo como las tropas se acercaban aun mas a donde se encontraba su casa-¡Zara, toma a Kaleista y huyan en el bote!
- ¿De qué…?- intentó preguntar Zara saliendo de la casa encontrándose con el rostro preocupado de su marido
- ¡Solo hazlo! ¡No hay tiempo de explicaciones!- le ordenó con un grito Yubatah viendo acercarse aun mas a la caballería de Solomes
- Si- asintió Zara tomando a su hija que se encontraba en el umbral de la puerta
- ¿Papá?- preguntó Kaleista; pero antes de poder agregar una sola palabra mas, su madre la tomó en sus brazos y la llevó corriendo a donde estaba el bote de pesca
Empujando con el remo el bote, la madre, junto a su hija, lograron partir en el preciso momento en que las tropas de Solomes llegaban a donde estaba Yubatha quien decidió quedarse a pelear por su hogar y por su familia.
- Llámalas- le ordenó el Rey de Solomes al percatarse de lo que ocurría
- ¡Púdrete! ¡¿Quién eres y a que has venido?!- le contestó Yubatha manteniéndose en pose de pelea
- ¿Acaso un Rey debe darle explicaciones a su esclavo?- le contestó aquel monarca, colocándose en pose de pelea, Yubatha exclamó
- ¡No soy un esclavo! ¡Soy un ciudadano filisteo sirviente al Dios Dagon y pienso morir defendiendo mi hogar, junto a mi familia!
- Si ese es el problema, entonces tendré que solucionarlo- sentenció con dureza el Rey de Solomes dando un ademan con su mano
Bajando de sus monturas, cuatro soldados con espadas y escudos rectangulares de paja y bronce se dirigieron al combate, Yubatha pudo golpear a uno con rapidez en la cabeza; pero aquellos soldados con ropas negras junto a cascos cubiertos por un turbante pudieron dominar al pobre Yubatha con un solo golpe de sus espadas en el remo, cortándolo en dos con la fuerza suficiente para lograr que su portador lo soltase. Empujando con sus escudos a Yubatha, lograron tirarlo a la arena y someterlo en cuestión de minutos. Con otro ademan de su mano, los otros soldados con sus arcos cuyas flechas en sus puntas estaban cubiertas por un velo de seda empapado en un extraño liquido negro, algunos lo llamaban el fuego griego, apuntaron a la casa de yubatha y también a… la canoa donde estaban su esposa e hija quienes veían impotentes lo que ocurría. Las flechas fueron encendidas. De un solo ademan de la mano del monarca de Solomes, las flechas cayeron en la casa y en el barco.
Arrodillado con la leve llovizna golpeando su rostro, Yubatha, vio como todo ardía, oyendo los gritos de dolor de su mujer e hija quienes ardían en el bote de madera. Las plegarias a Dagon habían terminado junto con su felicidad y su libertad.
Veía al hombre que le quito todo en el suelo muerto, aquel profeta llamado Warlord se acercó a él sonriendo, susurrándole al oído le dijo:
- Supongo que te robé tu venganza, lo siento- largó unas risas al decir aquello
- No… no importa, lo que importa es que pagó por sus actos- le contestó Yubatha sintiéndose mal por no haber sido él quien mató a aquel desgraciado
- Sin embargo puedo ayudarte a sentirte mejor- continuó Warlord moviéndose a sus costados como si estuviese acechándolo- solo dime lo que deseas y yo lo concederé por medio del poder de Mirder
- Mataste al único que me interesaba asesinar- le contestó Yubatha molesto
- ¿En serio?- preguntó Warlord con una sonrisa- ¿Y qué me dices de los hombres que mataron a tu esposa e hija? ¿De los que te pusieron de rodillas aquel día obligándote a oír sus gritos y a verlas arder? Ellos son igual de culpables que el monarca de Solomes
- Yo…
- ¿Deseas que mi dios los llame para que veas cómo se hace justicia sobre ellos?- preguntó Warlord alejándose un poco de él
Yubatha estaba en silencio sin saber que contestarle; pero, luego de un minuto de duda, al recordar como su hija gritaba por su padre y su esposa lloraba mientras el fuego se acercaba a ellas sin que pudiesen hacer nada, como el hogar que formó, al lado de la mujer que amaba, se quemaba hasta los cimientos por culpa de esos hombres que lo humillaron y redujeron solo por obedecer órdenes de un monstruo, le contestó a Warlord:
- Si, tráelos ante mí, quiero verlos arder como ardió mi familia y mi hogar
- Concedido- sonrió Warlord, un brillo potente de color rojo creció en su mirada y los soldados aparecieron en ese momento portando sus armas dispuestos a matar al profeta loco que había asesinado a su Rey
Los soldados vieron a Warlord y no reconocieron al hombre cuya vida habían arruinado; pero antes de que pudieran arremeter contra su oponente, su piel comenzó a calentarse. Al principio les picaba un poco los brazos; pero luego sintieron un calor en su frente y cuerpo. Aquel calor era tan grande que el mismo sudor les era insuficiente para mantenerlo a raya. Apuntando con sus arcos y flechas, aquellos soldados, sentían como su vista se nublaba. La piel dejo de sentirse calurosa para comenzar a sentirse seca y arrugada, la sensación de molestia cambio de forma abrupta a un dolor tan fuerte que los hizo tambalear. Agachándose, como si hubiesen recibido un golpe en el estomago, aquellos soldados gimieron. El gemido pasó a grito de dolor y el grito cambio a un alarido cuando aquellos hombres se reincorporaron mostrando en sus rostros quemaduras de tercer grado que cubrían toda su piel al punto de hacerlos parecerse a “Freddy Krueger”. Dicho parecido se termino cuando sus pupilas se frieron dejando sus ojos tan blancos como unas canicas. Los glóbulos oculares largaban burbujas y se freían como si fuesen huevos fritos. Aquellos soldados, cuyas pieles se volvían negras como el carbón a cada minuto que pasaba, cayeron al suelo largando los mismos alaridos que la esposa e hija de Yubatha largaron aquel día. Con una expresión de sorpresa, Yubatha vio a aquellos asesinos morir del mismo modo que su familia y una enorme sonrisa se dibujo en sus labios al ver que aquel profeta había hecho justicia ante sus ojos.
Colocándose de rodillas, Yubatha le dijo a Warlord
- Gracias mi señor, daré mi vida por ti en agradecimiento- Warlord tomó su mentón con sus dedos, de un solo movimiento alzó su cabeza y le susurró
- Esta también es tu venganza- Yubatha sonrió derramando lagrimas de alegría y asintiendo con su cabeza, la bajó una vez más en señal de respeto
Warlord alzó sus brazos en señal de alegría y largó unas potentes carcajadas que se confundieron con los agonizantes alaridos de aquellos soldados que murieron quemados por el fuego invisible del Dios Mirder.
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