Observaba las estrellas acostada sobre el suelo cerca de su fogata. Sus ojos azules y su cabello negro con un flequillo recortado que tapaba su frente le daban un toque de belleza que pocas mujeres campesinas en el pueblo de Grumsier podían llegar a tener. Nieta de la anciana Virlotta, Irene Virlotta, siempre veía las estrellas con pasión desde que tenía memoria. Única propietaria de la granja desde que su abuela murió el año anterior. Irene se hacía cargo de todo con una verdadera maestría que sorprendía a la mayoría de sus vecinos. Su padre fue, en tiempos de antaño, un gran general a las órdenes del Cesar; Pero cuando él se retiró, en lugar de ir a un palacio con varias mujeres o de vivir en las fiestas y banquetes interminables de Roma, decidió volver con su amada madre para vivir tranquilamente en una granja. Se casó al poco tiempo con una simple granjera y tuvieron a su primera hija: Gregoria. Irene vino después a los dos años siguientes y ella sabía que habría tenido más hermanas de no ser porque su madre, a los pocos meses, murió por culpa de un desgarro interno del útero. En un principio su padre solo les enseño a coser, limpiar la casa y cocinar debido a que deseaba que sus hijas fuesen autenticas amas de casa, convirtiéndolas en perfectas candidatas para futuros hombres con los cuales casarse.
Pero todo eso cambio el día que un General Romano, llamado Clasio Octuvio, al pasar por las cercanías de sus tierras observó a Gregoria y se interesó en ella. Gregoria no pudo hacer nada para defenderse, solo pudo correr unos centímetros antes de que Clasio se abalanzara sobre ella tirándola al suelo desgarrando su ropa. La poseyó sobre un árbol contra su voluntad durante media hora, cuando finalizó con su abuso, aquel General, se retiró de allí dejándola en el suelo llorando y adoptando una posición fetal. Gregoria estuvo en un estado catatónico durante días hasta que finalmente se suicidó una noche con la daga de su padre y la peor parte no fue todo aquello sino que Irene, siendo una niña muy pequeña, lo vio todo, absolutamente todo. Cuando su padre se enteró de quien había sido el responsable, intentó decirle al Cesar; pero este no le hizo caso porque “Una campesina no es un tema de verdadera importancia a los asuntos del Cesar”. Aturdido por verse traicionado por la nación que él protegió en el pasado y por la ingratitud del Cesar decidió darle la espalda a sus antiguas creencias y jurarse que, si eso volvía a pasar, su pequeña Irene tendría una oportunidad justa de defender su honor en combate. Él le enseñó todo lo que sabía: Tácticas de combate, movimientos de defensa, el uso correcto de la espada e Incluso le enseñó a fortalecer su cuerpo. Lo que aquel hombre no tuvo en cuenta fue que Irene era más lista y decidida al preguntarle cosas como: cómo formar un ejército, el movimiento falange, cómo cabalgar, saber reconocer el terreno y sus ventajas en combate; Pero, por sobre todo, cómo poder dominar una situación cuando el enemigo les superaba en fuerza, numero e incluso astucia. Para cuando había acabado el año Irene era más que una legionaria profesional, era una autentica general del ejército Romano. Su padre, de todas formas, trató de buscar justicia al intentar matar a ese desgraciado de Clasio; pero Lo único que logró fue que lo encerraran en un calabozo para después morir en el Coliseo peleando contra los gladiadores.
Irene pudo conservar la granja al argumentar que su padre buscaba una justa retribución por lo ocurrido. Su discurso fue muy convincente y demasiado profundo e inteligente para salir de la boca de una simple campesina, sin embargo solo sirvió para poder conservar sus tierras más no para hacer justicia contra Clasio.
Todavía teniendo la espada de su padre en su cintura, descansando en una funda, Irene veía las estrellas. Contemplándolas en realidad, durante muchos años sintió una gran atracción por ellas e incluso sentía que eran como unas grandes amigas que la acompañaron en los momentos más duros de su vida, como cuando perdió a todos los miembros de su familia. Cerró sus ojos por un minuto y escuchó el sonido de unos pasos a sus espaldas rompiendo las ramas que estaban caídas en el suelo con el fin de advertirle a Irene sobre la presencia de algún desconocido. Pensando en los Hunos que vio más temprano, se levantó con rapidez desenfundando su espada.
- ¡Semper in corde meo!- gritó una muchacha rubia con ojos azules cuyo nombre era desconocido; pero era conocida bajo el apodo de Jeriko. Estaba con los brazos arriba sonriendo de forma nerviosa, llevaba consigo un enorme costal o bolsa de tela que descansaba sobre su hombro, tenía una enorme capa de color tierra, que ocultaba su verde vestido, junto a una capucha que cubría su rubia cabellera. Jeriko se identificó exclamando- ¡Tranquila Irene, soy yo, tu vieja amiga!
- ¿Acaso no sabes decir hola?- le preguntó, molesta, Irene guardando su espada
- ¿Acaso no sueles dormir?- le respondió Jeriko con una sonrisa maliciosa
- Ya sabes que me gusta quedarme hasta tarde viendo las estrellas- le contó Irene sentándose de nuevo en el suelo, observando una vez más el firmamento- además esta noche tengo motivos claros para hacer guardia
- ¿Quieres compañía?- le preguntó Jeriko colocando la bolsa que llevaba al hombro en el suelo- ya sabes, por si necesitas un relevo durante la guardia
- ¿Qué robaste esta vez Jeriko?- le preguntó Irene un poco molesta viendo aquella enorme bolsa que llevaba consigo
- Ya sabes, lo indispensable para vivir- le contestó Jeriko sacando sus artículos robados del interior de aquel enorme costal- una jarra de vino, varias manzanas, uva de buena calidad y algo de carne de cerdo
- ¿Alguien te vio venir?- le preguntó nuevamente Irene con calma
- Irene, hago esto desde que tengo memoria- le contestó Jeriko sintiéndose un poco irritada- si no fuese tan sigilosa como lo soy, entonces esta conversación no se daría en este momento amiga mía
- Es cierto… pero hay algo que no te he contado, veras yo…- no pudo agregar nada más porque en ese momento oyeron el rugido de un León
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