Amanecía en la ciudad. Las luces rojizas del sol iluminaban los verdes prados y el gallo de la familia Dinatallo cantó al sentir aquel cálido naranja acariciando su blanco plumaje. Siendo la primera en despertar, una mujer de unos treinta años de cabello castaño y ojos de color miel, con un cuerpo un poco fornido debido a los largos, como también arduos, años de trabajo en la granja y criando a cuatro hijos: tres niñas y un varón, llevando un vestido blanco muy sucio, Bárbara Dinatallo saludó el sol con una sonrisa de la misma forma que venía haciéndolo todo los días de su vida. Su cabello castaño se encontraba un poco despeinado aquella mañana. Siendo la hija de un campesino humilde, Barbará, se casó a la edad de quince años con el hijo de un viejo amigo de su padre. Ella, durante los días previos a la ceremonia, pensó que viviría amargamente al lado de un hombre que no la respetaría y abandonaría su granja la cual amaba desde niña; pero su futuro esposo, por fortuna, era un viejo amigo de la infancia. Ambos habían vivido grandes aventuras en su niñez formando un vínculo irrompible y especial, un poco antes de que su futuro esposo se alistase en el ejército para no volverlo a ver sino hasta un día antes de la boda ambos se juraron un amor casi eterno bajo las ramas de un hermoso olivo. Bárbara amaba a Clito, su esposo, debido a que él era un muchacho de costumbres sencillas y siempre resaltaba una amabilidad que pocas veces se podía ver en otros hombres, incluso fue el mismo Clito quien le rogó que no huyera de casa la noche anterior a la boda teniendo que develar su identidad como su misterioso futuro marido. Deseaba estar con ella porque en el pasado Bárbara solía defenderlo de otros abusivos que no lo querían cerca debido a que lo consideraban un cobarde llorón. Clito siempre hablaba con admiración de su esposa cuando recordaba los golpes que recibían varios de aquellos chicos abusivos cada vez que intentaban molestarlo. Clito y Barbará tuvieron su primera hija después de su boda, se llamaba Silvina y solía ser una muchacha de buen humor que siempre hacia reír a los demás cuando estaban cerca de ella. Su segunda hija se llamo Silvia, pero todos le decían Angelito, debido a que era una niña muy inocente igual de divertida que Silvina, mostrando un gran amor por su hermanito menor o por los pequeños que estuviesen cerca de ella.
La tercer hija se llamaba Asturia, era una chica mas rebelde en comparación con sus hermanas; pero también era alguien con un concepto de romance en el que creía estrictamente, literalmente amaba las historias de valientes héroes yendo a rescatar princesas en apuros.
Asturia siempre le decía a su madre que lamentaba no ser un hombre porque de serlo, ella buscaría ser un héroe que pelearía por la justicia, un guerrero a caballo, o como ella le gustaba decirle: un Caballero
Recordaba sonriente dicha conversación que tuvo aquella vez con su hija:
“Mamá” se quejaba Asturia lavando la ropa cerca del río “Realmente no sabes cuánto deseo ser un hombre y así poder usar la espada”
“Considerando que siempre te veo practicar con un palo” le respondió Barbará sintiéndose muy molesta y exahusta por el trabajo de lavar la ropa “Algo me dice que ya sabes cómo usar una espada”
“Simplemente deseo ser un héroe, alguien que salva el día o a su damisela en apuros” le contaba Asturia con una mirada soñadora “Siempre a caballo, peleando con mi espada contra Dragones, Orcos o Hidras ¡Un Caballero!”
Barbará largó unas pequeñas risas diciendo una palabra que molesto a su hija por completo: “Pues pequeña, considerando que no eres un hombre sino una mujer, es decir una dama, entonces tú no serias un Caballero sino: una Damallera, una Dama que anda a caballo”
Asturia no le habló en días después de decirle eso; pero no importaba, su pequeña sabía que no debía meterse en riesgos y que, al no ser un hombre, no haría todas las locuras que decía querer hacer.
Después del nacimiento de Asturia, Barbará, tuvo otro hijo, un varón al que llamaron Pedro, al tener un cuarto hijo, Barbará adquirió un apodo otrogado por una vieja amiga suya que no podía tener familia. Ella la llamó: Dinatallo
“¿Por qué me llamas así?” preguntó sorprendida Barbará en aquella ocasión
“¡¿Y todavía lo preguntas?!” exclamó molesta aquella mujer cuya vejez se resaltaba en sus cabellos canosos “Tienes treinta años y has dado a luz a cuatro bellos retoños; pero parece que todavía podrías dar a luz a otros cuatro más. Claramente eres alguien que siempre tendrá una extensa familia, al igual que la tuvo tu madre cuando tenía tu edad y tu abuela en su juventud. Todas ustedes son madres de nacimiento”
¿Cuánto daño interno podía producir la envidia a una pobre persona que nunca tuvo la oportunidad de ser mamá siquiera? Se preguntaba Barbará sintiendo pena por su amiga al recordarla. El canto del gallo la sacó de sus pensamientos y viendo que sus amados hijos estaban despertando, con excepción de Pedro, decidió buscar la silla junto al balde para ordeñar a su vaca y así hacer el desayuno.
Pero antes de iniciar con sus tareas matutinas, despertaría a su amado hijo, qué se veía muy inocente mientras dormía, y luego a su bello esposo, que se veía igual de tierno que su hijo al dormir, debía despertarlos para iniciar el día; pero, antes de hacerlo, los vería, en silencio, dormir por unos minutos. Por algún motivo amaba verlos mientras dormían, era como si fuesen dos muchachos frágiles que necesitaban de su extremo cuidado.
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