Los rayos anaranjados del sol la habían despertado, desperezándose al levantarse de la cama, una joven monja, de cabellos castaños oscuros con ojos verdes, se puso sus negros atuendos junto con el crucifijo y se dirigió a donde estaban las campanas del monasterio. Durante el camino hacia el campanario, pasó por las habitaciones de los pequeños huérfanos o, como se les llamaba en dicho lugar: “Los Hijos Del Señor”.
Muchos de esos pequeños eran resultados de la vergüenza que muchas mujeres tenían al ser madres sin haberse casado antes. Aquella monja no se sentía con derecho a condenar las acciones de dichas mujeres; pero tampoco las aprobaba. Era un asunto muy complejo que no le correspondía pensar debido a que era una mujer; pero, muy de vez en cuando, una parte de ella se decía a sí misma: “Tan bellos pequeños, abandonados por el que dirán de una sociedad que mira por si misma antes que por los demás” y otro pensamiento, que le indignaba tener e incluso le deseaba una muerte rápida, aparecía en su cabeza:
“Una sociedad dominada por esos hombres en sotanas que yo misma acepto y defiendo al portar las ropas de una monja”.
Ella sabía que por ese pensamiento Dios la castigaría enviándola al infierno; pero era una dolorosa verdad que ella misma intentaba no ver. Muchas mujeres se negaban a ser madres de unos grandes chicos que sufrían en silencio, aquellos niños, al sentirse abandonados en su dolor, adoptaban actitudes que nunca tendrían si tuviesen a una madre o a un padre a su lado que les diese amor. Los pequeños “Hijos de Dios” se veían discriminados y apartados por los demás niños del pueblo debido a su postura de huérfanos. Siendo la causa, de todo aquel sufrimiento, el qué dirán de la sociedad que era regida por el Santo Padre y por la Iglesia que ella misma había jurado servir. Internamente, aquella monja, se sentía como una cómplice de sus penurias antes que una mano salvadora. Molesta, por tener esos pensamientos pecaminosos de nuevo, se detuvó en la puerta de la habitación del padre Dominico y la golpeó buscando despertarlo. La puerta se abrió, saliendo de ella uno de los jóvenes que solía ayudarla durante la cosecha de vid en el otoño. De cabello negro con ojos azules, el joven Angélico, la vio y, con la cabeza baja, la saludó:
- Buenos días hermana
- ¡Angélico!- lo regañó, con severidad, la joven monja- ¿Qué hacías en la habitación del padre Dominico? ¿Acaso estabas haciendo una travesura? ¡Debería darte vergüenza! Un joven de casi dieciocho años todavía actuando como un niño pequeño
La mirada de pesar de Angélico le inquietó un poco y él le respondió:
- No hermana, ya sabe que no hago más travesuras, no después de… bueno usted ya lo sabe. Lo que sucede es qué… qué…
- El joven Angélico quería hablar conmigo porque deseaba confesar sus pecados cuanto antes- le respondió el Padre Dominico, un hombre de unos cuarenta años calvo con unos mechones de pelo gris en las sienes. Vestía una toga negra de sacerdote, colocando la mano en el hombro a Angélico, añadió- deberías haberlo visto hermana. Tal era su ansia por confesar sus pecados temiendo que anoche muriese con la conciencia sucia que lloró sobre mis sabanas mientras lo bendecía
- Oh Angélico- suspiró la hermana juntando sus manos, viendo como el muchacho comenzaba a llorar debido a la pena que le ocasionaba el creer que moriría sin ser perdonado de sus pecados. Tal fue su emoción, que ella, lo tomó entre sus brazos diciéndole- muchos muchachos deberían ser como tú
- No me siento digno de admiración- murmuró Angélico con pesar, apartándose, con un poco de rudeza, de aquel abrazo. Sin esperar un solo minuto, se marchó a donde estaba la huerta, diciéndole- tengo mucho que hacer hermana, perdone si soy brusco; pero mi deber con el señor me apremia más de lo que usted imagina
La hermana lo miró con cariño, pensando en qué Angélico siempre fue un muchacho digno de su admiración. Él, siendo un huérfano, siempre fue un muchacho rebelde; pero con un gran corazón. Siempre defendiendo a los demás pequeños del orfanato de los abusivos que querían dañarlos, siempre haciendo travesuras que le causaban gracia antes que indignación; pero, por sobre todo, ese modo de ser tan audaz qué aun viviendo un infierno al no tener a nadie, de todos modos intentaba seguir adelante. Dentro de poco se iría del orfanato para ser un hombre de provecho y, muy en el fondo de su corazón, esperaba verlo nuevamente algún día con una familia, ya que realmente él no tenía a nadie.
“A nadie excepto a mí” pensó la hermana ruborizándose. Sintiéndose apenada, bajó la cabeza y comenzó a orar, internamente, diez padres nuestros como señal de castigo por pensamientos indebidos.
- Hermana- le habló el Padre Dominico mirando, con una sonrisa de satisfacción, el cuarto de los huérfanos- más tarde debo hablar de algo importante con el jovencito Andrés. Es por algo relacionado a los cantos de la iglesia, por lo que ¿No sería molestia que usted hiciera mi pequeño encargo de esta mañana?
- Por supuesto que no será un problema, padre- le respondió la hermana sonriente- me gusta la idea de ayudar en lo que sea
- Así me gusta, ahora… las campanas hermana, que estamos un poco retrasados- le señaló el padre Dominico con una sonrisa nerviosa
- Si padre- le respondió la hermana, casi sobresaltándose, iniciando la marcha hacia el campanario de la iglesia. Al llegar, subió las escaleras sintiéndose más calmada que más temprano y sin pensamientos pecaminosos en su interior
Se acercó a la campana y tocó las cuerdas, pensando con una especie de fervor religioso:
“Las campanas deben ser tocadas para que el señor las oiga y baje a salvar a los niños, a sus dulces hijos”. Sonriente, sujetó con todas sus fuerzas la soga de las campanas y comenzó a tocarlas, usando todas sus energías que nacían por su devoción al señor, mirando el cielo pensando en lo bello que era representar de algún modo a Dios.
La hermana Tirinas amaba su vida como una servil monja; pero, una parte de ella, se preguntaba si en realidad hacia lo correcto al proteger un Dios que abandonaba a los niños en ese pequeño orfanato.
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