Era otoño, y el viento comenzaba a tomarse libertades, haciendo que todo se elevara grácilmente mientras daba sus primeros soplos de la temporada. En el aire se podía oler cierto aroma a lluvia, y el cielo de la tarde comenzaba a verse los manchones grises de neblinosas nubes de tormenta.
La dueña del violín dio vuelta en la esquina, y entonces, se encontró de frente con la plaza principal, llena de tiendas y repleta de sonidos que daban a ver, que aunque fuera un pueblo pequeño, Cherry Fields estaba lleno de vida. Esperó a que un auto pasara, tomando la oportunidad para sacar un libro desde el interior de su pequeño bolso tejido, y entonces se cruzó hacia la otra banqueta para así dirigirse a tomar el tranvía. Pasó por enfrente de la estación y se detuvo para alzar la mirada y poder ver la hora en el gran reloj de la misma. Las manecillas de bronce pintado de dorado marcaban las 4:05 de la tarde, tan solo cinco minutos antes de la hora exacta de salida del siguiente tranvía que la acercaría a casa. Animada y con un cierto sentimiento de ligereza a causa de la no tan terrible experiencia que había tenido en clase, se sentó a esperar en una de las bancas de madera de la estación, y entonces, abriendo el libro que llevaba en las manos, se dispuso a comenzar a leer. Fue cuando un exquisito olor, el de pan recién horneado, le llegó hasta la punta de la nariz, anonadándola con ese encantador y dulzón aroma del pan de hojaldre azucarado que vendían en el establecimiento de enfrente.
Un escalofriante rugido, proveniente desde sus propias entrañas le hizo volver en si, y entonces recordó, que tenía hambre. No había alcanzado a almorzar en casa, pues la maestra le había citado temprano para la clase aquel día, y ahora, con ese tentador aroma llegando de todas partes, comenzaba a resentir bastante aquel vacío que tenía por estómago. Otro rugido, algo parecido a una lamentación, le hizo convencerse para ir a la panadería de enfrente, entrar y comprar rápidamente una de aquellas pequeñas bolsitas de papel celofán que tenían en su interior unas cuantas de esas galletas de nuez espolvoreadas de azúcar glas que tanto le gustaban. Rápidamente, hurgó dentro de los bolsillos de su pantalón y sonrió, ¡hoy estaba de suerte!, tenía lo justo para poder pagar aquellas preciadas galletitas, y también, el pasaje del tranvía.
Echó un rápido vistazo de vuelta al reloj y descubrió que le quedaba tiempo. Si se apresuraba, desquitaría con éxito aquellos dos minutos que le quedaban. Así que, echándose el violín al hombro cruzó la calle, llegando rápido a la entrada de la panadería. Estiró el brazo y asió con delicadeza del mango de la puerta para poder ingresar al establecimiento, pero entonces, se dio cuenta de lo concurrido que se encontraba.
La panadería era bastante famosa por el pan dulce que en ella se vendía, y en muchas ocasiones, se encontraba en este tipo de situación:
Los dueños del lugar, desde el otro lado del mostrador, atendían con presura al montón de clientes apretujados tratando de hacerse espacio en aquel pequeño local, exclamando con exigencia que se les atendiera de la manera más rápida posible.
--- ¡Una hogaza de pan por favor!--- gritaba un hombre vestido con un saco de lana gris--- ¡Rápido que se me hace tarde!
---Hijita, ¿Me podrías dar mi pedido de siempre?--- musitaba una viejecita de chal y sombrero color arena.
--- ¡Hey Mariana! ¡Cóbrame estos pastelillos de chocolate!---gritaba un joven de sonrisa y voz descaradas.
--- ¿A que hora dijo que estaban listas las galletas de canela?... ¿Y si mejor le pido media docena de bollos rellenos?--- preguntaba una dudosa señora de cabello rizado y zapatitos de tacón.
Todo aquel conjunto de voces mal orquestado, llegaban hasta los oídos de la chica, quien, con cierto toque de desilusión, llegaba a la conclusión de que si acaso podía atravesar aquel muro de personas que se anteponían entre el mostrador en donde estaban las bolsitas con las galletitas y ella, no podrían atenderla muy rápido… Se quedó ahí parada, viendo a través del cristal rotulado de la puerta con expresión de desilusión en el rostro y el ya mencionado vacío en el estómago.
--- ¡Manzanas!, ¡Manzanas frescas!, ¡Higos, dátiles y nueces!---gritó alguien de repente, cerca de ahí.
Era el dueño del pequeño puesto que estaba al lado de la estación, que, cuando se cansaba de estar sentado vendiendo revistas, periódicos y golosinas, salía a vender fruta, la cual cargaba en una pequeña canasta tejida. Siempre pregonaba de aquella manera, cambiando, mas no alterando todo el entorno del centro de Cherry-Fields con exclamaciones que anunciaban los nombres de las frutas de la temporada. La chica volteó a ver las rojas manzanas que el hombre llevaba dentro de su pequeña canasta de carrizo. Después, de vuelta hacia la panadería…De repente, el estridente y fuerte sonido de la campanita del tranvía que llegaba a la estación resonó fuerte en los oídos de la muchacha. Con una última mirada de tristeza, y mordiéndose el labio inferior, soltó el mango de la puerta y corrió hacia el pregonador.
--- ¿Me da una por favor?
El hombre, tardándose un poco, escogió una manzana de entre el montón, y se la entregó a la chica, quien prácticamente le lanzó el dinero a la cara, y salió corriendo hacia la estación.
--- ¡Muchas gracias Señor!
--- ¡De nada señorita!... ¡Le aseguro que no hay manzanas mas jugosas en todo el pueblo!... ¡Y siempre recuerde comprar sus periódicos y revistas en el puesto de “El Sr. Perks”!
Corriendo con algo de torpeza, pues llevaba cargando varías cosas en las manos, la chica llegó hasta los escalones que daban entrada a la estación y los subió de dos elevados brincos, sintiendo con algo de remordimiento como el estuche de su violín chocaba contra su espalda. Pagó con frenesí su boleto de pasaje en la caseta, escuchando el angustioso resonar de la campana que anunciaba la puesta en marcha del tranvía.
--- ¡No lo voy a alcanzar!---pensó la chica mientras se abría paso por entre la multitud de personas que abordaban y bajaban de los tranvías.
Estiró el brazo, y se tomó fuertemente del tubo de la puerta. Dio un pequeño salto, y sus pies aterrizaron en el escalón que se anteponía a las puertas del tranvía justo cuando este comenzaba a avanzar con algo más de velocidad.
--- ¡Hey pequeña violinista!, ¡Por poco y te dejamos!--- escuchó decir a una enérgica voz femenina. Una mirada y sonrisa de alivio aparecieron en él rostro de la muchacha, acompañadas por un sonoro suspiro de triunfo.
---Si, lo sé… pensé que no los alcanzaría--- dijo con voz agitada, dirigiéndose hacia la conductora, una mujer de cabello oscuro rizado y gran sonrisa.
---Anda, pasa y siéntate. Te hemos guardado tu lugar acostumbrado--- le dijo esta, indicándole en la parte trasera del medio de transporte con un gesto varonil de pulgar, el asiento junto a la ventana del fondo. La chica asintió velozmente con la cabeza, y, obedientemente, fue y ocupo aquel asiento.
A ella le gustaba aquel lugar por dos razones:
La primera, porque estaba justo al fondo, y así, no tardaba tanto en bajarse del vehículo. Siempre se tardaba un poco en hacerlo a causa de tanta cosa que cargaba consigo. Segunda, le gustaban mucho las ventanas. Sacar la nariz y respirar el aire de fuera, mientras el viento improvisaba con su cabello algún tipo nuevo de peinado desenfadado. En esta ocasión, el aire olía a lluvia. Dio un vistazo hacia arriba, y descubrió que el cielo se encontraba todo gris. Sonrió con gusto, aspiró con fuerza una vez más, dando gracias a Dios por tan bella tarde, y entonces, metiendo la cabeza de nueva cuenta al interior del tranvía, abrió el libro que llevaba en manos. Dio una mordida a la manzana que había comprado, la cual crujió y le salpicó la cara con pequeñas gotas de jugo.
--- ¡Vaya!...si que están jugosas…---exclamó, riendo un poco y limpiándose con la manga de su abrigo tejido. Había olvidado cuan sabrosa podía ser una manzana en tiempos de hambruna. ---Veamos…--- susurró, enfocando de repente sus ojos en las palabras del libro, buscando con el dedo índice el punto donde había dejado la lectura. Sin darse cuenta comenzó a encogerse, y ya para cuando retomó la historia, se había convertido en todo un ovillo viviente, con las rodillas casi pegadas al pecho, la cabeza gacha y la punta de sus botines apoyados contra el respaldo del asiento de enfrente.
Aquel ovillo de persona era Elizabeth Anne Lennox. Mejor conocida simplemente como Lizzie, una de esas personas que podía desconectarse de su entorno con bastante facilidad, ya que en su mente, siempre estaba cocinándose algo. Historias intrépidas, pensamientos filosóficos o ideas comunes. En ocasiones, tan solo se quedaba ida contemplando una florecilla entre un matorral de pasto, escuchando una lánguida nota en una pieza musical o saboreando ese algo que hacía que un platillo de comida fuera delicioso. Su tendencia a perderse en los pequeños detalles la convertía a su vez, en una persona distraída, pero recordaba todos los datos. No había mejor compañera de equipo para las competencias de conocimiento que Elizabeth, y muy al contrario de muchos de los sabelotodos que se suelen conocer, ella no era ni pedante ni intratable, al contrario, era la persona más fácil de trato con la que podrías coincidir, pues a pesar de no hablar mucho, sabía escuchar, y se podía tener una buena conversación con ella. Sus amigos y seres cercanos la querían mucho, y Lizzie no sabía explicarse el porqué. A sus propios ojos, ella era tan solo… bueno… ella. Había personas más inteligentes, atractivas y talentosas a su alrededor. Nunca había logrado concebirse como “bonita” y sin embargo, su esencia y apariencia eran las de una persona simplemente encantadora. Su tez era clara y de aspecto suave, el rostro de forma ovalada, con las mejillas tenuemente sonrosadas y la boca pequeña en forma de holán. Los ojos de un apacible color caramelo, de mirada y pestañas dulzonas, y la nariz con la punta graciosamente redondeada, la cual, cuando la arrugaba, le daba cierto parecido a la de un pequeño conejo blanco. Tenía el cabello rizado, color chocolate, y se ondeaba como el cabello de una princesa sobre su espalda, hasta la altura de su cintura. Las sonrisas acudían sin trabajo alguno a su rostro y su voz era menuda y suave. Existía cierta timidez en su ademán y forma de actuar, sin embargo, cuando Elizabeth Lennox creía y se proponía hacer algo, era para cumplirlo y no retroceder, pues, se trataba de una persona con fuertes convicciones y fuerte corazón. Uno de espíritu aventurero.
Esta chica se encontraba tan inmersa en su lectura que no escucho cuando Tessa, la conductora, le indico que ya habían llegado a su parada.
--- ¡Violinista!---exclamó Tessa con algo más de énfasis, obteniendo, con éxito esta vez, que Lizzie apartara la cara del libro--- ¡Tu parada niña!---agregó con una sonrisa.
--- ¡Ah!... ¡Si claro!---respingó la chica, apresurándose a tomar todas sus cosas y bajar.
Se echó el violín al hombro, guardó su libro en la cartera, y tomó su pesado atril. Se apuró por bajar el escaloncito de la puerta, y entonces, recordó que se le olvidaba un último detalle. Volviéndose un poco hacia el interior, y con una sonrisa, le dijo adiós a Tessa, agitando la mano.
--- ¡Bye Tessa!---dijo con su voz infantil.
--- ¡Nos vemos niña!--- contestó la conductora con brusco acento y franca sonrisa.
Un salto, y Lizzie aterrizó con un suave repiqueteo de la suela de sus botines de piel contra el concreto de la banqueta. La campana tintineó con fuerza, y el tranvía siguió su camino. Ella dio media vuelta sobre sus talones, y comenzó a andar con paso ligero, aquel camino que tantas veces recorría al día.
Anduvo derecho, pasando de enfrente por la tienda “Himmel” de globos y regalos, y dobló hacia la izquierda en la esquina siguiente, después, caminó otras dos cuadras, y volvió a dar vuelta, pero ahora, hacia la derecha, y entonces, se encontró de frente con esa pequeña avenida en donde había unas pocas casas alineadas en dos hileras paralelas a la calle, con un farol cada una, instalado justo al lado de la puerta de su respectiva cerca. Avanzó por ella, sintiendo como el ambiente se iba tornando mas húmedo y frio, y entonces llegó y abrió la pequeña puerta de la cerca de madera blanqueada que rodeaba a una pequeña casa de muros color hueso cubiertos de guías de enredaderas y tejado azul oscuro.
Caminó por el pequeño sendero que llegaba hasta los escalones de la entrada después de volver a cerrar la puertilla, y de paso, recogió una de las tantas hojas, provenientes del cerezo ahí plantado, que formaban una alfombra de colores cobrizos, rojos y dorados sobre todo el suelo de su jardín. Subió gustosamente los escalones del pórtico e insertó la llave en la cerradura de la puerta de madera laqueada del número 117 de la calle Florencia, en la colonia Europa, situada al suroeste del pueblo Cherry-Fields.
Fue entonces cuando algo llamó su atención, y le hizo exclamar en voz alta con tono de extrañes:
--- ¿Eh?... ¿Quién se está mudando a la casa de al lado?
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