A unas cuantas casas, en la acera de enfrente, casi llegando a la entrada de la privada, estaba la casa de la señora Duff, una de las vecinas más peculiares del vecindario en donde Lizzie vivía. Se trataba de una agradable señora, de cabello color canela, brazos robustos y mejillas prominentes, que gustaba de rescatar gatos, fumar pipa y contar historias. Disfrutaba de narrar cuentos de toda índole, mientras, sentada en su chirriante mecedora, acariciaba a uno de sus gatos indigentes y calaba placenteramente de su pipa. Su público se conformaba por todos los chiquillos de la cuadra, quienes, asiduamente, recurrían a su porche cada viernes por la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse y las amenazas de tener que ir a la escuela la mañana siguiente se convertían en prácticamente nulas.
Fue en una calmada tarde de otoño cuando, acompañadas por unos cuantos niños vecinos de la cuadra, Lizzie y su hermana escucharon por primera vez la historia de la casa que, tan pacíficamente se erguía a un costado de la suya, apartada por un vasto jardín descuidado y un cancel de herrería que parecía una jaula oxidada. Elizabeth aún recordaba el frescor de la tarde, y como se le erizaba el cabello de la nuca cada vez que la vieja mecedora crujía bajo el peso de su ocupante; la voz de la señora Duff se le había guardado en la memoria como una antigua canción, profunda y dulce, y la letra, era la historia que ahora, tiempo después, se disponía a narrar a sus tres amigas en el café.
…
En el año de 1910, cerca de la noche de todos los santos, la última de las puertas de la nueva casa de la familia Lagadec había terminado de ser instalada; era la puerta de entrada. Había sido mandada traer desde Europa por encargo del anciano Phileas Lagadec, y tan esplendida puerta era la pincelada final de lo que el viejo consideraba, su obra maestra, pues él mismo había trazado los planos de la casona, decidido acerca de la decoración, y forjado el aspecto del jardín. Con todo y sus excentricidades, el octogenario no había concebido una casa fea; al contrario, era bastante bonita, con pisos de madera brillantes y muros decorados con tapices de lo más cordiales. Los muebles eran bellos y la cristalería de los candelabros divina, algo que, tal vez, para una residencia de veraneo, era algo exagerado, pero que, a fin de cuentas, mostraba el buen gusto con el que había sido planeada la casa. Eso hablaba bien de Phileas, al que los vecinos ya comenzaban a considerar en sus expresiones del diario conversar como “no tan pomposo”, pero el factor que realmente comenzó a causarle una buena reputación, fue su familia.
Dos hijas hermosas eran el total de su progenie, casadas cada una con distinguidos caballeros, comerciantes de profesión, y su otro par de tesoros, muy amados por el viejo, era un cuarteto de chiquillos preciosos que gustaban de meterse en líos y nunca escuchar las reprimendas de sus madres ni las de su abuela, la adorada Amelia Lagadec. A pesar de poseer muchos recursos y pertenecer a una esfera social privilegiada, las damas de la familia Lagadec siempre trataron bien a todos en el pueblo, fueran ricos o necesitados.
Esta familia trajo favor para el Señor Phileas, y toda la comarca podía darse cuenta de que esta suerte no estaba sujeta solamente a lo social. La fortuna que comenzaba a amazar fue atribuida especialmente al hecho de que uno de sus yernos era hijo del mismísimo Akihiro Fukui, su socio de negocios, reconocido por todo el mundo como “muy bienaventurado”. La gente suponía que, tal vez, un poco de su don había sido traspasado al viejo Phileas por medio del matrimonio de su hija, una dama de lo más bondadosa, bonita y cordial. Todo pintaba de maravilla para los Lagadec. Sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que el panorama se desmoronara terriblemente.
Esto sucedió en esa ventosa noche de octubre; aquella en que la desgracia decidió darle una visita a la acaudalada familia
Había sido una tarde tranquila. La cena se había dado por concluida, y los pequeños se disponían a subir a dormir; la niñera de los retoños ya estaba terminando de auxiliar a una de las niñas con los rizos de su cabello y el listón de su camisón, cuando de repente notó, que le hacía falta un crío por arropar.
El pequeño e inquieto Jonah, con sus ojos de zafiro y su cabello rojizo siempre le causaba disgustos a la nana, así que irle a buscar no fue algo que realmente le causara placer, pues el chiquillo siempre sabía en qué lugares esconderse. Lugares sucios, húmedos y a donde fuera muy difícil llegar.
De muy mala gana y refunfuñando fue escaleras abajo a buscarle. Pensó que muy probamente se encontraría en algún sitio del sótano o dentro del horno, que la cocinera ya había limpiado, pero ahí no lo halló. Busco por todo el ático, y reviso debajo de todas las camas, pero no había rastro del niño.
Ya comenzaba a preocuparse cuando, de repente, la inconfundiblemente maliciosa risa del diablillo se escuchó a sus espaldas.
La criada se volteó para agarrarlo, pero Jonah se le escurrió de los brazos y comenzó a provocar para que le atrapara.
El juego se tornó en todo un drama, ya que la nana armó rimbombante gritería mientras cazaba al desobediente duende. Toda la casona entró en revolución, pues de algún modo cada miembro de la familia comenzó a formar parte de lo que ahora parecía alguna clase de dinámica de juego de atrapar. Comenzaba a tornarse divertido, incluso había risas. Pero…
En un infortunado momento, en el que el pequeño pasaba por enfrente de la puerta, el viento de otoño sopló con furia desde el otro lado y tumbo la pesada obra de madera tallada hasta el suelo. El obrero que había instalado aquel hermoso portón no había calculado bien y dejó demasiado flojo el ajuste de las bisagras, ocasionando así que el viento pudiera derrumbarla.
El silencio se tragó las risas, los pasos traviesos y respiraciones agitadas. Toda la familia se había convertido en estatuas… y entonces, el aullido desgarrador de la señora Lagadec desgajó la tétrica afonía.
Debajo del portón se encontraba la cabeza del desventurado Jonah, quien ya no reía ni se movía… no hubo nada que hacer.
Aquella noche de octubre pasó a la historia como una de miseria, dolor y pesar. La puerta volvió a instalarse, con extra seguridad y refuerzo, pero la mancha que había tintado la duela de madera, se cuenta, prosigue hasta el día de hoy…nunca pudo desvanecerse. Toda persona que vivió en aquella casona, optaba por cubrir la evidencia de la tragedia con una alfombra o un bonito felpudo, y durante los días, podía hasta ignorarse la historia ahí ocurrida, pero, se cuenta… ¡no!, se sabe que por las noches, aquella mancha sobresale del felpudo y macula toda la entrada. Acto seguido, se puede percibir pasos por todas las habitaciones de la casa, como si alguien pequeño estuviera jugando a la roña, y todo aquel que ha estado en la casona a altas horas de la noche, jura que, al situarse a un lado de la puerta, puede escuchar la risilla traviesa del espectro de Jonah, quien hasta el día de hoy, sigue esperando detrás del portón para hacerle una última travesura a su desdichada nana.
…
Elizabeth tenía el don de cautivar a cualquiera con el uso de su voz, ya fuera a través de una canción o relatando una historia; por eso, cuando hubo terminado con su cuento de fantasmas, agregando un espeluznante susurro vocal al final, no le extraño descubrir los tres rostros de sus amigas estupefactos y con señas de temor. Naomi propuso ir y espiar la casona desde el jardín de la casa de Lizzie, para ver quién era el zopenco que se metería a ese nido de fantasmas, pero Abi declinó la idea con un elegante “no gracias… la vida de esas personas no me incumbe”, y Kate (a quién la historia parecía haber impactado tal vez un poco más de lo esperado) expresó que ya era muy tarde, y necesitaba volver a casa y terminar con su parte de la tarea (que era para el próximo jueves) además, estaba a punto de empezar a llover. Así pues, Lizzie regresó sola a casa, disfrutando de cada paso que daba a través de las calles cobijadas de follaje muerto que se anteponían a su casa, olfateando el aire cargado de lluvia, dejando que el viento le despeinara. ¿No era hermoso el otoño?... ¡sí que lo era!
Pasó en frente de la tienda de regalos Himmel, dio vuelta y anduvo un poco más. Al llegar a la puertezuela de su cerca de madera, se paró en seco y contemplo con aire meditabundo hacia el otro lado del jardín. La figura de la casona se alzaba tan callada y tranquila como siempre, guardando melancolía en cada una de las grietas de su descuidado enjarre.
Lizzie entró a su jardín delantero y avanzó hacia los barrotes oxidados que se emparejaban a apenas unos centímetros de su cerca de madera, tratando de vislumbrar, como tantas veces ya lo había hecho, a través de la maleza seca de la marchita enredadera, los muros color crema y ocre del edificio. A cada paso que daba, se agazapaba más, con el violín a la espalda y el recién cortado flequillo cubriéndole un lado de la cara. Ella nunca había temido a aquella casa. No creía en fantasmas. Sin embargo, jamás pudo recolectar el impulso suficiente para saltarse la cancelería oxidada y entrar a la propiedad. Sentía que si lo hacía, la casa dejaría de ser tan fascinante como lo era. Sus amigos y vecinos le habían tratado de convencer para que los acompañara a dar unos cuantos pasos sobre el césped de aquel descuidado jardín, pero ni siquiera ellos lograban llegar muy lejos; nunca se atrevieron a tomar uno de los duraznos del árbol plantado a un costado de la casa (los cuales, se rumoreaba, contenían altas dosis de veneno) o a poner un pie sobre el desvencijado porche. Era un lugar perteneciente al misterio, la sospecha y la ensoñación de cosas etéreas.
Y sin embargo…
---Ya no vas a ser un edificio lleno de susurros tristes…ahora, estarás lleno de voces presentes…
Mientras susurraba esto, el viento ululó y junto con él, llegó la tan anunciada tormenta, cargada de tal cantidad de lluvia, que parecía que alguien se había dispuesto a lanzar baldes de agua fría de sopetón desde el cielo.
Elizabeth soltó una exclamación de reclamo hacia el clima, y corrió a casa, tratando de evitar que el estuche de su violín se mojara. Al llegar al pórtico, llamó a la puerta con vehemencia y la voz de su madre le contestó desde el otro lado con presteza.
Antes de que le abriera, Lizzie dedicó un último vistazo al tejado de la oscura casona quien se obstinaba en mantenerse lúgubre y callada. Una de las ventanas superiores se iluminó al instante en que un relámpago alumbraba el cielo, y Lizzie vio la nítida sombra oscura de una silueta infantil observando hacia su pequeño jardín, la cual desapareció casi al instante, cuando el estruendo del trueno retumbó por todos lados.
¿Lo había imaginado?... ¿a caso?…
La puerta de su casa fue abierta y los brazos de su mamá la acogieron con bienvenida.
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